– Oye, Sally, ¿qué aspecto tenía ese tipo?
– Más o menos tu estatura. Pálido. Moreno. Se veía que no había nacido en América porque hablaba con acento extranjero.
– ¿Te acuerdas si te habló de un tal Schraube, que vive en Chicago?
– Espera… ¡Sí, claro que me habló! Me contó una porción de cosas… ¿Pero cómo demonios lo sabes?
– Verás, es que… Mira, Sally, tengo que confesarte algo horrible… No sé si podrás perdonarme…
Aquella misma tarde fuimos a la Alexanderplatz.
La entrevista resultó aún más embarazosa de lo que yo pensara. Para mí, al menos. Si Sally se sentía incómoda no lo demostró en lo más mínimo. Frente a los dos funcionarios de la policía -ambos con lentes- hizo historia de las circunstancias del caso con la misma vivaz impersonalidad con que hubiera podido denunciar un perro perdido o un paraguas extraviado en el autobús. Los funcionarios, que eran evidentemente dos padres de familia, parecían más bien desconcertados. Cada vez que tenían que escribir mojaban y remojaban las plumas en la tinta morada, hacían nerviosos movimientos circulares con los codos y su actitud era seca y ceñuda.
– En lo que respecta al hotel -dijo muy seriamente el de más edad-, ¿supongo que usted sabía, antes de entrar, la clase de hotel de que se trataba?
– No íbamos a ir al Bristol, ¿no le parece?-El tono de Sally era comedido y razonable.- Además, no nos habrían dejado entrar sin equipaje.
– Ah, ¿conque no llevaban ustedes equipaje?-el más joven preguntó con un énfasis triunfal, como si el detalle fuese de decisiva importancia.
La bocamanga con insignias policiales comenzó a deslizarse regularmente sobre el pliego de papel de barba. Urgido por la inspiración, no prestó oído a la respuesta de Sally.
– No acostumbro a llevar maleta cuando un hombre me invita a cenar.
Pero el más viejo se hizo cargo inmediatamente.
– ¿De modo que fue en el restaurante donde ese individuo la invitó a… ejem… a ir al hotel?
– No me lo propuso hasta después de cenar.
– Jovencita -el policía de más edad se retrepó en la silla, paternal y sarcástico-, ¿puedo preguntarle si tiene usted por costumbre aceptar invitaciones de esa especie hechas por desconocidos?
Sally sonrió dulcemente. Era el candor y la inocencia mismos.
– Verá usted, Herr Kommissar, no era un desconocido. Era mi novio.
Aquello les hizo a los dos botar sobre sus asientos. El más joven incluso dejó caer un manchón de tinta sobre la página virgen, posiblemente el único manchón que pueda jamás encontrarse en los inmaculados expedientes del Polizeipräsidium.
– No va usted a decirme, Fräulein Bowles -a despecho de lo seco del tono, los ojos del viejo chispeaban-, ¿no irá usted a decirme que se puso usted en relaciones con un hombre al que había conocido aquella misma tarde?
– Exactamente.
– ¿No le parece… ejem… un tanto insólito?
– Supongo que sí -asintió Sally seriamente-. Pero sabe usted, hoy en día una chica no puede permitirse el lujo de tener a un hombre esperando. Si se le declara y ella dice que no, igual prueba con otra. Con este exceso de mujeres…
Al llegar aquí, el viejo estalló en una carcajada. Echó la silla hacia atrás y se rió hasta ponerse al borde de la congestión. Tardó un minuto en poder hablar. El joven se comportó mucho más decorosamente, sacó un pañuelo y pretendió sonarse; pero los resoplidos pronto se cambiaron en algo parecido a un estornudo que resultó ser una risotada, y muy pronto renunció él también a todo intento de tomar a Sally en serio. El resto de la entrevista se desarrolló con una informalidad de ópera cómica, acompañada de aparatosas demostraciones de galantería. El viejo, sobre todo, estuvo bastante atrevido. Creo que a los dos les molestaba mi presencia. La querían para ellos.
