Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Noté entonces que una mano me agarraba por el hombro. Me sobresalté. El rostro de una mujer que estaba frente a mí se dibujó lentamente, y me habló.

¿Puedo ayudarle, señor?

Estoy… Estoy buscando al doctor Guillaume -balbuceé mientras intentaba reponerme.

¿Un doctor? Para eso tiene usted que ir al PMA.

No. En la torre, estaba en la torre. En el gabinete médico, sabe usted, del último piso. ¿Está vivo? El doctor Guillaume, el psiquiatra del gabinete Mater…

– ¿El gabinete Mater? Pero ¿qué es eso, señor?

– Es el gabinete médico que estaba en el cuadragésimo cuarto piso de la torre SEAM. ¡El gabinete del doctor Guillaume!

No conseguí enmascarar mi asombro. Las voces seguían en mi cabeza. «Callaos.» Lancé miradas de cólera en torno a mí. La joven verificó sus listas.

– Señor, no figura ningún gabinete médico en la lista, ni ninguna sociedad con el nombre de Mater. No había ninguna sociedad en el cuadragésimo cuarto piso… Sólo hay locales técnicos ahí, señor. ¿Está usted seguro de que estaba en esta torre?

«¡Vais a cerrar la boca, pandilla de idiotas!»

Di un golpe en la mesa.

– Desde luego que sí -dije exasperado-, ¡el gabinete Mater! Voy todos los lunes por la mañana desde hace diez años. Pregunte usted al vigilante, al señor Ndinga. ¡Él me conoce!

La joven bajó de nuevo los ojos hacia las hojas. Parecía agotada, pero mantuvo la calma.

«¡Dejadme en paz!»

Ella volvió a levantar la cabeza con aspecto afligido.

– ¿Busca usted al señor Ndinga? ¿A Paboumbaki Ndinga? Lo siento sinceramente, señor. Es una de las víctimas… Espere un momento, alguien va a ocuparse de usted, y…

– ¡No! ¡Al doctor Guillaume, no al señor Ndinga! ¡Busque al doctor Guillaume!

La muchedumbre se movió, y dos personas pasaron frente a mí. Di unos pasos atrás a la vez que me tapaba las orejas. Tenía que irme. El ruido se había hecho insoportable. Di media vuelta y me marché rápidamente, apartando a varias personas.

Salí de la tienda y me detuve a un lado, sin aliento. Me dejé caer sobre un gran contenedor de plástico. «No había ninguna sociedad en el cuadragésimo cuarto piso…» La cabeza me daba vueltas. Tenía ganas de dormir.

De repente, una voz me sacó de mi turbación.

– ¿Busca usted el gabinete Mater?

14.

Levanté la mirada. Entonces, vi el rostro del hombre que me había hablado. Tenía unos treinta años, ojos pequeños y negros, y el cabello corto y oscuro. Fruncí el ceño. Había algo en su aspecto…

– ¿Perdón? -balbuceé.

– Está buscando el gabinete Mater, ¿no? -repitió él.

Llevaba un chándal gris con una capucha que le caía sobre la espalda, del tipo que llevan los estudiantes en las universidades americanas. Recordé inmediatamente que lo había visto antes, cerca del secretariado, apartado a un lado, como si esperara a alguien. Y todos mis sentidos se pusieron en alerta. Me sentí invadido por una alarma inexplicable. Una urgencia. Como si mi inconsciente hubiera reconocido en este hombre a un enemigo. Un peligro.

Las palabras de la mujer resonaban todavía en mi cabeza. «Sólo hay locales técnicos ahí.»

Me levanté.

– No, no… -mentí, al tiempo que me alejaba.

– ¡Claro que sí! -insistió el hombre mientras me agarraba por el brazo-. Le he oído…

No dudé ni un segundo más. Con un gesto brusco me desembaracé de él y me puse a correr con todas mis fuerzas. Oí que se ponía a perseguirme. Mi instinto no me había engañado. Ese tipo iba a por mí no sé por qué extraña razón.

Corrí cada vez más rápido, hacia la izquierda del Gran Arco, subiendo de cuatro en cuatro los escalones que llevaban hasta un gran puente peatonal, sin preocuparme de cómo me tiraba la gente. Cuando hube llegado a lo alto de la escalera, eché una ojeada a mis espaldas. No podía creer lo que veía.

Ahora eran dos los tipos que me perseguían, ambos con sus chándales grises.

