– Bueno, entonces, ¿quién más? -Gaskell se regodeaba, nunca se contentaba con dejar correr un asunto. Madden se arrepentía ya de lo poco que le había contado.
– Nadie, solo esos.
– Eres un tipo muy raro, tarado, ¿lo sabías? -dijo Gaskell, y vació en una papelera el platillo de hojalata que le servía de cenicero.
Madden dejó pasar aquel comentario, pero la idea lo turbó.
– ¿Qué haces? -preguntó mientras cambiaba de postura, sentado en la silla del vecino, embutido en un rincón junto al techo inclinado del cuarto, más parecido a un armario, que Gaskell habitaba en la calle Wilton.
Gaskell rebuscaba entre la ceniza y las colillas.
– Me he quedado sin tabaco -dijo.
– ¿No tienes dinero? -preguntó Madden.
Gaskell resopló.
– En este momento estoy como Billy Bunter [8].
– ¿Cómo?
– Esperando un giro postal. El que nunca llega.
– La semana pasada tenías dinero. Yo lo vi. ¿Qué has hecho con él?
Gaskell levantó la mirada. Tenía las uñas negras de estrujar las colillas que había sacado de la papelera para extraer las hebras de tabaco que aún quedaban intactas.
– Lo di -dijo, y guiñó un ojo.
– ¿Que lo diste? ¿A quién?
Gaskell movió la cabeza de un lado a otro.
– La propiedad es un robo, Hugh.
– El dinero no es ninguna propiedad. ¿Cómo vas a comprar comida? ¿Y a pagar la calefacción?
– Ya te lo he dicho, estoy esperando un giro postal.
– ¿De quién?
– De mi benefactor misterioso, ¿de quién va a ser? -Echó un poco de tabaco en una tira de papel arrancada de una esquina del periódico, lo enrolló y se lo llevó a los labios. Al hacerlo, ignoraba que el tabaco se salía por el otro lado y caía al suelo. Encendió en pitillo liado, inhaló y aquella cosa se quemó entera, hasta las puntas de sus dedos, y tuvo que tirarla a la moqueta.
– Mierda -dijo.
Levantó la vista hacia Madden y se pasó los dedos sucios por el pelo crecido. Madden sintió que un turbador impulso paternal lo embargaba y procuró quitárselo de la cabeza.
Gaskell se ponía el mismo traje hasta que estaba mugriento, ahorraba algunos peniques con los cascos de cerveza de jengibre que devolvía y comía solo esporádicamente. Era penosamente pálido y delgado y se quedaba sentado, semivestido con unos vaqueros muy viejos, una camiseta y una chaqueta de lana basta, mientras el traje daba vueltas y más vueltas en la lavandería. Habría sido insoportable para Madden vivir como vivía su amigo, pero, inexplicablemente, Gaskell parecía ajeno a las miradas que recibía cuando Madden lo obligaba a llevar su único traje a lavar. Madden se quedaba sentado y deseaba que los demás clientes que esperaban mantuvieran fija la mirada en sus lavadoras, por miedo a que lo asociaran con el mendigo de la chaqueta de lana. Con frecuencia, era él quien le daba el dinero y Gaskell se quedaba sentado, taciturno y resentido, mientras sus ropas se lavaban. Madden no lo entendía en absoluto. Los giros de dinero parecían ir y venir, y Gaskell había disuadido a Madden de preguntarle por su familia. Solo decía que formaban parte del «sistema» y que no quería tratos con ellos. Madden solo pudo sonsacarle que había crecido en el sur, cerca de Gales, y que se había ido al norte para fastidiarlos.
– Entonces, no hubo otros, después de ese tal Aduman -dijo-. ¿Estás seguro? ¿Seguro que no me estabas siguiendo antes del baile?
– Por el amor de Dios, fuiste tú quien me siguió.
– Es cierto. -Gaskell asintió con la cabeza y echó mano de la botella de Grouse. Se sirvió un par de dedos y pasó la botella a Madden-. Debiste echarme mal de ojo. Y a la encantadora Kathleen también. ¿Qué pasó con ella?
– Nada. No pasó nada con ninguno de ellos. -Se abstuvo de mencionar a Rose-. ¿Qué pasó con tus padres? ¿Qué está pasando con Carmen Alexander?
