Yo trabajaba y Peter leía. El tiempo pasaba despacio. De pronto miré el reloj y vi que eran las dos y cuarto. Peter se había quedado adormilado en la silla. Dudaba si despertarle cuando oí a Otto subir la escalera. Por sus pasos me figuré que venía bebido. Vio su cuarto vacío y abrió de un golpe mi puerta. Peter se irguió en su silla, sobresaltado.
Otto se recostaba sonriente contra el marco de la puerta. Me hizo una cortesía de borracho.
– ¿Has estado leyendo todo este tiempo?-le preguntó a Peter.
– Sí -dijo Peter muy calmosamente.
– ¿Por qué?-Otto sonreía con fatua complacencia.
– Porque no podía dormirme.
– ¿Y por qué no podías dormirte?
– Lo sabes perfectamente -rezongó Peter.
Otto bostezó ofensivamente.
– Ni lo sé ni me importa… Y no empieces a armar jaleos. Peter se incorporó, gritó:
– ¡Cerdo de mierda! -y le atizó con toda el alma una bofetada de revés.
Otto no intentó defenderse. Relucía en sus ojillos una expresión extraordinariamente vengativa.
– ¡Bien! -Hablaba con la lengua gorda.- Mañana me vuelvo a Berlín.
Y dio media vuelta vacilante.
– Otto, ven aquí -dijo Peter. Vi que de un momento a otro iba a llorar de rabia. Salió al descansillo detrás de Otto-. Ven aquí -repitió en tono de mando.
– Déjame ya -contestó Otto-. Estoy harto de ti y quiero acostarme. Mañana me vuelvo a Berlín.
Sin embargo, esta mañana reinaba otra vez la paz -pero no sin condiciones-. El arrepentimiento de Otto se ha expresado en forma de acceso sentimental a propósito de su familia.
– Aquí estoy yo pasándolo bien sin acordarme de ellos… Y madre, la pobre, tiene que trabajar como una negra, cuando está tan mal del pecho… Vamos a mandarle algo de dinero, ¿no te parece, Peter? Mandémosle cincuenta marcos…
Su generosidad le ha hecho pensar en sus propias necesidades. Además del dinero para Frau Nowak, Peter ha accedido a encargar un traje nuevo para Otto, que costará ciento ochenta marcos, un par de zapatos, una bata y un sombrero.
En pago de esos desembolsos, Otto ha prometido romper con la profesora (que de todas maneras se marcha mañana, según hemos descubierto luego). Después de la cena ha venido a esperarle y ha empezado a pasearse delante de la casa.
– Ya se cansará -decía Otto-. No pienso bajar a verla.
Finalmente la chica -la impaciencia la hacía decidida-empezó a silbar. Eso ha suscitado en Otto un frenético regocijo. Ha abierto la ventana de par en par y se ha puesto a bailar, moviendo los brazos y haciendo muecas a la profesora, que se ha quedado parada de asombro ante la insólita exhibición.
– ¡Fuera de aquí! -aullaba Otto-. ¡Márchate!
La chica ha dado media vuelta y la hemos visto irse despacio -una figura algo patética- entre la creciente oscuridad.
– Debías de haberle dicho adiós -ha dicho Peter, que podía permitirse el lujo de ser generoso después de haber visto derrotada a su enemiga.
Pero Otto no quería ni oírlo.
– ¿Para qué quiero esas mierdas de chicas? Todas las noches vienen a darme la lata para que vaya a bailar con ellas… Y tú ya sabes cómo soy, Peter. Me dejo convencer en seguida… La verdad es que me he portado mal contigo, dejándote solo, ¿pero qué iba a hacer? La culpa la tienen ellas…
Nuestra vida aquí ha entrado en una nueva fase. A Otto le duraron poco sus buenos propósitos y Peter y yo nos pasamos solos la mayor parte del día. La profesora se ha marchado, y con ella el último aliciente que Otto podía encontrar en nuestro lado de la playa. Ahora se va todas las mañanas a los baños del malecón, a jugar a la pelota y a flirtear con sus parejas de por la noche. El pequeño doctor ha desaparecido, así que Peter y yo hemos quedado en libertad para bañarnos y tumbarnos al sol de manera menos atlética posible.
