Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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A veces, me decía que eran tan letárgicos como yo. Me hacían pensar en las caricaturas de jubilados que se ven en los anuncios de los seguros de defunción, salvo por la sonrisa ficticia.

Pasada con creces la sesentena, ambos habían trabajado durante toda su vida en un ministerio; eso lo sabía. Pero no estaba seguro de en qué ministerio. Siempre hablaban de «el ministerio». Y mis recuerdos no llegaban lo suficientemente lejos. Hasta donde llegaba mi memoria, siempre habían estado jubilados.

En cierto sentido, eso me iba bien. De repente, me pregunté qué habría hecho si hubiera tenido unos padres más presentes, o, incluso, más afectuosos. Me pregunto si eso no me habría agobiado, si no habría sido peor.

A pesar de todo, decidí en ese momento que tenía que avisarlos; decirles que estaba vivo, al menos les debía eso.

Cogí el teléfono y marqué el número de la casa de vacaciones. Nadie respondió. Dejé sonar durante más tiempo, por si estaban lejos del aparato, pero no. Nada. Debían de haber salido. Solté un suspiro y volví a colocar el auricular.

Durante un instante, me pregunté si aquello era real. Empecé a tocarme la mejilla con la mano. Sentí los pelos duros de mi incipiente barba. ¿Era ésa mi mejilla? Acaricié mi vientre hinchado por los neurolépticos. ¿Era mío de verdad? ¿Yo era aquel tipo grande de pelo negro, un poco grueso, ancho de espaldas y de gesto desmañado? ¿De verdad estaba allí, en el apartamento de la Rue Miromesnil? Y mis padres ¿estaban de verdad en la costa? ¿De verdad era agosto? ¿Había sucedido realmente el atentado? ¿Había sobrevivido? ¿Había sido gracias a las voces en mi cabeza?

«Esas voces en mi cabeza. Cabeza, cabeza, cabeza.»

Y entonces, volvía la única pregunta de verdad. Redundante, obsesionante, penosa, dificultosa.

«¿Soy esquizofrénico, sí o no?»

Me eché a llorar suavemente. Era un lloro perdido, malgastado, infantil. No conseguía juzgar la validez de mis puntos de referencia y anclarme con seguridad en la realidad. Daba igual en cuál. Y eso me entristecía y me hacía sentir desamparado. Tenía ganas de refugiarme en mi interior, detrás del velo de mis lágrimas, pero no estaba seguro de estar solo allí. Aquellas voces podían volver a acosarme, en todo momento. Las palabras del doctor Guillaume me volvían a la cabeza como una vieja regañona cuya voz hubiera estado grabada en un magnetófono anticuado. «Sufre distorsiones tanto en su pensamiento como en su percepción, Vigo. Pero intente no encerrarse en usted mismo. Eso les pasa muy a menudo a las personas que sufren sus mismos problemas. La alteración de su contacto con la realidad no debe empujaros a la exclusión…»

No excluirse de la realidad. ¿Cómo se hace eso?

Me sequé algunas lágrimas que habían resbalado por mis mejillas. Miraba de nuevo la televisión. ¿Eso era la realidad, lo que salía en aquel pequeño aparato, las voces y las imágenes?

Pero, entonces, ¿por qué esos condenados periodistas no hablaban del gabinete médico del último piso? Todo era muy extraño. El gabinete era grande y, según mis padres, gozaba de una buena reputación. Había muchos médicos en esos locales, me había cruzado con decenas de ellos, y un montón de aparatos de análisis… ¡Eso debería haber interesado a los periodistas! Y era asombroso que nadie hablara del doctor Guillaume…, «el mejor psiquiatra de todo París».

En lugar de eso, filmaban a pobres personas que desfilaban por la Défense: unos con fotos de un desaparecido, que mostraban a los bomberos, a los policías, con aspecto desesperado; otros que consultaban las primeras listas oficiales de las víctimas, que estaban colgadas cerca del puesto médico avanzado.

De repente, se adueñó de mí la idea de volver al lugar. Tal vez el nombre del doctor Guillaume estaba escrito en las listas, o tal vez había sobrevivido… ¿Por qué no? Si aquella mañana había llegado tarde, él también podía haberse escapado de las bombas.

