Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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– Bah, al demonio con tu Kaiser -dijo Otto-. Lo que necesitamos es una revolución comunista.

– Una revolución comunista -rezongó Frau Nowak-. ¡Vaya idea! ¡Una pandilla de zánganos inútiles como tú que en su vida han hecho un trabajo honrado!

– Christoph es comunista -dijo Otto-. ¿A que sí, Christoph?

– Un verdadero comunista no, me temo.

Frau Nowak sonrió.

– ¡Los disparates que llegas a decir! ¿Cómo puede Herr Christoph ser comunista? Herr Christoph es un caballero.

– Lo que yo digo -Herr Nowak dejó cuchillo y tenedor y se enjugó los bigotes meticulosamente con el dorso de la mano-. Que Dios a todos nos hizo iguales. Que usted vale tanto como yo y yo tanto como usted. Que un francés vale tanto como un inglés y un inglés tanto como un alemán. ¿Me entiende usted?

Asentí.

– Por ejemplo en la guerra -Herr Nowak empujó hacia atrás su silla-. Un día iba yo por un bosque. Solo, sabe usted. Andando solo por el bosque igual que podía haber ido por la calle… Y de pronto, delante de mí veo a un francés. Como si saliera de la tierra; no más lejos de mí de lo que está usted ahora -Herr Nowak se había incorporado mientras hablaba. Cogió de la mesa el cuchillo del pan y lo mantuvo fijo, en posición de defensa, como si fuera una bayoneta. Sus ojos centelleaban bajo las pobladas cejas, mirándome, mientras revivía la escena-: Y así estuvimos los dos, mirándonos el uno al otro, el francés más blanco que un muerto. Y de repente gritó: «¡No me mates!» Así -Herr Nowak juntó las manos en un apasionado gesto de súplica. El cuchillo del pan le estorbaba y volvió a dejarlo en la mesa-. «¡No me mates! Tengo cinco hijos» (hablaba en francés, claro: pero yo lo entendía. Yo hablaba perfectamente en francés entonces, aunque luego he olvidado algo). Bueno, yo le miro y él me mira. Y yo le digo: « Ami ». (Eso quiere decir amigo). Y nos damos la mano -Herr Nowak cogió la mía entre las suyas en un apretón emocionado-. Y entonces empezamos a separarnos el uno del otro, andando de espaldas; no quería que me disparase por la espalda.

Aún centelleantes los ojos, Herr Nowak empezó a retirarse cautelosamente, paso a paso, hasta que chocó violentamente con el aparador. Una fotografía enmarcada cayó al suelo. El cristal se hizo añicos.

– ¡Papi, papi! -gritó Grete encantada-. ¡Mira lo que has hecho!

– ¡A ver si así aprendes a dejarte de pamemas, so payaso! -exclamó airada Frau Nowak.

Grete rompió en una risa importada y estentórea hasta que Otto le dio un bofetón y entonces empezó a gemir plañideramente. Mientras tanto, Herr Nowak había apaciguado la furia de su esposa con un beso y un pellizco en la mejilla.

– ¡Déjame en paz, pedazo de bruto! -protestaba entre risas, azarada y encantada de que yo estuviera delante-. ¡Déjame, apestas a cerveza!

En aquella época tenía muchas lecciones y me pasaba fuera la mayor parte del día. Mis alumnos vivían en los barrios residenciales de la parte oeste: señoras ricas y bien conservadas, de la edad de Frau Nowak pero que parecían diez años más jóvenes, a quienes gustaba matar la tarde con un poco de conversación inglesa mientras sus maridos estaban en la oficina. Reclinado en cojines de seda, frente a una gran chimenea, hablaba con ellas de Contrapunto y de El amante de lady Chatterley . Un criado traía el té con tostadas y mantequilla. A veces, cuando se cansaban de literatura, las entretenía con historias de la familia Nowak. Tenía buen cuidado, sin embargo, en callar que yo vivía con ellos: confesar que era pobre de verdad hubiese perjudicado el negocio. Las señoras me pagaban a tres marcos la hora, no sin vacilación y después de haberse esforzado por hacerme rebajar el precio a dos marcos cincuenta. Deliberada o inconscientemente, la mayoría de ellas intentaban también robarme un poco de tiempo después de la hora. Tenía siempre que andar mirando el reloj.

