Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Había estado allí un año antes, una de aquellas noches de sábado en que Fritz Wendel me llevaba de excursión por los tugurios de la ciudad. El Casino seguía exactamente igual, pero menos siniestro, menos pintoresco. Ya no era el símbolo de una tremenda realidad -por la sencilla razón de que yo no estaba borracho-. Pero el mismo propietario, un boxeador retirado, recostaba la misma enorme barriga sobre la barra del bar, el mismo camarero con aspecto de perro guardián corría por el salón con la chaqueta eternamente manchada. Dos chicas, quizás las mismas, bailaban juntas al prolongado lamento de los altavoces. Un grupo de muchachos con jerseys y chaquetas de cuero jugaban a las cartas, mientras los espectadores se inclinaban sobre ellos para ver los naipes. Un muchacho sentado cerca de la estufa leía absorto una novela policíaca. Llevaba la camisa abierta, y las mangas arremangadas hasta los sobacos mostraban unos brazos tatuados. Vestía pantalones cortos y calcetines, como si fuera a participar en una carrera. En el palco del fondo hablaban un hombre maduro y un chico joven. El joven tenía la cara redonda, aniñada, con los párpados hinchados, tal vez por falta de sueño. Le contaba algo al mayor, que llevaba la cabeza rapada y escuchaba de mala gana fumando un cigarro. El joven explicaba su historia con mucha atención, lentamente. De vez en cuando, para dar más énfasis a sus palabras, apoyaba una mano en la rodilla del hombre y le miraba a los ojos. Espiaba cada movimiento del otro con una extraña fijeza, como un doctor que examina a un paciente nervioso. Más tarde llegué a conocer muy bien al chico. Se llamaba Pieps. Era un gran viajero. Se fugó de su casa cuando tenía catorce años, huyendo de las palizas que le pegaba su padre, un leñador de los bosques de Turingia. Pieps marchó a pie a Hamburgo, donde se coló de polizón en un barco que zarpaba con rumbo a Amberes. De allí regresó a Alemania, a lo largo del Rhin. También había estado en Checoslovaquia y en Austria. Tenía un gran repertorio de anécdotas, canciones y chistes y era un ser lleno de vida, optimista y entusiasta. Compartía sus comidas con sus amigos sin preocuparse jamás de dónde comería al día siguiente. Era un ratero bastante hábil. Solía trabajar en un parque de atracciones en la Friedrichstrasse, no lejos del Passage, aunque últimamente le había dado a la policía por ir allí y se estaba poniendo peligroso. En el local había de todo: boxeo, tiro al blanco y máquinas tragaperras. La mayor parte de los chicos del Casino Alexander pasaban las tardes por sus alrededores, mientras sus mujeres trabajaban en la Friedrichstrasse y el Linden.

Pieps vivía con dos amigos, Gerhardt y Kurt, en un sótano a la orilla del canal, cerca de la estación del ferrocarril aéreo. El sótano era de una tía de Gerhardt, antigua prostituta de la Friedrichstrasse, cuyas piernas y brazos se hallaban totalmente cubiertos de tatuajes con serpientes, pájaros y flores. Gerhardt era alto y flaco, con una sonrisa vaga, de retrasado mental. No se dedicaba a descuidero, sino a ladrón de grandes almacenes. No le habían cogido nunca gracias probablemente al demencial descaro con que operaba. Sonreía estúpidamente mientras se metía lo que le daba la gana en los bolsillos, en las mismas narices de los dependientes. Al llegar a casa entregaba el botín a su tía, que le propinaba unas broncas fenomenales por vago y le tenía siempre corto de dinero. Un día que estábamos solos sacó del bolsillo un cinturón de señora, vistoso por la cantidad de colores que tenía.

– Fíjate, Christoph, qué bonito es…

– ¿De dónde lo has sacado?

– De Landauers -respondió Gerhardt-. ¿Qué ocurre? Por qué te ríes?

– Nada… Los Landauer son amigos míos. Me hace gracia. Eso es todo.

Gerhardt palideció.

– ¿No se lo dirás, verdad Christoph?

– No -prometí-. No se lo diré.

