Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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– ¿Qué crees que haría entonces?

Peter removía distraídamente el agua con los dedos. -Me dejaría.

El bote seguía a la deriva y yo pregunté:

– ¿Crees que no le gustas nada?

– Al principio, puede que sí… Ahora no. Lo único que hay entre nosotros es mi dinero.

– ¿A ti te gusta aún?

– No… No lo sé. Es posible que sí… A veces le odio… si es que eso es señal de que me importa todavía.

– Puede ser.

Hubo una larga pausa. Peter se secaba los dedos con el pañuelo. Tenía la boca torcida.

– Bien -dijo al final-, ¿qué te parece que haga?

– ¿Qué es lo que quieres hacer?

Peter torció otra vez la boca.

– Supongo que dejarle, en realidad.

– Entonces, déjale.

– ¿Ahora?

– Cuanto antes mejor. Hazle un buen regalo y mándale a Berlín esta misma tarde.

Peter meneó la cabeza y sonrió tristemente.

– No puede ser.

Hubo otra pausa larga. Luego Peter dijo:

– Lo siento, Christopher… Tienes toda la razón, ya lo sé. Si yo estuviera en tu lugar diría lo mismo… Pero no puede ser. La cosa seguirá lo mismo…, hasta que pase algo. No puede durar mucho, de todos modos… Sí, ya sé que soy un débil…

– No necesitas disculparte -le dije sonriendo, ligeramente irritado-. Yo no soy tu analista.

Empuñé los remos y bogué hacia la orilla. Cuando llegábamos al muelle, Peter dijo:

– Resulta tan absurdo pensarlo ahora. Cuando conocí a Otto pensé que viviríamos juntos toda la vida.

– ¡Dios Santo!

La perspectiva de lo que sería una vida entera con Otto me vino a la imaginación. Una especie de infierno grotesco. Me reí a carcajadas. Peter se rió también, mientras hundía las manos engarabitadas entre las rodillas. Se le subió el color y se puso rojo y luego morado. Las venas se le marcaban. Al saltar fuera del bote todavía nos reíamos.

En el jardín nos esperaba el dueño.

– ¡Qué lástima! -exclamó-. Los señores llegan demasiado tarde.

Y apuntó con el dedo hacia los prados, en dirección al lago. Vimos el humo subir por encima de la hilera de álamos, mientras el trenecillo abandonaba la estación.

– Su amigo tuvo que salir de repente para Berlín, para algo urgente. Esperaba que los señores llegasen a tiempo de despedirlo. ¡Qué lástima!

Corrimos escaleras arriba. El cuarto de Peter estaba revuelto todo, con los cajones y los armarios abiertos. Puesta en medio de la mesa había una carta escrita con la caligrafía rígida y forzada de Otto:

Querido Peter: Perdóname por favor no podía aguantar más esto así que me vuelvo a casa.

Te quiere

Otto

No te enfades.

(Me fijé en que Otto, para escribirla, había arrancado la solapa de uno de los libros de psicología de Peter: Más allá del principio de placer ).

– ¡Bueno…! -Los labios de Peter empezaron a crisparse. Le miré con aprensión, esperando el estallido de un momento a otro, pero parecía completamente tranquilo. Al cabo de un momento fue al armario y empezó a registrar los cajones-. No se ha llevado mucho -anunció al fin de su búsqueda-. Sólo un par de corbatas, tres camisas (¡suerte que mis zapatos no le van!) y… vamos a ver… Unos doscientos marcos… -Peter empezó a reírse histéricamente.- ¡Pues se ha conformado con poco, en realidad!

– ¿Crees que la idea de marcharse se le ocurrió de repente?-pregunté por decir algo.

– Es probable. Eso le pega mucho… Ahora que lo pienso, esta mañana le dije que íbamos a salir en barca. Y me preguntó que si tardaríamos mucho en volver.

– Ya veo…

Me senté en la cama de Peter y por primera vez pensé en Otto con cierto respeto.

La euforia histérica de Peter le sostuvo durante el resto de la mañana. A la hora del almuerzo estaba deprimido y no dijo una palabra.

