– Déjame en paz con tus flores bonitas -acabó por chillar Frau Nowak exasperada-. Aquí me tiene, con una hija como un elefante y teniéndomelo que hacer yo todo, hasta preparar la cena.
– Tienes razón, madre -intervino alegremente Otto. Y se volvió hacia Grete en tono de virtuosa indignación-. ¿Se puede saber por qué no la ayudas? Bastante gorda estás ya para pasarte el día sentada. ¡Levántate, me oyes! Y deja esos asquerosos cromos o te los quemaré.
Se los arrebató y le dio un revés con la otra mano. No le hizo daño, pero inmediatamente lanzó un gemido teatral y agudo.
– ¡Me has hecho daño , Otto! -Se cubrió la cara con las manos y me atisbaba por entre los dedos.
– ¡Quieres dejar tranquila a la chica! -chilló Frau Nowak desde la cocina-. ¡Bueno estás tú para hablar de zánganos! Y tú, Grete, cállate ya o le digo a Otto que te dé una buena, para que tengas de qué llorar. ¡Es que la volvéis a una loca entre los dos!
– ¡Madre! -Otto corrió a la cocina, la cogió por la cintura y empezó a besuquearla.- ¡Pobre mamaíta, pobrecita Mutti, pobrecina Muttchen! -zureó con dulzona solicitud-. Tienes que trabajar tanto y Otto se porta horriblemente mal contigo. Pero lo hace sin querer, sabes; es que es tonto… ¿Quieres que te vaya a buscar el carbón mañana, mamá?¿Te gustaría que fuese?
– ¡Quita de ahí, embustero! -voceó Frau Nowak, forcejeando y riéndose-. ¡Pues no conozco yo tu jarabe de pico! ¡Pues sí que quieres mucho a tu pobre vieja! Déjame trabajar tranquila.
»Otto no es mal chico -me confesó luego, cuando por fin la dejó en paz-, pero es tan atolondrado. Todo lo contrario de mi Lothar (¡ése sí que es un hijo modelo!). Ningún trabajo le parece mal y en cuanto ahorra unos cuantos groschen viene y me dice: «Aquí tienes, madre, cómprate unos zapatos de abrigo para este invierno».
Frau Nowak me alargaba la mano con el gesto de quien ofrece dinero. Lo mismo que Otto, no podía contar una historia sin representarla.
– ¡Que si Lothar es esto, que si Lothar es lo otro! -Otto interrumpió molesto.- Siempre Lothar. ¡Me gustaría saber quién de los dos te dio el billete de veinte marcos el otro día! Lothar es incapaz de ganar veinte marcos ni aunque trabaje treinta domingos seguidos. Pues no esperes que te vuelva a dar nada; aunque me lo pidieses de rodillas.
– So granuja -en un instante estuvo otra vez en pie de guerra-. ¡Pero es que no te da vergüenza decirlo delante de Herr Christoph! Si supiese de dónde salió ese dinero (y mucho más) no se quedaba aquí contigo ni un minuto más. ¡Y con razón! ¡Y vaya descaro, decir que me diste ese dinero! Si no llega a ser por tu padre, que vio el sobre…
– ¡Eso, eso! -gritó Otto haciendo muecas y empezando a bailar excitado-. ¡Eso es justamente lo que quería! ¡Confiésale a Christoph que lo robaste! ¡Eres una ladrona! ¡Ladrona!
– Otto, cómo te atreves! -Con furiosa celeridad, la mano de Frau Nowak blandía ya la tapa de una olla. Di un salto atrás, para ponerme fuera de tiro, basculé sobre una silla y me quedé sentado. Grete prorrumpió en un afectado grito de alegría y de alarma. Se abrió la puerta y apareció Herr Nowak, de vuelta del trabajo.
Era un hombrecillo achaparrado y adusto, con bigotes puntiagudos, pelo al rape y pobladas cejas. Contempló la escena con un gruñido que era casi un regüeldo. No pareció comprender lo que ocurría o quizá, sencillamente, no le importaba. Frau Nowak no hizo nada por ilustrarle. Colgó modosamente de un clavo la tapa de la olla. Grete dio un salto y corrió hacia él con los brazos abiertos.
– ¡Papi! ¡Papi!
Herr Nowak sonrió y mostró dos o tres dientes mellados, sucios de nicotina. Se inclinó y la cogió en brazos, diestra y cuidadosamente, con una cierta curiosidad admirativa, como si se tratara de un valioso jarrón de gran tamaño. Trabajaba en una empresa de mudanzas. Luego me alargó la mano (calmoso, condescendiente, sin indebidas prisas de agradar).
