Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Su padre le había hecho detestar los negocios y su hermano la ciencia; la música y la literatura fueron para él una especie de religión. Oxford le gustó mucho el primer año. Iba a parties y se atrevía a hablar. Descubrió, con sorpresa y agrado, que la gente le escuchaba, y sólo más tarde se dio cuenta del aire azarado con que lo hacían.

– De una manera o de otra -comentó Peter-, siempre tenía que meter la pata.

Mientras tanto, en la gran casa de Mayfair, con sus cuatro cuartos de baño y su garaje para tres automóviles, con sus comidas de interminable abundancia, la familia Wilkinson se deshacía poco a poco, igual que algo podrido. El viejo, con sus riñones enfermos, su whisky y su experiencia en el «manejo de los hombres», se sentía malhumorado y confuso y resultaba ligeramente patético. Cuando sus hijos estaban cerca, gruñía y se removía lo mismo que un mastín envejecido. Nadie hablaba en la mesa. Cada cual esquivaba los ojos de los demás y corría luego al piso de arriba, a escribir cartas exasperadas y sarcásticas a sus íntimos amigos. Sólo Peter no tenía amigo a quien escribir. Encerrado en su cuarto lujoso y vulgar, pasaba las horas leyendo.

Después en Oxford fue lo mismo. Ya no iba a parties . Trabajaba todo el día y, justamente antes de los exámenes, tuvo una depresión nerviosa. El médico aconsejó un cambio de aires y de trabajo. Su padre le dejó jugar a granjero durante seis meses en Devonshire y luego empezó a hablarle del negocio. El señor Wilkinson había sido incapaz de conseguir que sus otros hijos demostrasen un mínimo interés por el origen de sus rentas. Encastillados en sus mundos respectivos, todos eran inabordables. Una de sus hijas iba a casarse con un título, la otra cazaba con el príncipe de Gales. El hijo mayor enviaba comunicaciones a la Real Sociedad Geográfica.

Únicamente Peter parecía carecer de justificación. Los otros hijos eran egoístas pero sabían lo que querían. Peter, egoísta también, no lo sabía.

En ese crítico momento murió un tío de Peter, hermano de su madre, que vivía en Canadá. Había visto una vez a Peter de chiquillo, se había encaprichado con él, y le dejó todo su dinero. No mucho, pero lo bastante para poder vivir agradablemente.

Peter se fue a París, a estudiar música. Su profesor le dijo que no pasaría nunca de ser un competente aficionado, pero eso no le sirvió más que para esforzarse aún con más ahínco. Estudiaba para no pensar y enseguida tuvo otra depresión nerviosa, menos grave que la primera. Por aquel entonces estaba convencido de que pronto se iba a volver loco. Volvió a Londres y encontró a su padre solo en la casa. La primera noche tuvieron una bronca y dejaron de hablarse. Al cabo de una semana de mutismo y suntuosas comidas, Peter sufrió un ligero ataque de obsesión homicida. Durante el desayuno no pudo apartar los ojos de un grano que tenía su padre en la garganta. Continuamente manoseaba el cuchillo. De repente, empezó a crispársele el lado izquierdo de la cara. Una crispación tan irreprimible que le obligó a taparse la mejilla con la mano. Estaba seguro de que su padre lo había notado y de que deliberadamente se negaba a darse por enterado -para torturarle-. Al fin, Peter no pudo aguantar más. Se levantó de un salto, huyó del cuarto, y de la casa, al jardín, donde se tiró boca abajo sobre la hierba húmeda. Allí se estuvo, demasiado aterrorizado para moverse. Al cuarto de hora, la crispación cesó.

Aquella noche Peter paró a una puta en Regent Street. Fueron a la habitación de la chica y hablaron durante horas. Le contó la historia de su vida en casa, le dio diez libras y se marchó sin haberla tocado. A la mañana siguiente se vio en el muslo izquierdo un misterioso sarpullido. El médico no supo explicarle de qué era y le recetó una pomada. El sarpullido se hizo menos visible, pero no desapareció hasta hace un mes. Poco después del episodio en Regent Street, Peter empezó a tener molestias en el ojo izquierdo.

