Una hora que todos los relojes y los despertadores analógicos pueden indicar, pero que no existe. La tierra de nadie temporal en la que vegetaba anonadado e incrédulo. Mi vida se había parado entonces, en aquella elipse invisible en la que ninguna aguja se había posado jamás. Me sentía inmovilizado, extraviado, en aquel colchón demasiado duro de una habitación de hotel encima de los bulevares de los mariscales, aturdido por el miedo y los medicamentos, atrapado en los segundos infinitos de la hora que no existía.
Sonreí. Entonces, estaba fuera del tiempo. La idea era divertida para un esquizofrénico. Giré de nuevo la cabeza y dejé mi reloj donde estaba. Encendí otro cigarrillo mientras pensaba en los días extraños que acababan de suceder, en la locura que acababa de vivir. Noté que unas gotas dé sudor se deslizaban por mi frente. Intenté no secarme. De todas maneras, el calor del mes de agosto y la angustia se habían aliado contra mí. Era una batalla perdida por anticipado.
Mi paranoia jamás había alcanzado un nivel tan crítico. Estaba sordo por esas voces que invadían mi cabeza, esas frases que no podía olvidar, y que suponía que debían de tener un significado profundo, importante. «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero. Hoy, los aprendices de brujos en la torre; mañana, nuestros padres asesinos en el vientre, bajo 6,3.» No tenía conciencia de las horas, el tiempo me parecía a la vez terriblemente largo e impalpable, como encerrado para siempre en el medio de infinitos bucles de mi 88.88. Con cada pequeño ruido que invadía mi habitación, toqué con el dedo la superficie helada del terror puro, la raíz misma del miedo, que se hundía como un inmenso picador de hielo en las profundidades de mi columna vertebral.
Pero, finalmente, la mañana del tercer día, sin duda, cuando estaba inmerso, amorfo, en un sustituto del sueño, me sobresaltaron y despertaron tres golpes en mi puerta. Tres golpes ensordecedores cuyo eco llenó toda mi habitación. Tuve tanto miedo que creí que mi corazón se había parado. Sin embargo, oí que volvía a latir. Y más fuerte que nunca.
Me cubrí enseguida con mi gran sábana blanca y cerré los ojos, hecho un ovillo en medio de la cama, esperando resignado la muerte.
– ¿Señor? ¡Señor!
Abrí los ojos. Era la voz del tipo del hotel.
– ¿Hay alguien ahí dentro?
Golpeó de nuevo la puerta, más fuerte todavía.
– ¿Está usted vivo todavía? ¡Señor! ¿Está usted ahí?
Me senté en la cama, con la frente cubierta de sudor.
– Señor, si usted no abre, me voy a ver obligado a abrir yo mismo…
– ¡Espere! -grité, presa del pánico, sacando la cabeza de la cama-. ¡Espere! Estaba… Estaba durmiendo. ¡Me estoy vistiendo, ya voy!
– ¡Ah! Está usted ahí. Bueno… Sería muy amable si se reuniera conmigo en la recepción, no ha pagado usted las últimas dos noches…
Creo que esta llamada brutal a la realidad fue un desencadenante para mí. Como un electrochoque psicológico, una ducha fría. Sin saberlo, el guardia del hotel acababa de sacarme de la espiral paranoica en la que estaba hundido desde hacía varios días. Por primera vez desde que me había tirado a aquella cama, volví a tener un contacto con el mundo real, y, en cierto modo, eso me salvó, al menos por un tiempo, de mi laberinto de angustia.
Me levanté de golpe, impulsado por un violento sentimiento de culpabilidad, me dirigí hacia el pequeño lavabo blanco del minúsculo cuarto de baño, me desvestí por completo y me eché agua turbia y fría sobre el cuerpo. «Puta, ¿qué estás haciendo, pero qué estás haciendo?» Me froté con fuerza mis brazos y mi frente. Tuve que enjuagarme varias veces para quitarme el color rojo que había impregnado mis pelos. Me froté la mejilla. Una barba dura y que pinchaba la recubría. Cogí el neceser de mi mochila y me afeité. Mis manos temblaban de miedo y cansancio. Me corté dos veces. Cuando hube acabado, dejé la cuchilla al borde del lavabo y me erguí para mirarme en el espejo.