«Una alucinación. No puede ser otra cosa que una alucinación.»

Sin embargo, no sentía deseo alguno de verificarlo. Volví a echarme a correr. Tras pasar de largo a un grupo de socorristas perplejos, crucé la pasarela a toda velocidad, con la mano en la barandilla para no perder el equilibrio. Cuando llegué al final del puente, bajé los escalones tan rápido como me fue posible, después me precipité a la calle. Sin dejar de correr, volví a girar la cabeza. Los dos tipos se me echaban encima y estaban muy cerca. Y las voces amenazantes de mi cabeza me perseguían.

Empezaba a faltarme el aliento. ¡Malditos cigarrillos! Sin esperar, di media vuelta y me metí bajo el puente de los subterráneos de la Défense. Sin saber dónde iba a aparecer, bordeé una calle en penumbra. Enseguida, oí el eco de mis perseguidores. Sus pasos golpeaban en la acera y resonaban bajo la baldosa de hormigón. Aceleré tanto como pude. Yo mismo estaba sorprendido de la rapidez con la que podía correr durante tanto tiempo. Sin duda, el miedo me daba alas.

De repente, cuando llegué a una intersección, decidí tomar otra calle a la izquierda, más oscura todavía. Estuve a punto de perder el equilibrio al esquivar un cubo de basura. Me apoyé en una barrera y volví a correr todo recto. El sol parecía escurridizo, cubierto de polvo, pero no debía abandonar. No sabía quiénes eran aquellos hombres, pero una cosa era segura, no querían nada bueno.

Empezaban a dolerme las piernas, y también el pecho, como si me lo hundiera un puño invisible. Me preguntaba cuánto tiempo podría correr tan rápido. Llegué entonces al final de la calle, crucé y tomé otra vía a mi derecha. A lo lejos, volví a ver la luz del día. Me armé de valor. Sin girarme, salí al exterior. Cuando por fin estuve a plena luz del día, vi una nueva barrera instalada por los policías. Estaba saliendo del perímetro de seguridad. La calle iba a parar directamente al bulevar circular de la Défense. Salté torpemente la reja y, cuando levanté la cabeza, vi la parte delantera de un autobús que se dirigía hacia mí a un centenar de metros. El número 73. Se dirigía hacia una parada en la que esperaban unas diez personas. Me sequé la frente y lancé una rápida mirada tras de mí. Todavía tenía un poco de ventaja. Decidí probar suerte y me dirigí hacia el autobús. La calle hacía una ligera subida, pero creo que incluso corrí más rápido, en un último esfuerzo, con la esperanza de que todo acabaría muy pronto.

Cuando el autobús paró, todavía estaba a unos cincuenta metros. Solté una maldición. Si lo perdía, no tendría fuerza suficiente para seguir huyendo; pero todavía tenía una oportunidad, una muy pequeña.

Apreté los puños y busqué nuevas fuerzas en lo más profundo de mi ser. Después de todo, había sobrevivido a un atentado. No iba a dejar que una simple carrera acabara conmigo. Gritando de dolor, corrí todavía más rápido. Los coches pasaban a mi izquierda en dirección al Pont de Neuilly. Chorreaba de sudor. Otro esfuerzo más. Ya no estaba muy lejos. Pero cuando me acercaba a la parada, vi que las puertas se cerraban.

– ¡Espere! -grité como si el chófer pudiera oírme.

Con los brazos levantados, recorrí los últimos metros, y me precipité contra la puerta de cristal. El autobús ya había arrancado. Golpeé la ventana. Los tipos no estaban muy lejos. El chófer me lanzó una mirada sombría.

– ¡Por favor! -le rogué, mientras veía que los otros dos se acercaban.

Oí entonces el ruido agudo de las puertas que se abrieron frente a mí. Salté al interior.

Gracias, señor -le susurré sin aliento.

El chófer asintió, volvió a cerrar las puertas y arrancó. Avancé por el pasillo. El bus aceleró en el bulevar circular. Miré por la ventana. Mis dos perseguidores acababan de alcanzar la calle. Vi al primero soltar un grito de rabia y pegar un puñetazo al panel publicitario. Había ido de poco. Después su silueta se alejó. Había conseguido escapar. Yo, Vigo Ravel, esquizofrénico, había conseguido dejar atrás a esos dos tipos. Apenas podía creerlo.

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