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Henri Lœvenbruck: El síndrome de Copérnico

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Henri Lœvenbruck El síndrome de Copérnico

El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real? Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Parecía una mañana como todas las otras. Una mañana de verano.

Y, sin embargo, a las 8.08 exactamente, cuando las compuertas metálicas de unos de los ascensores acababan de cerrarse en el recibidor ruidoso de la torre SEAM, conduciendo a las alturas a los Laurent Huard, a las Anouchka Marek o a los Patrick Ober, en aquella mañana corriente se desató un infierno indecible.

Tres bombas artesanales explotaron simultáneamente en tres pisos diferentes del edificio.

02.

Fue una detonación ensordecedora y profunda, que hizo temblar la tierra como en un violento seísmo. La onda expansiva de la explosión hizo volar en pedazos la mayoría de las ventanas de los edificios del ala norte de la Défense, y restos de ellas flotaron en el aire durante unos minutos interminables. Ante la mirada incrédula de miles de personas, el cielo se incendió de golpe.

Las bombas se habían ocultado en la planta baja, en el decimosexto y en el trigésimo segundo piso del rascacielos. Las tres estaban colocadas cerca del eje central, y fueron, no obstante, lo suficientemente potentes para dañar la estructura en toda su extensión. Tres agujeros abrieron las fachadas sur y este del edificio, dejando escapar gigantescas bolas de fuego y una espesa humareda negra.

Los incendios que se desencadenaron enseguida elevaron la temperatura por encima de los novecientos grados. La estructura no resistió mucho tiempo; desde luego, mucho menos del que habría sido necesario para salvar las vidas en el interior de los muros. Tal y como establecen las medidas generales de seguridad de un inmueble de esa altura, los materiales de construcción esenciales deben resistir al fuego durante, al menos, dos horas. No obstante, en la práctica, es imposible prevenir los daños reales ocasionados por tres bombas distintas. En este caso en concreto, por otro lado, los sistemas de extinción que se ponen automáticamente en marcha en caso de incendio no funcionaron en las zonas afectadas por las bombas, lo que agravó seriamente la situación.

Unos años antes, habían bastado treinta minutos para que se derrumbara la primera torre del World Trade Center, tras los atentados del 11 de septiembre; pero aquel día, en mucho menos tiempo la torre SEAM corrió una suerte idéntica, igual de trágica y mortal.

A las 8.16, sólo ocho minutos después de las explosiones, el edificio empezó a hundirse en medio de la Place de la Coupole con un estruendo terrorífico.

Ocho minutos, apenas un tercio del tiempo que habría sido necesario para la evacuación general de la torre. A pesar de los numerosos ejercicios practicados con regularidad, a pesar de los algoritmos calculados con anticipación para simular la evacuación simultánea por las escaleras de varios pisos, el edificio estaba demasiado dañado como para que el importante dispositivo de seguridad pudiera ser realmente eficaz. Además, como una de las bombas había explotado en la planta baja, fue imposible salir del inmueble por las salidas ordinarias o huir por el sótano. En ocho minutos, no se pudo encontrar ni la menor solución.

Numerosos tabiques habían quedado destruidos por las bombas, mientras que la carga que debían soportar los restantes había aumentado de forma considerable. El metal, de inmediato, había perdido su rigidez. Los pilares, con tres pisos tocados, cedieron unos tras otros. La parte superior del edificio perdió sus apoyos, de manera que cayó por su propio peso, provocando progresivamente el hundimiento de toda la torre. Los pisos se desplomaron uno a uno, empezando por la cima en llamas del edificio, en medio de una inmensa nube de humo negro.

A lo lejos, todos los espectadores petrificados comprendieron entonces que la catástrofe iba a alcanzar dimensiones devastadoras. Un estruendo amenazador empezó uno o dos segundos después del principio del derrumbamiento, lento, progresivo, como el ruido del trueno que nada podía detener. Fue una gigantesca y ruidosa onda expansiva, un sonido grave y potente que se elevó en torno al desastre. Fue tan violento como repentino. Y el aspecto de la Défense cambió para siempre.

