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Henri Lœvenbruck: El síndrome de Copérnico

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Henri Lœvenbruck El síndrome de Copérnico

El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real? Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Sin embargo, después de la explosión de la torre SEAM, ya no estaba seguro de nada, ni siquiera de todo aquello. Aquel día todo cambió para siempre.

Allí ocurrió un misterio que sólo yo conocía y que hizo cuestionarme muchas cosas. Sé que probablemente nadie me crea, pero eso carece de importancia. Además, me he acostumbrado. Hace un tiempo, ni siquiera me creía a mí mismo.

Es difícil hablar de uno mismo cuando no se tienen recuerdos. Es difícil quererse cuando no se tiene historia, pero desde aquella horrible mañana del 8 de agosto, vi a la vida saltarme encima. De repente, tengo muchas garas de hablar. Así que voy a hablar.

04.

Cuaderno Moleskine, nota n.° 89: la búsqueda de sentido.

Ser esquizofrénico no me quita el derecho a reflexionar, aunque sea mal. La búsqueda de sentido no encierra peligros. Es una búsqueda de vida, de existencia, en sentido cartesiano. Pienso, luego existo. La esquizofrenia me hace dudar tanto de lo que es real, que sólo tengo una existencia segura en mi pensamiento.

Todo tiene una explicación. Merece la pena indagarlo todo, porque nada se conoce por completo.

Ésa es la razón por la que anoto, emborrono, busco y escribo en estos cuadernos Moleskine, que tengo por todas partes. Donde quiera que vaya, siempre tengo alguno a mano. Cuando leo -y leo mucho-, cuando pienso, cuando lloro, mi mano acaba siempre rascando las páginas de esos pequeños cuadernos negros. Buenos días, mi pequeño cuaderno negro. No eres el primero ni el último.

A menudo, me refugio en las bibliotecas. Los libros tienen la cualidad de no cambiar jamás de opinión. Pueden intentarlo. Aunque uno los relea, siempre dicen lo mismo. Sólo evoluciona nuestra interpretación. Pero ellos, al menos, tienen una constancia que me tranquiliza. Los más estables son los diccionarios. Puedo afirmar que los diccionarios son mis mejores amigos.

Con la cabeza hundida en las páginas de papel biblia, soy una estatua que piensa. No puedo caer.

05.

Inmediatamente después de la explosión, mientras la sangre corría por mis tímpanos y mis manos, sordo, presa del pánico, me puse a correr durante mucho tiempo. Corrí en línea recta, sin reflexionar, en estado de choque. Mi instinto sólo me dictaba que me alejara de aquel humo negro que se ele vaba en el cielo, y de aquellos trozos que seguían cayendo. A pesar del zumbido que se había adueñado de mis oídos, oía a mi espalda el estruendo de la catástrofe. El desgarro de los palastros, la destrucción de vidrio, las sirenas de alarma… La torre no se había derrumbado todavía. Lo haría unos minutos más tarde.

Abandoné la explanada en llamas de la Défense, puse rumbo hacia Courbevoie y, sin saber verdaderamente lo que hacía, me subí al autobús. La policía todavía no había cerrado el perímetro, y todavía había gente que no estaba al corriente. Intercambiaban la poca información que tenían, lanzaban exclamaciones de incredulidad y terror. La cacofonía empezaba a invadir el autobús. Ante la mirada perpleja de los otros viajeros, me fui a sentar al fondo, en el último asiento, y no pronuncié palabra en todo el trayecto.

Me miraban sin atreverse a hablarme. La mayoría estaban colgados de sus teléfonos móviles e iban descubriendo progresivamente la magnitud del accidente. No tenían duda alguna de que yo venía de aquel infierno, pero no decían nada, nunca decían nada. Me dejaban tranquilo volviendo la mirada.

Cuando llegué a París, bajé del autobús y caminé, más bien titubeante, hasta el octavo distrito. Allí también la gente me miraba de reojo, pero para ellos no era más que otro excéntrico de la jungla parisina. Además, el cálido aire veraniego estaba lleno ya de pánico e incomprensión. Se adivinaba por la actitud de la gente, en los atascos…

Guiado por la costumbre, bajé por el Boulevard Malesherbes, después llegué a la Rue Miromesnil, donde vivía con mis padres.

Sí, con mis padres. A los treinta y seis años, todavía en su casa. No era por capricho, sino que una de las libertades que debía sacrificar por mi esquizofrenia era la independencia.

