Christopher Isherwood - Adiós A Berlín
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Bien, el mal ya estaba hecho. No quedaba otra cosa que hacer sino olvidar el asunto. Y, desde luego, ni pensar en ver a Sally otra vez.
Una mañana, alrededor de diez días después, recibí la visita de un hombre joven, tez pálida y pelo negro, que hablaba corrientemente en americano, con un ligero acento extranjero. Se llamaba, según dijo, George P. Sandars, y había visto mi anuncio de clases de inglés en el B. Z. am Mittag.
– Cuándo desea usted empezar?-le pregunté.
El joven meneó la cabeza apresuradamente y dijo que no, que no venía a eso. Un tanto decepcionado, me dispuse a escuchar cortésmente el motivo de su visita, pero no parecía tener prisa en explicármelo. En lugar de ello aceptó un cigarrillo, se instaló en una silla y empezó a hablarme calmosamente de Estados Unidos. Me preguntó si conocía Chicago. Le dije que no. ¿Pero conocería de oídas a James L. Schraube? ¿Tampoco? Mi joven visitante exhaló un apagado suspiro. Daba la impresión de ser muy paciente conmigo y con el mundo en general. Seguramente había sostenido ya aquella conversación con muchas otras personas. James L. Schraube, según explicó, era un tipo muy importante en Chicago, propietario de una cadena de restaurantes y de varios cines, de dos casas de campo y de un yate en el lago Michigan. Y además tenía nada menos que cuatro automóviles. Al llegar a este punto empecé a tamborilear con los dedos en el tablero de la mesa. El rostro de mi visitante adquirió una expresión apenada. Se excusó por robar mi valioso tiempo. Me había hablado de Mr. Schraube, según dijo, porque había pensado que me podía interesar -su tono era de cortés reproche- y porque Mr. Schraube, de conocerle yo, con toda certeza me habría garantizado la honorabilidad de su amigo Sandars. Bien, de todas maneras…, ¿no podría yo prestarle doscientos marcos? Necesitaba el dinero para montar un negocio: una oportunidad única, que se perdería si no encontraba ese dinero antes de mañana por la mañana. Si le daba el dinero volvería aquella misma tarde con documentos para demostrarme que se trataba de un proyecto serio. Y me lo pagaría al cabo de tres días.
¿No? Bueno… No pareció sorprenderse en exceso. Se levantó inmediatamente, como un comerciante que ha malgastado veinte valiosos minutos con un posible cliente: quien salía perdiendo era yo y no él, parecía insinuarme cortésmente. En la puerta ya, se detuvo todavía un momento: Por casualidad no conocería yo a alguna actriz de cine? Me dijo que para ayudarse viajaba con una nueva crema facial, especialmente preparada para combatir la sequedad del cutis producida por los focos de los estudios. La utilizaban ya todas las estrellas de Hollywood, pero en Europa era desconocida. Si pudiese encontrar media docena de actrices que la recomendaran, se les haría un suministro permanente con un cincuenta por ciento de bonificación.
Vacilé un momento y luego le di las señas de Sally. No sé bien por qué lo hice. En parte, claro está, para quitármelo de encima, pues parecía deseoso de sentarse otra vez y seguir con la conversación. Quizá, también, por malicia. A Sally no le sentaría mal tener que aguantar una o dos horas de charla: ¿no me había dicho que le gustaban los hombres con ambición? Puede que incluso le regalase unos tarros de crema facial -si es que existían-. Y si le pedía los doscientos marcos, tampoco importaba mucho. El tipo era incapaz de engañar a un niño.
– De todos modos -le advertí-, no diga que va de mi parte.
Asintió inmediatamente con una leve sonrisa. Sin duda tenía alguna explicación particular suya para mi petición, porque no pareció extrañarle en lo más mínimo. Se despidió con un cortés sombrerazo desde la escalera. A la mañana siguiente me había olvidado por completo de su visita.
Unos pocos días más tarde me llamó Sally. Tuve que interrumpir la clase que estaba dando para acudir al teléfono y estuve muy poco amable.
– ¿Eres tú, Christopher, mi vida?
– Sí.
– ¿Puedes venir a verme ahora mismo?
– No.
– Oh… -mi negativa la había desconcertado. Hubo una pausa antes de que prosiguiera, con forzada humildad-. ¿Supongo que estarás muy ocupado?
– Sí. Mucho.
– Bueno… ¿Te importaría que fuese a verte ahora?
– ¿Para qué?
– Chris -la voz de Sally era desesperada-, no puedo explicártelo por teléfono… Es una cosa muy seria, de verdad.
– Ah, ya comprendo -me esforcé en decirlo con todo el retintín posible-, otro artículo para una revista, me figuro.
Pero en cuanto lo hube dicho los dos rompimos a reír.
– ¡Chris, eres un canalla! -La voz de Sally tintineó alegremente en el receptor; pero en seguida se reprimió.- No, mi vida, te lo prometo. Esta vez es algo terriblemente serio, muy serio de verdad -y al cabo de un momento añadió dramáticamente-: Y tú eres la única persona que puede ayudarme.
– Bueno. Está bien… -Me di por vencido.- Ven dentro de una hora.