Kurt venía al Casino Alexander bastante menos que los otros. Yo le entendía mejor que a Gerhardt o a Pieps, porque era desgraciado y tenía conciencia de su desgracia. Había algo atormentado en su temperamento y que estallaba en arrebatos de repentina cólera contra la desesperanza de su vida. Lo que los alemanes llaman Wut. Solía sentarse en un rincón y beber de prisa, mientras tamborileaba con los puños en la mesa, seco y arrogante. De pronto, levantándose de un salto, exclamaba: Ach, Scheiss! , y salía a grandes zancadas. Cuando se encontraba en ese estado de ánimo buscaba siempre camorra. Lo hacía deliberadamente, enzarzándose con tres o cuatro a un tiempo. Acababan siempre por echarlo a la calle, inconsciente y cubierto de sangre. En aquellos momentos, incluso Gerhardt y Pieps se ponían contra él, como si se hubiera convertido de pronto en una especie de peligro público, y le sacudían tan fuerte como los otros. Después se lo llevaban entre los dos a rastras, colgado de sus hombros, sin el menor rencor, como si no hubiera ocurrido nada. Al día siguiente eran otra vez amigos.

Cuando volvía a casa, Herr Nowak y Frau Nowak llevaban ya dos o tres horas durmiendo. Otto solía volver todavía más tarde. Herr Nowak, que detestaba el género de vida de su hijo, no tenía sin embargo el menor inconveniente en levantarse a abrirle la puerta a cualquier hora de la noche. Por alguna razón que nunca llegué a comprender, nada era capaz de inducir a los Nowak a dejarnos una llave a cada uno… Les era totalmente imposible irse a dormir sin comprobar antes que la puerta estaba bien cerrada y el cerrojo echado.

En aquellos bloques no había más que un cuarto de aseo por cada cuatro apartamentos. El nuestro estaba en el piso de abajo. Muy a menudo me ocurría que antes de ir a dormir tenía que dar curso libre a la naturaleza. Tenía lugar entonces un segundo viaje en la oscuridad, a través del cuarto de estar hasta la cocina, esquivando la mesa, procurando no entrar en colisión con las sillas, evitando chocar con la cabecera de la cama de los Nowak o empujar la otra cama en que dormían Lothar y Grete. Pero por lentas y sigilosas que fueran mis pisadas, Frau Nowak parecía tener un sexto sentido que la hacía despertarse y verme y darme instrucciones en la oscuridad, avergonzándome con los detalles. -No, Herr Christoph… ahí no, por favor. En el cubo de la izquierda, junto a la estufa.

Tendido en la cama, entre tinieblas, en mi pequeño rincón del inmenso hormiguero que eran aquellos enormes bloques, podía oír con toda precisión los ruidos exteriores. El hueco del patio servía de caja de resonancias… Alguien bajaba la escalera. Probablemente, nuestro vecino, Herr Müller. Era ferroviario y trabajaba en el turno de noche. Oía sus pasos hacerse más débiles, escalón tras escalón; luego cruzaban el patio, sonoros sobre la piedra húmeda. Aguzando el oído, me parecía oír el chasquido de la llave al girar en la cerradura. Un momento después, la inmensa mole del portalón se cerraba con un estampido hondo y hueco. Al poco tiempo, Frau Nowak rompía a toser en la habitación vecina. El lecho de Lothar crujía al revolverse en sueños, murmurando algo confuso y amenazador. Al otro lado del patio, en algún piso, un niño empezaba a llorar. Una ventana golpeaba en lo más hondo del abismo, sordamente, a intervalos regulares. Todo era extraño, misterioso, como dormir en la selva.

El domingo era en casa de los Nowak un día más largo que los otros. El tiempo era malo y no se podía salir. Había que quedarse en casa. Grete y Herr Nowak se pasaban el tiempo vigilando una trampa para gorriones que Herr Nowak había construido y colocado en la ventana. Estaban horas sentados, sin apartar la vista del artefacto, la cuerda que accionaba la trampa en manos de Grete. De vez en cuando, los dos se reían a hurtadillas y me miraban. Sentado a la mesa, yo me reconcentraba ante una cuartilla en la que había escrito: «Pero, Albert, ¿es que no te das cuenta?» Quería seguir con mi novela. Trataba de una familia que vivía en una casona aislada en el campo, rica e infeliz. Se pasaban la vida explicándose unos a otros las causas de su desgracia y algunas de las razones -al menos a mí me lo parecían- eran inteligentes. Pero mi interés por aquella desdichada familia disminuía de día en día. La atmósfera en casa de los Nowak no era precisamente propicia a la inspiración. Otto, en el cuarto de atrás, con la puerta abierta, se divertía colocando cachivaches sobre el brazo de un viejo gramófono, al que ya le faltaba la bocina y el mando del volumen. Se quedaba fascinado con ellos hasta que las chucherías aquellas acababan por perder el equilibrio y se hacían añicos contra el suelo… Lothar limaba llaves y arreglaba cerraduras para los vecinos, con la cara pálida y adusta inclinada en obstinada concentración. Frau Nowak, sin dejar de guisar, iniciaba su habitual sermón a propósito del buen hijo y el mal hijo.

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