Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Me volví a encontrar en la oscuridad total. Esperé un instante para recuperar el aliento. Escuché enseguida los pasos de los dos tipos que corrían en esta dirección. Apreté los dientes y me quedé inmóvil. El ruido de su carrera resonaba en la calle, cada vez más próximo. Tragué saliva. No estaban más que a algunos metros. No hacer ruido. Y esperar. ¡Qué estúpido riesgo había corrido! ¡Encerrarme yo mismo! Sin embargo, cuando ya no lo creía posible, constaté que no me habían visto entrar. Sus pasos se alejaron hacia la otra punta de la calle. Solté un suspiro de alivio. Estaba tranquilo, por el momento, en todo caso.

15.

Cuaderno Moleskine, nota n.° 107: solipsismo.

El sueño es la prueba, si es que era necesaria, de que nuestro cerebro es capaz de fabricarse sensaciones que se parecen a una cierta realidad. Hay pesadillas que apestan a realidad. En suma, nuestro cerebro es tal vez un simulador de vida particularmente socarrón.

A menudo veo nacer en mí una cierta certidumbre según cual mi yo y mi conciencia constituyen la única realidad existente. No es egocentrismo, sino el miedo de que los otros y todo el mundo entero sean representaciones falsas, productos de mi conciencia.

En el fondo, no creo conocer verdaderamente más que mi propio espíritu y lo que éste contiene; tan sólo ellos saben que existen.

Esto tiene un nombre. También, para asegurarme, lo he verificado en los diccionarios, para ver si era el único que creía estar solo. En realidad, somos bastantes.

De entrada, en el Petit Robert…

Solipsismo: n.m. (1878; del latín solus , «solo», e ipse «mismo», suf. -ismo). Filo. Teoría según la cual para el sujeto pensante no había más realidad que él mismo.

Y también en el diccionario de filosofía de Armand Colin.

Solipsismo: Doctrina, que nunca se ha defendido realmente, según la cual el sujeto pensante sería el único en existir. Este término, siempre peyorativo, se utiliza a veces para calificar una forma extrema de idealismo. Wittgenstein, en su Tractatus logicophilosophicus , subrayó la paradoja del solipsismo que, practicado rigurosamente, coincide con el puro realismo.

Tengo que leer a Wittgenstein. No sé si lo entenderé, porque ya he tenido dificultades con el título.

16.

El aire era caliente. Caliente y húmedo. Descendí prudentemente los viejos escalones metálicos con la única luz de mi mechero. Los muros de piedra blanca se iluminaban a mi paso. Estaban cubiertos de pintadas, llenos de grietas y atracados por viejas barras de hierro oxidadas. La escalera se hundía en las oscuras profundidades de París. A lo lejos, se Perdía en la negrura. Recordé el cartel de la puerta. No había duda, estaba en una de las antiguas canteras de Chaillot: las catacumbas.

Dudé durante un instante. ¿Había sido una buena idea meterme allí dentro? No tenía linterna, y había oído varias veces que era fácil perderse en los subterráneos de la capital. No obstante, ¿tenía elección? Estaba casi seguro de que mis dos perseguidores merodeaban todavía por el barrio, acabarían por volver sobre sus pasos y buscar el lugar en el que me había escondido. No podía plantearme volver a salir. Entonces, no podía hacer otra cosa. Tenía que bajar allí dentro, a aquel agujero negro. Era sin duda el mejor escondite posible. Tal vez no el más tranquilizador, pero sí el más seguro.

Me estremecí, después me decidí a aventurarme más lejos. Al menos, podía ir a ver lo que había al final de los escalones. Quizás había otra salida en alguna parte.

Me volví a poner en camino, teniendo cuidado de no resbalar sobre el metal oxidado. El sonido regular de mis pasos se elevaba por la escalera. Los muros de piedra tallada se transformaron enseguida en paredes de roca calcárea bruta, y los escalones de metal dieron paso también a la roca. Respiré penosamente, todavía cansado y atenazado por la inquietud. En cada instante, me esperaba oír más arriba a los tipos que me habrían descubierto. Pero no. Por el momento, todo estaba silencioso. Tenía que conseguir calmarme.