Después de cenar, los preparativos de Otto para el baile empiezan siempre según el mismo rito. Sentado en mi cuarto oigo los pasos de Peter cruzar ligeros el descansillo, como si le hubieran aliviado de algún peso -porque ha llegado el único momento del día en que Peter se siente con derecho a desinteresarse por completo de las actividades de Otto-. Llama a mi puerta y yo cierro el libro. Antes he bajado al pueblo a comprar media libra de pastillas de menta. Peter le dice adiós a Otto, con la última y vana esperanza de que, después de todo, quizá esta noche sea puntual.
– Entonces, hasta las doce y media…
– Hasta la una -regatea Otto.
– Bueno -se conforma Peter-. Hasta la una. Pero no vengas más tarde.
Abrimos la puerta del jardín y atravesamos el camino para entrar en el bosque. Otto nos dice adiós desde el balcón. Yo llevo escondidas las pastillas de menta debajo de la americana, no sea que las vea. Riendo como chicos traviesos y mascando pastillas tomamos el sendero que lleva a Baabe. Ahora pasamos todas las veladas en Baabe, que nos gusta más que nuestro pueblo. Con su calle sin pavimentar y sus casas de tejados bajos entre los pinos tiene un aire romántico y colonial. Es como una destartalada factoría perdida en la espesura, adonde la gente llega en busca de una mina de oro inexistente y donde se quedan varados para el resto de sus días.
En el pequeño restaurante pedimos fresas con nata y hablamos con el joven camarero. El camarero detesta Alemania y sueña con marcharse a América. «Hier ist nichts los.» Durante la temporada no tiene ni un momento libre y en invierno no gana un céntimo. Casi todos los chicos de Baabe son nazis. Dos de ellos vienen a veces al restaurante y discuten jovialmente de política con nosotros. También nos cuentan cómo hacen instrucción militar y ejercicios en orden abierto.
– Se están preparando ustedes para la guerra -dice Peter indignado. Aunque en realidad la política no le interesa en absoluto, en esas ocasiones acaba siempre acalorándose.
– Dispense usted -le contradice uno de los chicos-, pero se equivoca. El Führer no quiere la guerra. Estamos por la paz con honor. De todos modos… -añade pensativamente, y se le ilumina la cara- la guerra puede ser hermosa, sabe usted. ¡Piense en los antiguos griegos!
– Los antiguos griegos -replico yo- no empleaban gases asfixiantes.
Los chicos desdeñan esas sutilezas. Uno de ellos responde altaneramente:
– Eso es una cuestión puramente técnica.
A las diez y media, como la mayoría de los habitantes del pueblo, bajamos a la estación a ver llegar el último tren. Generalmente viene vacío. Luego le vemos alejarse retumbando entre la oscuridad del bosque, pitando roncamente. Y por fin es lo bastante tarde y podemos emprender la vuelta. Esta vez cogemos por el camino. Al otro lado de los prados se ve la entrada luminosa del café de junto al lago, adonde Otto va a bailar.
– Las luces del infierno brillan más esta noche -dice siempre Peter.
Los celos le dan insomnio. Ha empezado a tomar pastillas para dormir pero dice que casi nunca le hacen efecto. Lo único que consigue es sentirse adormilado a la mañana siguiente, después del desayuno. A menudo se tumba a dormir en la playa una hora o dos.
Esta mañana hizo un día frío y desabrido y el mar estaba gris. Peter y yo alquilamos un bote, remamos hasta dejar atrás el muelle y luego nos dejamos llevar por la corriente, que nos alejaba de tierra poco a poco. Peter encendió un cigarrillo y dijo bruscamente:
– Me gustaría saber hasta cuándo puede durar esto… -Lo que tú quieras que dure, me figuro.
– Sí… No parece que nuestra relación pueda llegar más allá, ¿no crees? Supongo que no hay ninguna razón especial para que Otto y yo dejemos de comportarnos el uno con el otro exactamente igual que ahora…
Hizo una pausa y luego añadió:
– A no ser, claro, que yo deje de darle dinero.
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