Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Me examiné las manos. ¿Las heridas eran reales? Me levanté, entré en el baño y las dejé bajo el agua un instante. El fondo del lavabo se coloreó de rojo. Estaba verdaderamente herido. Era sangre de verdad. Pegajosa.

No era esquizofrénico, no era esquizofrénico, no, no, no. Todo encajaba.

En el fondo, habría preferido que no hubiera sido así. Habría preferido tener la certidumbre de ser víctima de una nueva alucinación, haber sido el bueno de «Vigo Ravel, treinta y seis años, esquizofrénico». Simplemente. Pero todo encajaba.

El problema era que la realidad era mucho más angustiosa que una alucinación. No conseguía alcanzar cierta tranquilidad de espíritu. «Espíritu sano. ¿El espíritu santo? Las ideas en orden. ¿No están en su sitio? Desplazadas. Las ideas desplazadas. Las ideas, un poco demasiado a la izquierda. No os mováis más, ideas. Siéntate. Túmbate. Las alucinaciones auditivas, señor Ravel, se deben a un aumento funcional de las áreas del lenguaje, en las partes frontales y temporales izquierdas del cerebro. Un cerebro lento. Un cerebro volante. Un ciervo volante. Que vuela. Muy alto. Muy por encima de la media. Cuidado con la caída. Es mi angustia escatológica. El Homo sapiens está en proceso de extinción. De extinción. De extenderse. Tierno. No es tierno.»

Entrada la madrugada, creo que seguía sin dormir, y acabé por hundirme en un sueño agitado. Sacudido de vez en cuando por sobresaltos de angustia, me levanté bañado en sudor pasado el mediodía. No había apagado el televisor, pero mi visión era turbia, así que no conseguía enfocar para ver correctamente las imágenes. Me froté los ojos. No había nada que hacer.

Me levanté de un bote, me fui al baño para asearme un poco. Me miré en el espejo. Mi vista volvió a la normalidad. «¡Vigo, piensa, reflexiona! ¡Reponte! ¡Todo esto no es más que una gigantesca alucinación! Una crisis aguda, es todo. Te perdiste la inyección de neurolépticos de los lunes por la mañana, ahí lo tienes. ¡Estás desbarrando, pedazo de esquizo! ¡Pedazo de puto esquizo de mierda!»

Toqué a la puerta del lavabo, después abrí el botiquín y me tomé dos comprimidos de Leponex para las alucinaciones y dos de Depamida para el humor: un cóctel de probada eficacia para mis crisis más graves. En tan sólo unos minutos haría efecto.

Cuando volví al salón, un periodista sentado en mi sillón estaba entrevistando a uno de los responsables de la seguridad del barrio de la Défense. Era un tipo austero. Cogí un cigarrillo y me senté junto a ellos.

– … autoridades hablaban ya de más de mil trescientos muertos, en su última conferencia de prensa. ¿Se sabe ya cuántas personas había en la torre en el momento de la explosión?

– Todavía es un poco pronto para decirlo. En el mes de agosto, la afluencia a las oficinas baja sensiblemente. Pero, en general, en verano, hay al menos dos mil personas que vienen a trabajar por la mañana…

– Entonces, en su opinión, ¿podría haber al menos dos mil víctimas?

– Por el momento no puedo pronunciarme al respecto… Tan sólo esperamos que haya las menos posibles, y compartimos el dolor de las familias…

– ¿Quién había en la torre en el momento de las explosiones?

– Estaba el personal de la torre, evidentemente, y sobre todo los empleados de la oficina.

– ¿Cuántas sociedades albergaba la torre SEAM?

– Unas cuarenta.

– ¿De qué lectores?

– Desde luego, está la sede social de la SEAM, propietaria de la torre, que es una sociedad europea de armamento. Pero la empresa alquilaba una buena parte de los locales a otras compañías, principalmente, a empresas privadas. En general eran sociedades de servicios, de seguros de SSII, ese tipo de cosas…

Fruncí el ceño. ¿Principalmente, empresas privadas? ¿Y qué pasaba con el gigantesco gabinete médico que ocupaba todo el último piso? El gabinete Mater. ¿Por qué no lo mencionaba?

El doctor Guillaume… Su rostro me vino a la memoria, y los otros dos desaparecieron de mi sofá.