– ¡Servus, Herr!
– Papi, ¿no estás contento de que Herr Christoph venga a vivir con nosotros?-canturreó Grete con su retintín empalagoso, encaramada en el hombro de su padre. Herr Nowak pareció cobrar nuevas energías, me dio de nuevo la mano, mucho más cordialmente, mientras me daba palmadas en el hombro.
– ¿Contento?¡Sí, claro que sí! -Meneó la cabeza para expresar su vigorosa aprobación.- ¿Englisch man? Anglais, ¿eh? Ja, ja. ¿Se dice así? Hablo francés, sabe usted, aunque ya lo he olvidado casi todo. Lo aprendí en la guerra. Estuve de Feldwebel , en el frente del oeste. Hablaba mucho con los prisioneros. Buena gente. Como nosotros, mismamente…
– ¡Ya estás otra vez borracho, padre! -exclamó con disgusto Frau Nowak-. ¡Qué va a pensar de ti Herr Christoph!
– A Christoph no le importa. ¿Verdad que no, Christoph?-Herr Nowak me dio una palmadita en el hombro.
– ¡De modo que Christoph! ¿Te parece bien? ¡Herr Christoph! ¿Es que no sabes distinguir a un caballero?
– Yo prefiero que me llamen ustedes Christoph -dije.
– ¡Claro que sí! ¡Christoph tiene razón! Todos estamos hechos de lo mismo… Argent , dinero, ¡lo mismo! ¡Ja, ja!
Otto me cogió del otro brazo.
– ¡Christoph ya es casi de la familia!
Nos sentamos ante una copiosa cena de picadillo, pan negro, malta y patatas hervidas. En la euforia de verse con tanto dinero para la compra, Frau Nowak (a quien yo había pagado por anticipado la pensión de la semana) había hecho patatas para una docena de personas. A cada instante metía la cuchara en la olla y las depositaba en mi plato, hasta que me sentí desfallecer.
– Tome unas pocas más, Herr Christoph. No come usted nada.
– En mi vida había comido tanto, Frau Nowak.
– Lo que pasa es que a Christoph no le gusta nuestra comida -dijo Herr Nowak-. No importa. Ya verás como te acostumbras, Christoph. Otto era lo mismo cuando volvió de esa playa; se había vuelto muy finústico con su inglés…
– ¡Calla la boca, padre! -le advirtió Frau Nowak-. ¿Es que no puedes dejar al chico quieto? Bastante edad ya tiene para saber lo que está bien y lo que no, ¡tanto peor para él!
Estábamos comiendo cuando entró Lothar. Tiró la gorra sobre la cama, me dio la mano cortésmente pero sin hablar, con una ligera inclinación, y se sentó a la mesa. Mi presencia no pareció sorprenderle ni interesarle en absoluto: apenas cruzó una mirada conmigo. Me habían dicho que tenía veinte años, pero igual podía haber tenido bastantes más: era ya un hombre hecho y derecho, y Otto resultaba casi infantil a su lado. Tenía una cara enjuta y huesuda de campesino, como amargada por una memoria ancestral de tierras infértiles.
– Lothar va a una academia nocturna -me dijo Frau Nowak con orgullo-. Tenía un empleo en un garaje, sabe usted, y ahora quiere estudiar ingeniero. Hoy en día no admiten a nadie en ningún sitio si no tiene algún diploma. Cuando tenga usted un rato, Herr Christoph, tiene que enseñarle a usted sus dibujos. El profesor dice que están muy bien hechos.
– Me gustaría verlos.
– Lothar no contestó. Me fue simpático y me sentí estúpido. Pero Frau Nowak estaba decidida a lucirlo.
– ¿Qué noches tienes tus clases, Lothar?
– Lunes y jueves -siguió comiendo, deliberadamente, obstinadamente, sin mirar a su madre. Quizá para demostrarme que no sentía por mí ninguna particular antipatía, añadió luego-: De ocho a diez y media.
En cuanto hubo terminado se levantó sin decir palabra, volvió a darme la mano con la misma ligera inclinación de cabeza, se puso la gorra y salió.
Frau Nowak le miró salir y suspiró.
– Supongo que va a reunirse con sus amigos nazis. A menudo pienso que ojalá no se hubiera metido con ellos. Le meten toda clase de locuras en la cabeza y luego está tan inquieto. Desde que se apuntó con ellos ha cambiado de modo de ser… No es que yo entienda de política. Lo que yo digo: ¿por qué no podemos tener otra vez al Kaiser? ¡Aquellos sí que eran buenos tiempos, digan lo que digan!
Читать дальше