En la zona cero, el edificio Nigel, la torre DC4, la iglesia y la comisaría de policía fueron parcialmente destruidos por el hundimiento del edificio que los dominaba. La avenida de la Division-Leclerc, que estaba más abajo, quedó completamente sepultada. Durante algunos momentos de pesadilla, todo el barrio de la Défense quedó inmerso en una oscuridad apocalíptica. El Gran Arco parecía flotar por encima de un océano de polvo negro.

Apenas unos minutos después de la explosión, el prefecto de la policía puso en marcha el Plan Rojo. Rápidamente, se nombró a un responsable de las operaciones de salvamento para dirigir las dos cadenas de mando: la cadena encargada del incendio y del salvamento, y la médica. Se pusieron importantes medios a su disposición: los bomberos, el SAMUR, la policía, protección civil y diversos organismos médicos privados encargados de la gestión de las urgencias del puesto médico avanzado y de la atención psicológica de las víctimas.

A pesar de la rapidez de la intervención de los organismos de auxilio, el resultado del atentado fue terrible, el más terrible que Francia había conocido jamás en su territorio. En el momento del derrumbamiento, hubo personas fuera de la torre que murieron asfixiadas o aplastadas por los escombros en un radio de varios centenares de metros. En cuanto a los ocupantes del inmueble, los que sobrevivieron a las tres explosiones perecieron en el hundimiento.

De las 2.635 personas que habían entrado aquella mañana en la torre SEAM, sólo hubo un superviviente, y sólo uno: yo.

PARTE I – El murmullo de las sombras

Sueñas; a menudo desde lo más profundo

de las sombrías prisiones,

Surge, como de un infierno, el murmullo

de las sombras.

Víctor Hugo

Los castigos, libro VII

03.

Me llamo Vigo Ravel, tengo treinta y seis años y soy esquizofrénico. Al menos, eso es lo que siempre he creído.

Cuando tenía veinte años, si lo recuerdo bien, pues mis recuerdos no llegan hasta tan lejos y he de fiarme de lo que mis padres me han dicho, me diagnosticaron problemas psicológicos sintomáticos de una esquizofrenia paranoide aguda: perturbación de la memoria a corto y largo plazo, alteración del pensamiento lógico y, sobre todo, mi principal síntoma, llamado «positivo», alucinaciones auditivas verbales.

Sí. Oigo voces en mi cabeza.

Centenares de voces, diferentes, nuevas, cercanas o lejanas. Todos los días, en todos sitios, aquí, ahora. Son murmullos venidos de ninguna parte, amenazas, insultos, gritos o sollozos, voces surgidas de los raíles del metro, voces que flotan en las alcantarillas, que gruñen tras las paredes… Llegan acompañadas de crisis en las que mi vista se turba y mi cerebro grita de dolor.

Desde aquella época, me han hecho seguir un tratamiento a base de neurolépticos antiproductivos, que reducen más o menos mis delirios y alucinaciones. Los medicamentos han evolucionado, pero mi enfermedad, no. He aprendido a vivir con ella y con los efectos secundarios de los antipsicóticos: ganancia de peso, apatía, mirada esquiva, pérdida de libido… La apatía, a fin de cuentas, ayuda enormemente a asumir los demás y a dejar de luchar.

A la fuerza, he acabado por aceptar que estaba simplemente enfermo, que esas voces no eran más que producto de mi cerebro que fallaba. A pesar del sorprendente realismo de mis alucinaciones, las reconocí como tales, me rendí ante la evidencia, tal y como me pedía mi psiquiatra. Al cabo de los años, me rendí. En el fondo, creo que me resultaba menos fatigoso aceptar mi locura que seguir negándola. Mi psiquiatra incluso consiguió encontrarme trabajo hace cerca de diez años. Me contrataron para entrar datos en el ordenador en Feuerberg, una sociedad de patentes. No era complicado, bastaba con teclear kilómetros de cifras y palabras sin preocuparse de los que significaban. Mi jefe, François de Telême, sabía que era esquizofrénico, y esto no le suscitaba ningún problema. Lo principal era que yo lo supiera también.

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