Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Los sábados y el domingo por la noche se llenaba el Casino Alexander. Llegaban visitantes de la zona oeste, como si fueran embajadores de otro país. Venían también bastantes extranjeros: holandeses, sobre todo, e ingleses. Los ingleses hablaban a voces, en tono autoritario y excitado. Discutían de comunismo, de Van Gogh y de los mejores restaurantes de la ciudad. Algunos parecían ligeramente asustados; temían quizá morir a cuchilladas en aquella cueva de bandidos. Pieps y Gerhardt se les sentaban a la mesa, imitaban sus acentos y les gorreaban cigarrillos y bebidas. Un hombre con gafas negras de concha y aspecto recio preguntó:

– ¿Estuvisteis en la fiesta estupenda que dio Bill a los cantantes negros?

Y un joven con monóculo murmuró:

– Toda la poesía del mundo está en esa expresión.

Yo sabía lo que sentía aquel hombre en ese momento. Podía simpatizar con él, incluso envidiarle. Pero era triste saber que dentro de dos semanas presumiría de sus experiencias ante un selecto grupo de amigos del club… comprensivos y sonrientes, en torno a una mesa abarrotada de histórica plata y legendario vino de Oporto. Me sentía irremisiblemente viejo.

Por fin los médicos se decidieron: Frau Nowak iría al sanatorio en seguida, antes de Navidad. Lo primero que hizo cuando lo supo fue comprarse un traje nuevo. Estaba feliz y nerviosa como si la hubieran invitado a una fiesta.

– Las enfermeras son muy especiales, sabe usted, Herr Christoph. Si no vamos limpias y arregladas nos castigan (y tienen razón, claro). Estoy segura de que lo pasaré muy bien -Frau Nowak suspiró-. Si pudiese no pensar en la familia… No sé lo que van a hacer cuando yo me vaya, con lo desmañados que son…

De noche se pasaba las horas cosiendo camisetas de franela, sonriente, como una muchacha que espera un niño.

La tarde de mi marcha, Otto estaba muy deprimido -Ahora te vas tú, Christoph. No sé qué va a ser de mí. Puede que dentro de seis meses ya no esté vivo.

– Las cosas no te iban tan mal antes de que yo viniera a vivir con vosotros, ¿no crees?

– Sí… pero ahora madre se va también. Y no creo que padre me dé de comer.

– ¡Qué tontería!

– Llévame contigo, Christoph. Déjame ser tu criado. Te podría ser muy útil, ya verás. Podría hacerte la comida y remendarte la ropa y podría abrirles la puerta a tus alumnos… -Los ojos de Otto empezaron a brillar, admirándose ya en su nuevo papel.- Llevaría una chaquetilla blanca… o quizá mejor azul con botones plateados…

– Me temo, Otto, que eres un lujo que no me puedo permitir en mi situación actual.

– Pero, Christoph, no cobraría sueldo, desde luego -Otto hizo una pausa y pensó que su ofrecimiento había sido demasiado generoso.- Es decir… -añadió prudentemente-, sólo uno o dos marcos para ir a bailar de vez en cuando.

– Lo siento, Otto, no puede ser.

Nos interrumpió el regreso de Frau Nowak. Había vuelto a casa temprano para prepararme una comida de despedida. Traía la bolsa de la compra llena de comestibles. La pobre mujer se había agotado arrastrándola por la escalera. Cerró la puerta de la cocina tras sí con un suspiro y empezó a chillar inmediatamente.

– Vaya por Dios, hombre, ya has dejado apagarse la estufa. ¡Mira que te dejé encargado que le echaras una mirada de vez en cuando! ¿Dios mío, pero es que no se puede confiar en nadie en esta casa para que le echen a una una mano?

– Lo siento, madre -dijo Otto-, me olvidé.

– ¡Claro que te olvidaste! ¿Es que te acuerdas alguna vez de lo que te digo?¡Te olvidaste ! -gritó Frau Nowak, con las facciones crispadas de ira, afiladas como un cuchillo-. Me enterrarán por tu culpa y ésta es la manera de agradecérmelo. El día en que me muera ojalá que tu padre te eche a la calle. Veremos si te gusta. ¡Grandísimo vago, inútil! ¡Vete!, ¿me oyes? ¡Vete!

