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Henri Lœvenbruck: El síndrome de Copérnico

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Henri Lœvenbruck El síndrome de Copérnico

El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real? Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Sencillamente, tomé conciencia de que algo no marchaba, algo inverosímil.

08.

La principal información que parece interesar a los telespectadores después de un atentado es el cómputo humano, el número exacto de muertos. Durante los días que siguen al drama, la cifra oficial aumenta, como una gran y macabra venta en una subasta, y se diría que la gente lo está esperando y que se decepciona cuando se para.

He hablado de la gente, pero hay que ser honesto: no me considero ajeno a esta malsana obsesión. Tal vez esté loco, desde luego, pero soy como todo el mundo.

No consigo explicármelo, pero también yo siento esa mórbida fascinación por el número de muertos tras los atentados o las catástrofes naturales. Por esa razón no consigo despegarme del televisor. Tal vez sea el querer ser testigo de algo que se sale de lo común. No es que disfrutemos con la muerte de los demás, sino que cuanto mayor sea el recuento, más cae dentro del ámbito de lo excepcional. Supongo que cuanto más grave sea el drama del que nos hemos librado, más vivos nos sentimos. Ya que uno no puede sentirse más lleno de vida que cuando ve pasar la muerte de cerca, o cuando la vive por poderes.

Debe de ser efecto de mi angustia escatológica. La muerte me da tanto miedo que no puedo evitar sondarla.

09.

Cuaderno Moleskine, nota n.° 101: la muerte.

Lo que distingue a los hombres de los animales no es sólo su lenguaje articulado, sino también su facultad de reflexionar sobre sí mismos y, por tanto, de tomar conciencia de su propia finitud. No somos más que una sola cosa: seres que mueren. Vosotros, yo. Morimos lentamente.

En lo más profundo de mi ser, hay una inmensa paradoja. En realidad, hay muchas más, pero ésta de la que hablo es sin duda la más asombrosa.

Soy esquizofrénico. En pocas palabras, soy un discapacitado del alma, mi vida es una gran burla, algo inútil sin sentido. Y, sin embargo, nada me da más miedo que la muerte. He aquí la paradoja. ¿Cómo puede alguien temer que se termine una vida que apenas tiene interés? No sé por qué, pero así es. Me conformo con que el miedo me corroa las entrañas.

Parece ser que el riesgo de suicidio es elevado en los esquizofrénicos. La naturaleza nunca hace nada a medias. Más del 50 por ciento de los pacientes comete al menos un intento de suicidio en su vida, y más del 10 por ciento consigue poner fin a sus días. ¿Alguna vez se ha cruzado esa idea por mi cabeza?

Mi angustia por la muerte llega de noche. Es tan terrible que me hace llorar como un niño. Me incorporo en mi cama, noto las palpitaciones de mi corazón, el sudor chorrea por mis manos y todas las voces que viven en mí al fin se ponen de acuerdo para gritar una sola frase. Siempre la misma frase: «No quiero morir». Cierro los ojos, todos mis ojos: los de mi cuerpo y los de mi alma. Y lucho por no pensar más en ello. Todo mi ser rechaza la idea de la muerte de pleno. Esto hace mucho ruido en mi cabeza, pero acabo durmiéndome. Es la mejor manera de no verla llegar.

Vivo, estoy vivo, y no es posible que eso termine.

Se dice que en nuestra sociedad -Occidente, siglo XXI, el imperio de la hipocresía- la muerte se ha convertido en un tema tabú y que, a fuerza de no verla, ha acabado dándonos miedo. Pero ¿en qué podría ayudarme ver la muerte de los demás a aceptar la mía?

No vemos la muerte de los demás, la constatamos. El muerto es un objeto que desaparece. Pero yo no soy un objeto, yo soy un sujeto, ¡mierda! Hay que comparar lo que es comparable. Yo es un sujeto, ¿no? No sé ni por qué os lo pregunto. ¿Cómo podríais saberlo? Sólo soy un sujeto para mí mismo.