Apenas me reconocía. Era como si no hubiera visto esa figura desde hacía una eternidad. Mis rasgos acusaban el cansancio, tenía la cara de un muerto viviente. Sin duda, excepto por la barba, ahora había recuperado mi aspecto habitual, pero seguí teniendo una pinta desastrosa. De todas maneras, detestaba mirarme en los espejos. Tal vez no me gustaba mi cara, que siempre me había molestado: nariz demasiado grande, dientes estropeados, cejas eternas, tez amarillenta de fumador. Tenía la impresión de que no me pertenecía. En el fondo, sólo podía soportar mis ojos. Aquella gran mirada azul que conseguía sostener. Era la única cosa de mi rostro que me parecía real, que parecía pertenecerme. Para siempre.
En mi brazo, observé durante un momento el viejo tatuaje cuyo origen ignoraba. Era una cabeza de lobo. No recordaba ni el día ni la razón por la que me hice ese tatuaje. Se remontaba a esa época lejana que se escapaba totalmente a mi memoria.
Bajé la cabeza y contemplé mi vientre. Había adelgazado un poco. Muy poco. Los medicamentos me habían condenado a una detestable gordura eterna. Inspeccioné uno a uno los pliegues de grasa de mi estómago. ¿Cuánto de ese cuerpo me pertenecía a mí, de verdad? Después, más abajo, miré mi sexo, aquel sexo idiota que, según creía, jamás había conocido mujer. Tal vez ni siquiera la había deseado. Era incapaz de acordarme. ¿Seguía siendo uno un hombre cuando no se tiene ningún deseo?
Levanté los ojos y sostuve de nuevo mi propia mirada. Lo consideré una prueba. Había algo raro en ese espejo, en todos los espejos.
«¡Jodidos neurolépticos!»
Con un gesto de rabia, cogí la papelera que estaba a mis pies, me fui hacia la mesita de noche y tiré una a una las cajas de medicamentos a la basura.
«Se ha acabado. Lo dejo. Dejo estos medicamentos que me joden la vida. Me moriré si es necesario, pero se ha acabado. Lo dejo.»
Miré durante un instante las tabletas y cartones amontonados en el fondo de la papelera, después me dirigí a la ventana, la abrí de par en par y tiré todo lo que contenía a la calle. Las tabletas plateadas volaron como hojas muertas y se esparcieron por la acera y la calzada. Solté un pequeño grito de victoria, y esbocé una sonrisa burlona en los labios.
Volví al lavabo, cogí ropa limpia de mi mochila y me vestí rápidamente.
«No soy esquizofrénico.»
Me puse los zapatos, cogí todo el dinero que tenía en mi cajita, lo metí en mi cartera y salí, finalmente, de aquella maldita habitación con paso decidido.
Bajé rápidamente la escalera del hotel y me encontré con el recepcionista en el vestíbulo.
– Siento mucho haberlo molestado así, pero creía que le había pasado algo -me dijo él con una especie de sonrisa forzada.
– ¿Cuánto les debo? -pregunté secamente.
– Son 20 euros por noche, 40 en total.
Le di el dinero.
– Sin duda, me voy a quedar unos días más -le anuncié.
– Entendido. Ahora que le conozco y que sé que usted paga, no hay problema. Puede pagar cuando se vaya… Tiene que comprenderme, señor. Uno desconfía…
– Desde luego. Gracias.
No añadí nada más y salí rápidamente del hotel.
El sol de agosto inundaba el bulevar. Árboles y hombres desbordaban de vida. Observé el mundo. Todo parecía normal, tan normal como lo había conocido antes. Calmado, real, aunque envuelto, al salir de mi cueva, de un efímero resplandor dorado.
Me puse a caminar por la acera con paso que pretendía seguro. Un vientecillo irregular templaba el calor húmedo del verano, y me hacía cosquillas en la cara. De vez en cuando, pasaban coches cerca de mí, indiferentes. Me cruzaba con hombres, mujeres y niños. Algunas tiendas estaban abiertas. No toda la ciudad estaba de vacaciones. A un lado, había un quiosco de prensa con sus variopintas pancartas que recordaban los atentados; al otro, una cabina de la Compañía Eléctrica de Francia, cubierta de carteles y de adhesivos de colores que invitaban a las festividades urbanas, o anunciaban conciertos o veladas; más lejos, una panadería de la que salía el olor seductor de su bollería. Atadas a los tubos de una pequeña barrera verde, bicicletas, ciclomotores y motos esperaban el regreso de sus propietarios. La realidad me pareció perfecta, indiscutible. No había nada que resaltara. Tranquilo, me encaminé por ese mundo tangible, evitando cuidadosamente las salidas de metro y las bocas de alcantarilla.
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