– Verás, mi vida, empezaré por el principio, ¿no crees?… Ayer por la mañana me llamó un tipo para preguntar si podía venir a verme. Dijo que era para un negocio muy importante, y como sabía mi nombre, y todo, le contesté que sí, que viniera en seguida… Así que vino. Dijo que se llamaba Rakowski, Paul Rakowski, que era agente en Europa de Metro-Goldwin-Mayer y que venía a hacerme una oferta. Me contó que estaban buscando una actriz inglesa que hablara alemán, para trabajar en una comedia que iban a empezar a rodar en la Riviera italiana. Todo parecía completamente verdad, porque me dijo quiénes eran el director y el cameraman , y el director artístico y quién había escrito el guión. Claro que era la primera vez que yo oía sus nombres. Pero eso no es tan raro; en realidad, así sonaba mucho más verdadero, porque la mayoría de la gente habría dicho algún nombre de los que salen en los periódicos… Bueno, me dijo que después de verme estaba convencido de que yo era el tipo justo para ese papel, y que de hecho me lo daba ya si las pruebas salían bien… Así que yo estaba encantada y le pregunté que cuándo podríamos hacerlas y él me dijo que dentro de un día o dos, porque tenía que ponerse de acuerdo con la gente de Ufa… Entonces empezamos a hablar de Hollywood y me contó muchísimas historias (supongo que podían ser cosas que había leído en revistas de cine, pero estoy segura de que no) y me explicó cómo hacen la sonorización y los efectos especiales. En realidad fue de lo más interesante y tiene que haber estado en muchísimos estudios. Y cuando terminamos con Hollywood empezó a contarme cosas del resto de América, y de la gente que conocía, y de los gángsters y de Nueva York. Me dijo que acababa de llegar de allí y que su equipaje estaba todavía en Hamburgo, en la aduana. La verdad es que yo había estado pensando que era un poco raro que fuese tan mal arreglado, pero cuando me dijo eso, claro, me pareció lo más natural… Bueno, me tienes que prometer que no te vas a reír, Chris, porque si no no podré contarte lo que viene ahora. Verás, luego empezó a hacerme el amor de un modo apasionadísimo. Al principio me incomodé con él, por mezclar los negocios con la vida privada. Pero al cabo de un rato ya no me importó: era bastante atractivo, un poco al estilo eslavo… Acabó por invitarme a cenar con él, así que fuimos a Horcher donde nos dieron maravillosamente de cenar (ese es el único consuelo). Y cuando nos traen la cuenta va y dice: «Por cierto, amor mío, ¿podrías dejarme trescientos marcos hasta mañana? Sólo llevo dólares y tengo que cambiarlos en el banco». Y claro, se los dejé: para colino de mala pata yo llevaba aquella noche mucho dinero… Y entonces dijo: «Vamos a pedir una botella de champaña para celebrar tu contrato». Dije que bueno, y me figuro que en aquel momento ya debía de estar bastante colocada, porque cuando me pidió que pasara la noche con él le dije que sí. Fuimos a uno de los hotelitos de la Augsburgerstrasse…, he olvidado el nombre, pero es muy fácil saber cuál era… Un sitio de lo más sórdido… De todos modos, casi no recuerdo lo que pasó después. Fue esta mañana temprano cuando empecé a darme cuenta de las cosas, mientras él seguía durmiendo, y a pensar si todo aquello no era un poco raro… No me había fijado antes en su ropa interior, pero era de lo más chocante. Una se figura que un hombre de cine importante lleva calzoncillos de seda, ¿no te parece? Bueno, los suyos eran la cosa más extraordinaria, como de pelo de camello o así; podían haber sido los de san Juan Bautista. Y llevaba un alfiler de corbata de esos de Woolworth. No es que sus cosas fuesen viejas: se veía que de nuevas tampoco habían valido mucho… Estaba pensando en saltar de la cama y echarle un vistazo a los bolsillos, pero se despertó y ya no pude. Pedimos el desayuno… No sé si se creía que yo estaba locamente enamorada de él después de aquella noche, o si ya no tenía ganas de molestarse en disimular, pero por la mañana era una persona completamente distinta, un golfo de lo más vulgar. Tomaba la mermelada con cuchillo, y naturalmente la mayor parte se le fue a las sábanas. Y al sorber los huevos hacía un ruido tan terrorífico que me eché a reír, y él se enfadó… Luego dijo que quería cerveza. Bueno, le dije yo, llama abajo y pídela. La verdad es que empezaba a estar un poco asustada, porque se había puesto a dar unos berridos completamente primitivos. Estaba segura de que era un loco. Así que pensé que lo mejor era seguirle la corriente… El caso es que le pareció una buena idea y descolgó el teléfono y estuvo hablando no sé cuánto tiempo y se puso hecho una fiera, y me dijo que se negaban a subir cerveza a las habitaciones. Ahora me doy cuenta que seguramente todo aquello era teatro y que tenía bajada la palanca. Pero lo hizo muy bien, y además yo estaba demasiado asustada para darme mucha cuenta. Estaba viendo que igual me asesinaba si no le daban su cerveza. Por fin se calmó y dijo que iba a vestirse para bajar a buscarla. Le dije que muy bien… Así que estuve esperando, esperando, pero no volvía. Hasta que al final llamé al timbre y pregunté a la camarera si le había visto salir. «Oh, sí, el señor pagó la cuenta y se marchó hace una hora… Dijo que no la molestáramos.» Me cogió tan de sorpresa que no pude decir más que muy bien, que muchas gracias… Lo más gracioso es que estaba tan convencida ya de que estaba loco que no se me había vuelto a pasar por la cabeza que se trataba de un timo. A lo mejor eso es lo que él quería… En fin, de loco no tenía un pelo, porque miré en el bolso y me encontré que se había llevado todos los billetes, y además el cambio de los trescientos marcos que le presté la noche anterior… Lo que me pone más furiosa de toda la historia es que él haya pensado que no le denunciaría, por vergüenza. Le voy a demostrar que se equivoca.
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