– Muy bien, de acuerdo. ¿La oyes, Christoph?-Otto se volvió hacia mí, enfurecido. En ese momento, el parecido entre ambos era sorprendente. Eran como dos criaturas poseídas por el demonio.- ¡Se va a arrepentir mientras viva!

Se volvió y entró como una tromba en su habitación, dando un portazo. Frau Nowak fue hacia la estufa y trató de reavivar las ascuas. Le temblaba el cuerpo y tosía violentamente. Traté de ayudarla pasándole trozos de carbón y madera que ella cogía sin dirigirme la palabra, sin mirarme siquiera. Pensé que no hacía más que estorbar, como siempre, me fui a la sala y me quedé estúpidamente parado junto a la ventana, deseando que me tragara la tierra. Todo aquello era excesivo. En el alféizar de la ventana había un trozo de lápiz. Lo cogí y dibujé un pequeño círculo en la madera, y pensé: yo también he dejado mi marca. De pronto, recordé que había hecho lo mismo, años atrás, antes de dejar el colegio en el norte de Gales. En la habitación de atrás hubo un silencio prolongado. Decidí arrostrar el mal humor de Otto y entrar. Aún tenía que hacer las maletas.

Abrí la puerta y vi a Otto sentado en su cama. Estaba mirando fijamente un corte en su muñeca izquierda. La sangre resbalaba por la palma abierta y caía al suelo en gruesos goterones. En la mano derecha, entre el pulgar y el índice, tenía una navaja de afeitar. Se la quité sin que se resistiera. La herida no era grave. Le vendé con su propio pañuelo. Por un momento temí que se desvaneciera. Se apoyó en mi hombro.

– ¿Cómo demonios te las has arreglado para hacerte esto?

– Quería demostrarle… -dijo Otto. Estaba muy pálido. Lo único que había conseguido era llevarse un susto mortal-. No tenías que haberlo impedido, Christoph.

– Idiota -dije furioso. Me había asustado también-. Cualquier día te harás daño de verdad… sin querer.

Otto me obsequió con una mirada de reproche. Sus ojos se llenaron lentamente de lágrimas.

– ¿Qué más da, Christoph? No sirvo para nada… ¿Qué será de mí cuando sea viejo?

– Encontrarás trabajo, seguramente.

– Trabajo…

La simple idea del trabajo le hizo romper a llorar. Sollozaba violentamente mientras se restregaba la nariz con el dorso de la mano.

Saqué un pañuelo del bolsillo.

– Ten. Toma esto.

– Gracias, Christoph… -se secó los ojos tristemente y se sonó. Algo en el pañuelo le llamó la atención. Empezó a examinarlo a la ligera, primero, luego, con gran interés-. Oye, Christoph -exclamó indignado-, ¡este pañuelo es mío!

Una tarde, pocos días después de Navidades, regresé a la Wassertorstrasse. Las luces estaban ya encendidas cuando pasé bajo el arco y entré en la larga y húmeda calle, manchada de nieve sucia. Pálidos reflejos amarillentos escapaban de las tiendas en los sótanos. Un lisiado vendía verduras y frutas en un carretón bajo la luz de un farol de gas. Un grupo de muchachos, la cara sucia y el gesto insultante, miraban pelearse a dos chicos en un portal: una chica gritó sobresaltada cuando uno de ellos resbaló y cayó de espaldas. Mientras cruzaba el patio embarrado, al respirar la pegajosa y familiar podredumbre de las casas, pensé: ¿Cómo es posible que haya vivido aquí alguna vez? Mi cómodo apartamento con cuarto de estar en la zona oeste y mi nuevo trabajo me hicieron de pronto sentirme un extraño en aquel suburbio.

Las luces de la escalera de los Nowak no funcionaban: estaba oscura como boca de lobo. Subí los peldaños a tientas sin mucha dificultad, después de tantas veces, y aporreé la puerta. Hice todo el ruido que pude: a juzgar por las voces, los cantos y los gritos que salían de dentro, estaban celebrando una fiesta por todo lo alto.

– ¿Quién es?-vociferó Herr Nowak.

Christoph.

– ¡Ajá! ¡Christoph! ¡Inglés! ¡Englisch Man! ¡Entra! ¡Entra!

La puerta se abrió de golpe, dejando ver a Herr Nowak, vacilante y a punto de perder el equilibrio, con los brazos abiertos. Detrás de él, Grete, temblando como un flan, lloraba de risa. No había nadie más a la vista.

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