– Tengo que hacer las maletas -me dijo al terminar. -¿Te vas también?

Claro.

– ¿A Berlín?

Peter sonrió.

– No, Christopher. No te asustes. A Inglaterra nada más.

– Oh…

– Hay un tren que llega a Hamburgo a última hora de la noche. Lo más probable es que siga viaje… Creo que no pararé hasta haber salido de esta mierda de país…

No había más que decir. Le ayudé a hacer las maletas en silencio. Iba a guardar su espejillo de afeitarse cuando me preguntó:

– ¿Te acuerdas cuando Otto lo rompió, haciendo una vertical?

– Sí, claro que me acuerdo.

Cuando hubimos terminado Peter se asomó al balcón.

– Esta noche vas a tener muchos silbidos ahí fuera -dijo. Sonreí.

– Tendré que bajar a consolarlas.

Peter se rió.

– ¡Sí, seguro que lo harás!

Le acompañé a la estación. Por suerte, el maquinista tenía prisa. El tren sólo paró dos minutos.

– ¿Qué piensas hacer en Londres?-pregunté.

Los labios se le curvaron hacia abajo, en una especie de sonrisa al revés.

– Supongo que buscarme otro analista.

– ¡Bájale un poco los precios esta vez!

– Sí.

El tren arrancó y Peter agitó la mano.

– Bueno, Christopher, adiós. ¡Y gracias por todo!

Se ha guardado muy bien de decirme que le escriba, o que le vaya a ver cuando vuelva yo a Inglaterra. Me figuro que quiere olvidar este sitio y todo lo que tiene que ver con él. La verdad es que me lo explico.

Esta noche, al volver las páginas de un libro que estoy leyendo, he encontrado metida entre ellas otra carta de Otto.

Querido Christopher por favor no te enfades tú no eres un idiota como Peter. Cuando vuelvas a Berlín iré a verte porque sé donde vives. Lo vi en las señas de una carta tuya ya verás que pasamos un buen rato charlando.

Tu amigo que te quiere

Otto.

Pienso que no va a ser tan fácil quitárselo de encima.

Me marcho a Berlín dentro de dos o tres días. Pensaba quedarme aquí hasta fines de agosto y probar a terminar mi novela, pero de pronto me he encontrado demasiado solo. Echo de menos a Peter y a Otto y sus peleas, mucho más de lo que hubiera imaginado. Hasta las chicas de Otto han dejado de esperar tristemente al anochecer, bajo mi ventana.

Los Nowak

A la Wassertorstrasse se entraba por un gran arco de piedra, resto del antiguo Berlín, pintarrajeado de hoces y martillos y cruces gamadas y empastado con desgarrados carteles anunciadores de subastas o de crímenes. Era una calle empedrada, destartalada y honda en la que se revolcaba un ejército de chiquillos llorones. Muchachos con jerseys de lana circulaban en bicicleta, haciendo eses y jaleando a las chicas que pasaban con sus cántaras de leche. El pavimento estaba marcado con tiza para jugar al aeroplano. Al final de la calle, como una herramienta oxidada, larga y peligrosamente aguda, se levantaba una iglesia.

Me abrió la puerta Frau Nowak. Tenía ojeras y mucha peor cara que la última vez que la vi. Llevaba el mismo sombrero y el mismo abrigo negro y traspillado. Al principio no me reconoció.

– Buenas tardes, Frau Nowak.

La expresión de inquiridora sospecha dio paso poco a poco a una tímida y casi infantil sonrisa de bienvenida.

– Pero si es Herr Christoph. ¡Pase, Herr Christoph! Pase y siéntese.

– Me temo que iba usted a salir, ¿no?

– No, no, Herr Christoph. Acabo de llegar, ahora mismo -se restregó apresuradamente la mano en el abrigo antes de dármela-. Hoy era mi día de faena y no termino hasta las dos y media, así que comemos muy tarde.

Se apartó para dejarme pasar. Al empujar la puerta di con ella en el mango de la sartén, que estaba justamente detrás, sobre el hornillo. La cocina era diminuta y apenas cabíamos los dos. El piso apestaba a patatas fritas con margarina.

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