Entonces no, mi vida no se ve afectada por la muerte del otro, la experiencia de la muerte no es transferible, y, por tanto, ninguna muerte me hará aceptar la mía. Al contrario, la desaparición de los demás me recuerda la fatalidad que me espera, sin permitirme pensar, y todavía menos aceptar, mi propia muerte. ¿Cómo prepararse para lo que no se va a vivir? No puedo pensar en mi muerte por analogía a través de los demás, ya que mi muerte es única, incomunicable, y seré el único que la conozca.

Mi muerte no es inobservable, porque cuando llegue ya no estaré. No estar más, tampoco ser. Nada. Ni siquiera esa gran nada que éramos antes de nacer, pues al menos éramos una posibilidad. Pero ¿después?

La muerte es un grado de soledad todavía mayor que la vida. Como si no fuera suficiente con eso.

10.

Veinticuatro horas después del atentado de la torre SEAM, los periodistas eran todavía incapaces de dar el recuento exacto. Decían que probablemente había más de mil victimas. «Pero corremos el riesgo de que la cifra oficial aumente sensiblemente en las próximas horas; quédense con nosotros.» La única cosa que repetían con seguridad era que, como la explosión que había tenido lugar en la planta baja había impedido una evacuación, ninguno de los ocupantes de la torre había sobrevivido.

Eso no era del todo exacto. Ahí estaba yo. Pero yo era el único que lo sabía, del mismo modo que era el único que conocía la razón, el motivo por el que había escapado de la explosiones.

Y esa razón no tenía sentido. Lo cambiaba todo. Y, en ese momento, en ese lugar, sentado en el sofá blanco de mis padres, me aterrorizaba, porque sabía que nadie me creería y que yo debería hacer acopio de mis fuerzas para creerme a mí mismo.

Había llegado a la torre SEAM poco después de las ocho de la mañana el día del atentado. Tenía mi cita semanal en el piso cuarenta y cuatro, en el gabinete Mater, el centro médico en el que trabajaba el psiquiatra que me había tratado siempre, el doctor Guillaume, que, según mis padres, era el mejor especialista de París. Cada semana, me inyectaba neurolépticos de acción prolongada, lo que me permitía no tener que tomar pildoras todos los días, y llevaba el seguimiento de mi enfermedad.

Unos quince segundos antes de que las bombas explotaran, veinte como máximo, mientras esperaba el ascensor en el vestíbulo de la torre, ocurrió algo que me llevó a abandonar corriendo aquel lugar; algo extraordinario que nadie, sin duda alguna, querrá creer.

En efecto, en aquel preciso instante, fui presa de una crisis epiléptica, tal y como mi médico las llamaba: unas «crisis de epilepsia temporal» que ocasionaban «accesos delirantes». Migraña, pérdida del equilibrio y problemas de visión eran las señales que, cada vez, anunciaban la llegada de mis alucinaciones auditivas; pero aquella vez ocurrió algo diferente. Oí en mi cabeza una voz que no era habitual. Y ahora sé con seguridad que no era cualquier voz.

Era la voz de uno de los portadores de las bombas.

No me hago ninguna ilusión: lo achacarán a mi locura y a mi manía persecutoria. De todos modos, estoy seguro de que era la voz de uno de los terroristas. Justo ahí. Como un susurro en el centro de mi cerebro.

Una voz llena de miedo y entusiasmo a la vez, una voz llena de urgencia y de amenazas. Una voz, en definitiva, que me hundió en un escalofrío glacial. Comenzó con unas palabras que no pude entender, palabras extrañas cuyo significado se me escapaba, pero que ahora no puedo olvidar. Recuerdo cada palabra, con precisión, a pesar de no haberlas entendido en aquel momento. «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero. Hoy, los aprendices de brujos en la torre; mañana, nuestros padres asesinos en el vientre, bajo 6,3.»

En el transcurso de mi vida, a menudo me ha parecido oír frases que parecían no tener sentido alguno. Mi psiquiatra me explicó muchas veces que ese tipo de discurso incoherente, aquellas alteraciones del pensamiento lógico eran una consecuencia normal de mis problemas psicóticos… Pero aquella vez fue diferente. Había algo más oscuro, más perturbador, tal vez en la entonación de la voz. Y además, realmente no es que la frase no tuviera sentido, sino que más bien parecía tener uno muy profundo que se me escapaba completamente: una realidad que no podía percibir, pero que escondía una misteriosa coherencia.

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