Como a la mayoría de la gente no le gusta tener clases por la mañana yo solía levantarme mucho más tarde que los Nowak. Aún dormía cuando Frau Nowak salía a hacer faenas y Herr Nowak marchaba a su trabajo en una agencia de mudanzas. Lothar, que estaba sin empleo, ayudaba a un amigo suyo en un puesto de periódicos. Grete iba a la escuela. Así que Otto era el único que me hacía compañía, menos en las mañanas en que su madre, después de una inacabable discusión, conseguía arrastrarle a la Oficina de Trabajo a que le sellaran la cartilla.

Era él quien preparaba el café y el pan con margarina de nuestro desayuno. Luego se quitaba el pijama y hacía gimnasia. Le encantaba exhibir sus músculos para admiración mía. Acababa por espatarrarse en mi cama y contarme historias.

– Christoph, ¿te he contado ya lo de la mano?

– No. Creo que no.

– ¿No? Verás… Cuando era pequeño, una noche estaba en la cama a oscuras. Y de pronto me desperté y vi una mano negra muy grande justo encima de mí. Tuve tanto miedo que no pude ni gritar. Me quedé allí quieto sin dejar de mirarla, hecho un ovillo, hasta que desapareció y empecé a chillar y madre vino corriendo. Cuando le dije que había visto una mano no se lo creyó y se echó a reír.

La cara inocente de Otto, con sus dos hoyuelos igual que los de un bollo suizo, se puso seria. Absorto en su propia historia, me miraba fijamente con sus ojos brillantes y diminutos.

– Y otra vez, Christoph, cuando trabajaba de aprendiz de tapicero, estaba sentado en mi taburete a media mañana. Y de repente todo se pone oscuro y levanto la cabeza y allí estaba la mano, lo mismo que tú estás ahora. Te prometo que me quedé frío y no podía ni respirar. Me puse tan blanco que hasta el patrón se dio cuenta y me preguntó que qué me pasaba y si no me encontraba bien. Y mientras él me decía eso la mano fue desapareciendo, poco a poco, haciéndose cada vez más pequeña, hasta que se convirtió en un puntito negro. Entonces miré alrededor y todo estaba iluminado igual que antes y en el sitio del punto había una mosca negra corriendo por el techo. Me puse tan malo aquel día que el jefe tuvo que mandarme a casa.

Había palidecido mientras hablaba. Por un instante, una expresión de auténtico miedo cruzó por sus facciones: con los ojillos relucientes de lágrimas, estaba dramático.

– Un día volveré a ver la mano y me moriré.

– Qué tontería -dije riéndome-. Te protegeremos entre todos.

Otto meneó la cabeza tristemente.

– Gracias, Christoph, pero no podréis hacer nada. La mano acabará atrapándome.

– ¿Cuánto tiempo estuviste con el tapicero?

– Bah, muy poco. Unas semanas… El patrón me daba siempre los trabajos más pesados. Y yo era un chaval entonces… Un día llegué cinco minutos tarde y no sabes la que armó. Me dijo que era un verfluchter Hund . ¿Qué te crees?¿Que me iba a aguantar?-Acercó su cara contraída como la de un mono rabioso, fijando en mí los ojillos irritados-: Nee, nee! Bei mir nicht -era una mirada intensa, de un odio simiesco y la expresión de su cara resultaba repelente. De pronto se calmó. A sus ojos, dejé de ser el tapicero. Se rió, echando hacia atrás la cabeza y enseñándome los dientes-. Hice que iba a pegarle y le entró pánico… -imitó el gesto asustado de un hombre mayor que intenta esquivar un puñetazo. Y volvió a reírse.

– ¿Te echó a la calle?

Asintió. Su expresión cambió y otra vez se puso melancólico.

– ¿Qué dijeron tus padres?

– Bah, siempre la han tomado conmigo, desde pequeño. Si había dos cachos de pan, madre le daba siempre el más grande a Lothar. Y en cuanto me quejaba ya me estaban diciendo: «Pues trabaja, que para eso eres mayorcito. Anda, anda, gánate el pan… ¿O es que piensas vivir toda la vida a costa nuestra?» -Los ojos de Otto se empañaron, en un éxtasis de compasión de sí mismo.-No me comprenden. Me odian. Querrían que me muriese.

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