– Y no se preocupe, Fräulein Bowles -le dijeron al despedirnos-, nosotros se lo encontraremos, aunque tengamos que remover Berlín de arriba abajo.
– ¡Bueno -exclamé admirativamente en cuanto estuvimos a solas-, la verdad es que sabes manejarlos!
Sally se sentía muy satisfecha de sí misma y sonrió soñadoramente.
– ¿Por qué lo dices, mi vida?
– Lo sabes tan bien como yo… ¡conseguir que soltasen la carcajada: contarles que era tu novio! ¡Fue una idea genial!
Sally no se rió, sino que se puso un poco colorada y bajó los ojos. Su rostro adquirió una expresión infantil, cómicamente culpable.
– Sabes, Chris, en realidad era verdad.
– ¡Que era verdad!
– Sí, amor mío.
Ahora, por primera vez Sally estaba de veras azarada y empezó a hablar muy de prisa.
– Es que no podía contártelo esta mañana después de todo lo que había pasado, habría parecido tan idiota… Cuando estábamos en el restaurante me pidió que me casase con él y yo le dije que sí… Sabes, como trabajaba en el cine, pensé que estaba acostumbrado a los noviazgos rápidos: después de todo, en Hollywood lo hacen así… Y como era americano nos habríamos podido divorciar fácilmente, en cuanto quisiéramos… Y habría sido muy bueno para mi carrera (si hubiese sido verdad, claro), ¿no te parece?… Teníamos que casarnos hoy, si podíamos arreglarlo… Parece tan absurdo al pensarlo ahora…
– ¡Pero, Sally! -Me paré y me quedé mirándola. Y no tuve más remedio que reír.- Bueno, verdaderamente… ¡Eres el ser más extraordinario que he conocido en mi vida!
Sally se rió como un niño travieso que descubre que ha hecho gracia a los mayores.
– ¿Verdad que siempre te había dicho que estaba un poco chiflada? Me figuro que ahora te convencerás.
Pasó más de una semana antes de que tuviésemos noticias de la policía. Por fin, una mañana vinieron dos detectives a verme. Habían localizado y tenían bajo vigilancia a un hombre joven que respondía a nuestra descripción. Conocían sus señas pero deseaban que lo identificase yo antes de detenerle. ¿Querría hacerles el favor de acompañarles a una cafetería de la Kleiststrasse? Solía ir allí casi todos los días a esta hora. Yo se lo señalaría y me marcharía inmediatamente, sin ningún escándalo ni molestia.
La idea no me gustaba, pero no había modo de escapar. Fuimos al sitio, que estaba lleno, porque era la hora del almuerzo, y le descubrí casi inmediatamente: estaba en la barra, junto a la bandeja del té, con una taza en la mano. Visto así, solo y desprevenido, me pareció patético, peor vestido y más joven, casi un muchacho. A punto estuve de decir que no estaba, ¿pero de qué habría servido? Le cogerían de todas maneras.
– Sí, es aquél -dije a los detectives-. Allí.
Asintieron. Di la vuelta y salí corriendo a la calle, lleno de vergüenza y diciéndome que nunca en mi vida volvería a colaborar con la policía.
Sally vino a verme pocos días después y me contó el resto de la historia:
– Tuve que ir a verle, claro… Tenía el aspecto de un desgraciado y me hizo pensar que yo era una bestia. Lo único que me dijo fue: «Creí que éramos amigos». Le habría dicho que se quedase con el dinero, pero se lo había gastado todo. La policía dice que no ha estado nunca en Estados Unidos y que no es americano, que es polaco… Menos mal que no le procesarán. Le ha reconocido el médico y le van a enviar al psiquiátrico. Espero que allí le traten bien…
– ¿Así que estaba loco, después de todo?
– Supongo que sí. Una especie de loco tranquilo… -Sally sonrió.- No resulta muy halagador para mí, ¿verdad?¡Oh, Chris! ¿Y sabes qué edad tenía? ¡No te lo puedes figurar!
– Unos veinte años, supongo.
– ¡Dieciséis!
– ¡Qué tontería!
– Sí, de veras… El caso habría tenido que ir al tribunal de menores.
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