En ese momento volví en mí mismo, más o menos. En mitad de la calle, me crucé con una pareja joven a la que conocía.

Intenté torpemente ocultar mis manos ensangrentadas. Ellos me lanzaron una mirada inquieta, pero no se detuvieron debido a esa indiferencia adquirida que tan bien cultivan las capitales occidentales. Enseguida, como si aquellos rostros familiares me hubieran sacado de mi estupor, me di cuenta de mi locura. ¿Qué estaba haciendo yo allí? ¡Podría haber ido a la policía o quedarme en el lugar de los hechos con las fuerzas de rescate y explicar lo que había visto! Podría al menos haberme ido al hospital más cercano para que me curaran, pero no, estaba allí, solo, ausente, bajando por la Rue Miromesnil como un zombi descerebrado.

Me preguntaba si debía volví allá, al lugar del atentado, para reunirme con las otras víctimas del atentado y seguir el protocolo oficial; pero estaba demasiado asustado y necesitaba tranquilizarme, reencontrarme, volver a tocar el suelo, y sólo había una forma de hacerlo: debía ir al refugio reconfortante de nuestro antiguo apartamento, cerca del silencio discreto del Parc Monceau. Allí, al menos, sabía quién era, sabía dónde estaba. Y ninguna voz invadía mi cabeza.

Así, seguí caminando en dirección a nuestro edificio, subí lentamente la pequeña escalera y después entré exhausto en nuestro gran salón blanco.

En nuestra casa, todo era blanco: las paredes, los muebles, el suelo…; por consejo del psiquiatra, para que no trastocara mis sentidos.

Tiré las llaves encima de la mesita. Suspiré, después me quedé un momento en silencio, petrificado. Encendí un cigarrillo. El apartamento estaba vacío. Mis padres pasaban el mes de agosto en la playa, como cada año.

Solo. Estaba solo en lo más hondo de mi pesadilla, solo frente a mí mismo, frente a mi entendimiento, consciente, no obstante, de no poder confiar plenamente en ella. En mi persona, la soledad y la razón nunca han ido unidas.

Tras varios minutos, no sé muy bien cuántos, di unos cuantos pasos titubeantes y me dejé caer en el sillón, como un peso muerto. Con un gesto automático y desenvuelto, cogí el mando a distancia y encendí el televisor, como si quisiera verificar que todo aquello había ocurrido de verdad. Como si ver el atentado en la pequeña pantalla fuera un indicio de verdad más serio que el haberlo vivido yo mismo en directo. Después de todo, yo era esquizofrénico; incluso la televisión era más creíble que yo.

Vi las imágenes de la torre SEAM hundiéndose en medio de la Défense en todas las cadenas y desde todos los ángulos durante horas, horas enteras. Y entonces supe que no lo había soñado.

Había una decena de versiones de la misma pesadilla. Los puntos de vista variaban, los encuadres cambiaban, pero siempre era la misma escena. El hundimiento lento e irreal, y después esa humareda opaca, como una nube opaca, que se levantaba por encima del oeste parisino. Los gritos de los espectadores impotentes; las voces quebradas de los periodistas… Cambiaba de una cadena a otra. El contraste cambiaba ligeramente, pero las imágenes permanecían idénticas. Siempre eran las mismas secuencias, las de las cámaras de vigilancia o las que habían tomado en directo los turistas perplejos. Eran imágenes que había visto desde más cerca que nadie, a unos pocos metros.

Escuchaba sobrecogido los comentarios que los presentadores hacían con voz siniestra, por una vez sincera. Oía las hipótesis que se apuntaban. Desde luego se mencionaba el negocio de la sociedad SEAM, propietaria de la torre: una empresa de armamento europea, un buen blanco para un atentado terrorista. A continuación, hacían comparaciones con otros atentados: el del Drugstore Saint-German en 1974, el de la sinagoga de la Rue Copernic en 1980, después el de la Rue des Rosiers, dos años más tarde; el del RER Saint-Michel, en 1995, y, por supuesto, el del World Trade Center de Nueva York, seguido por los de Madrid y Londres. Todos estos ataques se habían atribuido a fundamentalistas islámicos como Abou Nidal, el GIA, Al-Qaeda… Así que, a la fuerza, la hipótesis que se privilegiaba para el caso de la Défense era la islamista. En el fondo, no sé muy bien qué quiere decir eso. Nunca he entendido las religiones en absoluto.

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