Llevaba ya algún tiempo dándole vueltas a la idea de consultar a un psicoanalista. Finalmente se decidió por un freudiano ortodoxo, con una voz soñolienta y malhumorada y unos pies inmensos. A Peter le fue inmediatamente antipático, y se lo dijo. El freudiano tomó notas en una cuartilla y no pareció ofenderse. Más tarde, Peter descubrió que, fuera del arte chino, no le interesaba nada. Iba a verle tres veces por semana y cada visita le costaba dos guineas.

A los seis meses Peter abandonó al discípulo de Freud para pasarse a otro analista, una doctora finlandesa con el pelo blanco y una jovial disposición conversadora. A Peter le resultaba fácil hablar con ella. Le contó, lo mejor que pudo, su vida, sus pensamientos y sus sueños. A veces, en los momentos de desánimo, le contaba historias por completo falsas, o anécdotas leídas en manuales clínicos. Luego le confesaba que había mentido y discutían los motivos que le impulsaron a ello y llegaban a la conclusión de que eran muy interesantes. Algunas noches capitales, Peter tenía un sueño y eso les daba terna de conversación para las siguientes semanas. El análisis duró dos años y no terminaba nunca.

Este año Peter se hartó de la finlandesa. Había oído hablar de un tipo en Berlín. ¿Por qué no? Sería un cambio, por lo menos. Y un ahorro también. El tipo de Berlín sólo cobraba quince marcos por visita.

– ¿Y todavía estás con él?-pregunté.

– No… -dijo Peter sonriendo-. Ahora me resulta demasiado caro, sabes.

El mes pasado, a los dos días de llegar, Peter fue a bañarse a Wansee. El agua aún estaba fría y había poca gente. Se fijó en un chico que estaba dando volteretas en la arena. Luego el chico se acercó y empezaron a hablar. Era Otto Nowak.

– Otto se horrorizó cuando le hablé del analista.

– ¡Qué! ¡Que le das a un tipo quince marcos al día para que te deje hablar con él! ¡Dame diez a mí y yo te hablaré todo el día, y toda la noche si hace falta!

Peter empezó a reír convulsivamente, se puso rojo y se restregaba las manos.

Lo curioso es que la propuesta de Otto de sustituir al analista no era demasiado absurda. Como todos los seres intensamente animales, tiene, cuando quiere usarlo, un instintivo poder saludador. En esos momentos, su manera de tratar a Peter es infaliblemente la justa. Peter puede estar sentado a la mesa, encorvado, con los labios curvados hacia abajo y todavía crispados por terrores infantiles. Entra Otto, todo sonrisa y hoyuelos, tira una silla, le da una palmada a Peter en la espalda, se frota las manos y exclama satisfecho: «Ja, ja… so ist die Sache!» Y Peter cambia inmediatamente. La tensión se relaja, su actitud se hace natural, desaparece la crispación de los labios y los ojos pierden su expresión acosada. Mientras dura el efecto, es una persona como todas.

Peter me ha contado que antes de conocer a Otto le aterrorizaban tanto las infecciones que se lavaba las manos con fenol después de haber tocado a un gato. Ahora bebe a menudo en el vaso de Otto, come de su plato y usa su esponja.

En el Kurhaus y en el café del lago ha empezado el baile. Vimos los anuncios hace dos días, durante nuestro paseo al anochecer, cuando íbamos por la calle mayor del pueblo. Vi que Otto miraba interesado el cartel y que Peter se daba cuenta, pero ninguno de los dos dijo nada.

Ayer hizo un día húmedo y frío. Otto propuso que alquilásemos una barca en el lago y saliéramos a pescar. A Peter le gustó la idea y a mí también. Pero a los tres cuartos de hora de plantón bajo la llovizna, sin que nada picase, empezó a impacientarse. Bogamos en dirección a la orilla y Otto hacía chapotear sus remos -al principio porque no sabía remar, después para fastidiar a Peter-. Peter se molestó y le dio un gritó a Otto, que se puso de morros.

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