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Henri Lœvenbruck: El síndrome de Copérnico

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Henri Lœvenbruck El síndrome de Copérnico

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real? Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Henri Lœvenbruck El síndrome de Copérnico Título original Le Syndrome - фото 1

Henri Lœvenbruck

El síndrome de Copérnico

Título original: Le Syndrome Copernic

© Flammarion, 2007

Primera edición: junio de 2008

© de la traducción: Julia Alquézar

Para los que se han ido, que son demasiados:

Claude Barthélemy

Colin Evans

Alain Garsault

David Gemmell

Daniel Riche

Prólogo

01.

La deflagración fue tan fuerte que la oyeron hasta en los municipios vecinos y en todo el sector oeste de la capital. Parecía una mañana como todas las otras, una mañana de verano. La vida bullía en la explanada de hormigón del oeste parisino.

Eran las 7.58 cuando un tren de la RER entró aquel octavo día de agosto, envuelto por la luz pálida de la gran estación, bajo el arco de la Défense.

Las ruedas se pararon lentamente con un chirrido agudo. Tras un instante de silencio en el que el tren permaneció inmóvil, las puertas metálicas se abrieron con un ruido. Cientos de hombres y de mujeres, envueltos en el halo grisáceo característico de los oficinistas, saltaron al andén para dirigirse cada uno a su salida y subir hacia una de las tres mil seiscientas empresas instaladas en las altas torres de cristal del gran barrio de negocios. Las largas filas humanas que se amontonaban en las escaleras mecánicas evocaban las columnas alineadas de hormigas obreras que partían dóciles a su labor cotidiana.

Era un año caluroso, y los numerosos sistemas de climatización tenían dificultades para mantener a raya el calor sofocante de la ciudad. El traje o la chaqueta eran obligatorios para la mayoría de aquellos asalariados concienzudos, y se los podía ver aquí y allá secándose el sudor de la frente con sus pañuelos blancos, o refrescándose la cara con ayuda de unos pequeños ventiladores portátiles que eran el último grito.

Cuando llegaron a la inmensa explanada, envueltos por los vapores vacilantes y los destellos del sol, aquellos escuadrones de soldaditos de plomo se dispersaron hacia las torres de espejos, como los innumerables afluentes de un gran río.

A las ocho en punto, las campanas de la iglesia de Notre- Dame de Pentecôte, emplazada en medio de las torres de vidrio, resonaron a través del arco. Se oyeron ocho largos golpes, como cada mañana, a ambos lados de la explanada.

En aquel momento, el flujo de personas que llegaban alcanzaba su apogeo en el desmedido recibidor de la torre SEAM, en la Place de la Coupole. Ciento ochenta y ocho metros de fachada se alzaban hacia el cielo inmaculado de verano; era una de las cuatro construcciones más altas de la Défense, un símbolo del orgullo por la bonanza económica. La fachada de granito y las ventanas negras le daban el amenazador aspecto de un monolito atemporal. Los hombres que entraban parecían no ser más que disciplinadas extensiones del conjunto, pequeñas esquirlas de roca que se reunían con aquel gran amante negro. La torre SEAM desafiaba el cielo parisino con la arrogancia de un joven galán.

La planta baja se vio invadida lentamente por el trasiego matinal. Las seis puertas que abrían la fachada filtraban como cedazos, no sin dificultad, el flujo contenido de trabajadores que se sucedían en las puertas de seguridad, e introducían prudentemente sus tarjetas magnéticas antes de pasar por los tornos metálicos. El rumor de la multitud se mezclaba con el ronroneo de la climatización y el ruido de los ascensores, después se elevaba en el mostrador de recibimiento convirtiéndose en una cacofonía ensordecedora.