Recuperé un poco de mi seguridad y aumenté el ritmo de mi marcha. Noté entonces que no había ninguna voz en mi cabeza. Las amenazas, los murmullos, todo había desaparecido. Conforme me adentraba en el subsuelo parisino, el silencio se iba imponiendo en mi espíritu. Esto no bastaba para extinguir mi angustia, pero ya era algo.

No podía mantener mi mechero encendido todo el tiempo por miedo a quemarme los dedos, pero también porque no quería malgastar la gasolina. Por tanto, lo apagaba a intervalos, y avanzaba largos tramos en absoluta oscuridad, a ciegas.

De repente, un escalofrío me recorrió la espalda. Allí el aire era mucho más fresco, y la oscuridad no mejoraba nada. Era un ambiente desagradable, irreal. Caminé durante minutos interminables a tientas, hasta que, por fin, la escalera se terminó.

Volví a encender de nuevo mi mechero y vi que ahora estaba en una galería estrecha. Debía de estar a varios metros bajo tierra. Las paredes estaban frías y ligeramente húmedas. Respiré durante un instante, inmóvil, después volví a ponerme en marcha agachado para no herirme la cabeza con el techo, que era muy bajo. Avanzaba lentamente en la oscuridad, paso a paso, apoyándome con la mano izquierda en la pared de piedra. Después de una larga caminata, una abertura se dibujó a un lado. Encendí mi luz y descubrí a mi derecha una pequeña habitación, bastamente tallada en la roca, a una profundidad de sólo unos metros.

Por el suelo, había viejas latas de cerveza y bolsas de plástico. Nada interesante.

Volví a ponerme en camino. Cuando, al cabo de un tiempo que me pareció bastante largo, vi que la galería parecía no querer acabarse nunca, decidí dar marcha atrás y refugiarme en la pequeña alcoba. No me apetecía perderme en el laberinto de las catacumbas, y dado que no podía volver a salir enseguida, decidí esperar en aquella habitacioncita hasta que los dos hombres que me habían perseguido abandonaran por fin el barrio.

Volví a entrar en aquel pequeño refugio, resuelto a pasar en él varias horas. Paseé mi mechero por delante de las paredes e intenté descifrar las inscripciones que habían grabado torpemente en la roca. Por aquí: «Anna, te quiero»; por allá: «Jode al IGC, Clemente, a la mierda», y más lejos también: «Si la curiosidad te ha traído hasta aquí, ¡vete!».

Me senté con cuidado en el suelo intentando esquivar los desechos dejados por algunos fiesteros nocturnos, y escondí la cabeza entre las rodillas.

Aquel pequeño gabinete oscuro llamaba a la introspección. Decidí abandonarme a ella. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer. Quería recobrar mi calma interior, retomar el vínculo con la realidad, con la tierra, tal vez.

La fría roca parecía recubrir mi espalda. Puse las manos sobre el suelo, levanté un suave polvo. Tenía la impresión de estar apoyado contra una roca en la playa. Casi podía sentir la caricia de una brisa marina.

«No soy esquizofrénico.»

Repasé en mi cabeza la sucesión de los acontecimientos: el metro, la torre, las voces, las bombas, la huida, el apartamento de mis padres, el regreso a la Défense, los dos tipos que me perseguían, y ahora, el subsuelo de París…

Quería convencerme de que todo aquello era real, increíble, pero real. Tenía que confiar en mi juicio, en mis sentimientos.

Imaginé el rostro del doctor Guillaume, dibujé sus rasgos uno a uno en mi cabeza. Sabía con seguridad que había existido, que era parte de la realidad. Mis padres lo habían visto, habían hablado con él. Él era. Pero, entonces, ¿por qué aquella joven me había dicho que no existía y que no había ningún gabinete médico en la torre SEAM? «No había ninguna sociedad en el cuadragésimo cuarto piso… Sólo hay locales técnicos ahí, señor.»

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