Necesitaba saberlo. No era razonable, sin duda, las esperanzas eran pocas, pero necesitaba saberlo. El doctor Guillaume era la única persona que podía ayudarme. Él era el único vínculo que podía volver a unirme a la realidad. El único que podría decir si era o no esquizofrénico. Tenía que verlo. Si estaba vivo, podría explicarle cómo me habían salvado las voces del atentado. Él me creería, o si no, me lo explicaría. Él sabría qué hacer.

Sin pensarlo más, me levanté y abandoné el apartamento.

13.

Esa vez, cogí un taxi. -¿Qué le ha pasado?

Me di cuenta de repente de que debía de tener un aspecto lamentable.

– He estado en los atentados.

El chófer me lanzó una mirada de asombro. Miró mi ropa cubierta de sangre y de suciedad.

– ¡Dios mío! -soltó-. Usted está herido…

– Nada grave…

– ¿Y no ha ido al hospital?

– No, tengo que volver allí.

– ¿A la Défense? -Sí.

– Pero todo el sector está cerrado, señor.

– Tengo que ir. Tengo… Tengo familia que ha desaparecido allí -mentí-. Quiero volver. Lléveme lo más cerca posible, por favor.

El taxista dudó durante un momento antes de acceder. Debió de apiadarse de mí y pensar que estaba en estado de choque. De hecho, no se equivocaba del todo.

Era un magrebí de unos cincuenta años. Tenía una mirada alegre, que desprendía una generosidad muda, con bonitas arrugas alrededor de los ojos.

Arrancó sin esperar más y se dirigió hacia la Porte Maillot, mirando regularmente por su retrovisor. Yo veía su mirada de inquietud en el pequeño espejo rectangular. Tenía miedo de hablar. Hice todo lo posible para no continuar la conversación. Tapándome la boca con la mano y con la cabeza apoyada en el cristal, miraba a la gente que estaba fuera en sus coches, en las aceras, cada uno con su propia realidad. Había madres con sus niños, parejas, ancianos…, cada uno con su vida. Todas aquellas trayectorias invisibles que apenas eran visibles… Esos futuros que tal vez podían adivinarse… Los otros.

Lentamente sentí que llegaba: la crisis. Mi frente pareció invadida por una ola de dolor, insistente, pesado, y después el mundo se desdobló ante mis ojos. Las siluetas se multiplicaban; el horizonte se dividió.

«Pobre tipo, pobre, pobre tipo. Está completamente colgado.»

Me sobresalté. ¿Ésa era la voz del conductor? ¿En mi cabeza? ¿O era una alucinación? Habría jurado que era su voz. Seguía mirándome por el retrovisor, con aspecto desolado. Aparté la mirada. Tal vez había imaginado esa frase… Sí. Seguramente mi cerebro la habría producido.

Sin embargo… ¡Ya no sabía dónde estaba! No sabía qué creer. Desde hacía más de diez años mi psiquiatra afirmaba que no oía los pensamientos de la gente, sino que eran alucinaciones producidas por mi propio cerebro: alucinaciones auditivas, nada más. Pero, ahora, empezaba a dudarlo. «Pobre tipo.» Eso no podía ser una alucinación, ¡era tan real! No podían ser otra cosa que los pensamientos del conductor, y nada más.

En el mismo instante, las palabras del atentado me volvieron a la mente. «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero. Hoy, los aprendices de brujos en la torre; mañana, nuestros padres asesinos en el vientre, bajo 6,3.»

Me estremecí.

– ¿Podría encender la radio, por favor? -pregunté sin levantar la mirada.

– ¿Quiere los informativos?

– No, no, música. Bastante fuerte, si no le molesta.

Encendió el aparato. La melodía de una música oriental inundó enseguida el coche. Resoplé. Era un medio que había encontrado hacía tiempo para que no me molestaran las voces: escuchar música muy alta. Me relajé un poco mirando el cielo azul del verano. Me gustaba París en el mes de agosto. Había menos gente en la calle, menos voces en mi cabeza. La luz daba a los edificios un aspecto nuevo. Las ventanas de todos los pisos estaban abiertas. Eso me gustaba, me parecía acogedor.

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