Ah, si tan sólo estuviera allí mi psiquiatra… ¡Él podría tranquilizarme! Me ayudaría a reencontrarme, a identificar mi alucinación y no dejarme llevar por la locura. Y entonces volvería a ser un esquizofrénico como los demás. Un buen y tierno esquizofrénico. Pero había que rendirse a la evidencia. El doctor Guillaume debía de estar muerto a esas horas. Aplastado bajo los escombros, carbonizado. Y, ahora, yo era el único juez de mi realidad. El único, el único, el único.

Cerré los ojos e imaginé el cuerpo calcinado de mi psiquiatra. No llegó a parecerme triste, sino más bien dramático. Egoístamente, me preguntaba cómo iba a poder recuperar mi historial médico. ¿Cómo iba alguien a poder revisar mi diagnóstico si no disponían de las notas de mi psiquiatra de los últimos quince años?

Alejé esa idea de mi cabeza. Era indecente pensar en mi historial médico cuando el doctor Guillaume estaba muerto sin ninguna duda. Un pequeño montón de cenizas. Entonces me di cuenta de que mis padres se iban a hundir cuando se enteraran del fallecimiento del psiquiatra.

Mis padres… Pensé en ellos. ¿Cómo es que no habían llamado todavía? Sabían que iba todos los lunes por la mañana a aquella torre. ¿Tal vez todavía no se habían enterado del atentado? Durante sus vacaciones, en la casita que alquilaban en la costa, eran capaces de no ver la televisión, ni leer los periódicos durante varios días. A aquella hora, seguramente se estaban tomando un cóctel al borde de su piscina, sin preocuparse ni por un instante de que su hijo hubiera sobrevivido al más terrible atentado jamás cometido en suelo francés.

De todos modos, no tenía con mis padres, Marc e Yvonne Ravel, una relación muy calurosa; no obstante, parecían interesarse por mi suerte, a su manera, en todo caso, lo suficiente como para alojarme y animarme a ver al doctor Guillaume una vez a la semana, por ejemplo. Digamos que manteníamos una relación respetuosa y cordial, que se ocupaban de mí sin lamentarme por mi deficiencia psicológica, pero sin demostrarme, no obstante, un afecto desbordante. No había nada de pasión. El hecho de que no tuviera ningún recuerdo ni de mi infancia, ni de mi adolescencia, no facilitaba, sin duda, las cosas, ni a ellos, ni a mí. No había buenos recuerdos que compartir, ni vacaciones, ni celebraciones, ni fiestas de familia… No recordaba nada y me sentía diferente a ellos, casi un extraño.

Me gustaría hablar largamente sobre mi padre, sobre mi madre, pero sinceramente tengo la impresión de no conocerlos. Es terrible: sería incluso incapaz de decir su edad. No sé nada ni de su pasado ni de su infancia. No sé cómo se conocieron, ni dónde y cuándo se casaron, en resumen, todas esas cosas que los niños saben y que un día comprenden.

Por lo general, teníamos poca relación. De todas maneras, prácticamente no tenía relación alguna con nadie, aparte de con mi jefe y mi psiquiatra, sólo tenía relaciones… de tipo profesional.

Los fines de semana, mis padres salían de la ciudad. Yo me quedaba solo en París, feliz por poder disfrutar del apartamento, encerrado en mi acostumbrada soledad. Entre semana, cuando volvía por la tarde de trabajar, ya habían cenado Y mi madre me dejaba algo de comer en la cocina. Cenaba solo, en la mesita de contrachapado, distinguiendo a lo lejos el ruido de la televisión de su habitación. A veces, los oía discutir. No podía evitar pensar que yo era el motivo de la mayor Parte de sus peleas. Mi nombre aparecía regularmente en la conversación. Tras unos minutos, mi padre gritaba más fuerte y se acababa. Parecía tener el argumento final para zanjar siempre el debate. Y mi madre se resignaba. A menudo me cruzaba con ella en el salón, después de aquellas peleas. Comentábamos alguna banalidad, casi enfadados. Ella parecía triste, pero yo no conseguía compadecerme de ella. Le dirigía una sonrisa vacía y después me solía ir a mi habitación, donde me encerraba hasta el día siguiente. Allí, leía libros, montones de libros, sobre los que tomaba notas, montones de notas, y finalmente, acababa durmiéndome intentando no pensar. Ese aislamiento era para mí la mejor manera de olvidar las voces de mi cabeza. No dejaba de ser algo siniestro, soy consciente, pero al menos no me sentía oprimido. Y, aunque, desde luego, había en lo más hondo de mí un ser que soñaba con algo diferente, había acabado por acostumbrarme. De todas formas, los efectos secundarios de mis neurolépticos no me incitaban a hacer nada más. Mis padres, tampoco, por otra parte.

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