Aquello lo haría callar. Pero quizá eso fuera ser demasiado optimista. Últimamente, desde luego, eso parecía.
Un encuentro casual tras un acto constituyente fortuito, ¿podría haberse descrito así? Hola, sí, es un placer conocerte, oinc oinc. Ah, ¿Rose, dices? Vaya, encantado, claro. Sencillamente encantado. Igualmente.
Kathleen había salido de la habitación para ir al baño a ocuparse de «cosas íntimas de mujeres». Madden supuso que se refería a un lavado vaginal. Entretanto, su compañera de cuarto echó la llave. No soportaba sus lloriqueos, le dijo a Madden. Los dos oían a Kathleen arañar la puerta, pidiendo entrar, hacía frío allí fuera y las formas del pasillo la asustaban. La chica de la otra cama había vuelto a encender la lámpara de la mesita de noche y Madden y ella mantenían la mirada estudiadamente apartada el uno del otro y fija en las protuberancias y bultos, misteriosos y atractivos, del papel de la pared.
Al cabo de un rato, Kathleen dejó de suplicar y Madden se preguntó vagamente si seguiría viva allí fuera y por qué a la chica de la otra cama de hierro le caía tan mal.
Rose. Ya entonces le gustó el nombre. Pero no estaba tan seguro de que le gustara la curiosa personalidad a la que pertenecía. Había algo, sin embargo.
Bueno, ¿iba a cuidar de Kathleen?, preguntó ella, y se incorporó sobre un codo para mirarlo. ¿Iba a ocuparse de ella?
Él, naturalmente, se sentía penosamente avergonzado. Nunca había imaginado que fuera a tener público en su primera actuación profesional. Hasta esa noche, se había especializado en solos, y ello raramente. Había sido una experiencia extraña, los últimos momentos no tan dulces como lo habían inducido a creer y los penúltimos nada sabrosos. Ignoraba qué habría obtenido Kathleen de él. Una salpicadura de fluidos, una cucharadita, poco más o menos, de su tinta infecciosa. Un millón de espermatozoos contaminantes. Estaba contento, a pesar de la crueldad del hecho en sí, de que Rose le hubiera cerrado la puerta. Era desagradable tener que oír los gruñidos de acoplamientos ajenos. Desagradable y envilecedor.
No podía soportarla, dijo ella. Y Madden debería tener cuidado con ella; ese año ya se había convencido tres veces de que estaba embarazada.
Madden. Se llamaba así, ¿no? Curioso nombre, Madden. Pero tendría un nombre de pila, ¿no?
– Hugh -dijo él-. Pero todo el mundo me llama Madden.
No estuvieron toda la noche hablando. Las horas no pasaron volando mientras se contaban la historia de sus vidas. Nada de eso. Rose parecía menos aún una amante en potencia que Kathleen. No era, desde luego, su alma gemela. Aun así, se sintieron atraídos: quizá por complicidad, quizá por un mutuo sentimiento de seguridad en su exclusión paralela. Eso era, en realidad. Eran compañeros de exilio.
Madden, aunque tratara de negarlo, había visto en Gaskell algo semejante a una puerta abierta, un camino de retorno, pero su atracción por Rose era de índole completamente distinta. Un modo de mirar a través de la ventana a la gente que se calentaba junto al hogar, sin sentir, al mismo tiempo, el frío de fuera. Ella se sentía cómoda en su exclusión: se había exiliado, pero podía volver en cualquier momento. Hasta su forma de cerrar la puerta a su compañera de cuarto parecía proclamar su independencia. Madden lamentaba no poder ser tan original como ella, no poder ver más allá de los Dizzy y las Carmen y todos los demás que poblaban el mundo. Deseaba para sí mismo el desapego de Rose. Era siempre más fácil estar solo, siempre más fácil confiar en el comportamiento aprendido, sobre todo si ese comportamiento no había sido nunca una elección.
Solitario. Su padre le había enseñado el significado de aquella palabra mientras Madden yacía despierto bajo las mantas y escuchaba los ruidos animales procedentes de la habitación de al lado (en la mano, un trozo de carne fría en conserva robado del plato). Se comía lentamente la carne y una sensación sumamente extraña iba formándose dentro de él. Los ruidos eran infrecuentes y guturales. Oorj. Arrj. Oing…
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