Empezaba el ballet cotidiano. Sin sorpresas, por el momento. Se veían los rostros habituales, como el de Laurent Huard, de treinta y dos años, de complexión media, cabellos cortos y paso seguro. A las 8.03, franqueó una de las grandes puertas de cristal que daban acceso a aquella ciudadela de los tiempos modernos. Llegaba antes por una vez, pero su jefe sólo reparaba en los retrasos. Aquel día tenía una reunión de la mayor importancia con unos clientes de su sociedad. Como no había pegado ojo en toda la noche, por la mañana se había cubierto el rostro con una crema antifatiga en cuya eficacia no acababa de confiar; no obstante, era mejor agotar todos los recursos de los que disponía. Después había besado a su nueva novia, que todavía dormía, se había puesto su mejor traje, cortado a medida en un pequeño taller de las afueras, y mientras esperaba, con la mano en el bolsillo, a que se abrieran al fin las grandes puertas de uno de los ascensores que llevaban a los cuarenta pisos del edificio, ensayaba ya la sonrisa forzada que debería mostrar para recibir a su visita.

Tras él, dos chicas jóvenes con traje discutían en voz baja, inclinadas la una hacia la otra. Eran Stéphanie Dollon, una parisina tímida y soltera, y Anouchka Marek, hija de un inmigrante checo. Con sus ropas oscuras, parecían dos escolares inglesas. Todas las mañanas, las dos amigas, que se habían conocido en la cafetería de la torre dos años antes, llegaban juntas. Se encontraban en la salida del tren, y después caminaban juntas hacia sus respectivas oficinas, intercambiando sus impresiones del día y las aventuras de la víspera, antes de separarse hasta el almuerzo.

A las 8.04, frente a las puertas grises de los ascensores, muchos esperaban ya, apretujados unos a otros. La mayoría eran habituales, como Patrick Ober, un cincuentón, solitario y silencioso, con un CI elevado, pero con habilidades sociales limitadas, gran fumador, consumidor de televisión y lector compulsivo; Marie Duhamel, una secretaria de cuidado moño, obsesionada por la opinión de los demás, y a la que aterrorizaba la idea de disgustar, especialmente, a su patrón; o Stéphane Bailly, un ingeniero comercial que se había instalado en París hacía unos meses y cuya joven esposa se quedaba en casa para cuidar a sus dos hijos, porque no había encontrado plaza en ninguna guardería de la capital: eran mujeres y hombres corrientes, tan diferentes como parecidos.

A las 8.05, tras el largo mostrador oscuro de recepción, el hombre al que todo el mundo llamaba señor Jean, pero cuyo nombre era Paboumbaki Ndinga, se apresuró a irse por fin. Envarado en su uniforme azul marino, el vigilante congoleño tiró el vasito de cartón en el que se había bebido su último café, y después saludó a las cuatro recepcionistas que estaban ya bastante ocupadas. Trabajaba allí desde la inauguración oficial de la torre, en 1974, y las sucesivas sociedades que habían dirigido sucesivamente el centro lo habían mantenido en su puesto, pues era un hombre muy concienzudo y que conocía aquel edificio gigantesco como la palma de su mano. Llamaba al edificio su torre, porque conocía su historia mejor que ninguna otra persona, sus secretos, sus recovecos, y fruncía irónicamente el ceño cuando uno de sus ocupantes llegaba más tarde de lo habitual y con ojeras bajo los ojos.

A las 8.06, un mensajero, que ni siquiera se había tomado la molestia de quitarse el casco, dejó unos paquetes cuidadosamente embalados en el mostrador. Más lejos, unos americanos vestidos de forma informal hablaban con voz fuerte y gangosa. A un lado, se encontraba un hombre vestido con una camisa blanca; al otro, tres jóvenes con camisas y corbatas de colores, gafitas, pluma en el bolsillo y un teléfono móvil en el cinturón. Eran informáticos, sin duda.

Todos aquellos hombres y mujeres ejecutaban, sin pensarlo verdaderamente, gestos repetidos mil veces, cada mañana seguían una rutina que ni siquiera la pereza estival habría podido destruir. Era el ritual de un inicio de semana, el trajín cotidiano de unos de los dos barrios de negocios más grandes de Europa, con sus retrasos, olvidos, sorpresas, citas, empujones, sonrisas, rostros fatigados…, su vida, en suma.

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