Había algo anormal, algo que no tenía sentido.
«Y no soy yo. No soy esquizofrénico.»
La angustia volvió a invadirme.
«Pero ¿qué demonios estás haciendo en las catacumbas, mi pobre amigo?»
Levanté la cabeza. Apagué el mechero, estaba completamente oscuro, pero, de todos modos, abrí los ojos de par en par. Tenía ganas de salir, de irme de allí, de aquel lugar surrealista. Pero no podía, me arriesgaba a perder la vida.
¿Existían de verdad aquellos dos malditos tipos? Sí, desde luego. O no. Tal vez, no.
Por momentos, la cólera ocupaba el lugar de la angustia.
La cólera contra mí mismo. Contra mi incapacidad para razonar correctamente. No obstante, ¿tan complicado era observar los hechos? ¿Interpretar lo real? Entonces, ¿no había aprendido nada después de todos esos años?
Me parecía que ya era tarde. Fuera, debía de estar a punto de hacerse de noche.
En ese momento, volvió a darme. Primero, la quemazón familiar de la migraña, como una pinza que se cierra sobre la mitad izquierda de mi cerebro. El mundo, a continuación, se balanceó y empezó a dar vueltas. Y después, las voces.
Los murmullos. Lejanos, pero muy reales. Muy reales para mí. Conocía esos extraños encantamientos. Eran las voces que salían a veces de algunas bocas de alcantarilla. De algunas salidas de metro. Había aprendido a reconocerlas después de años de pasearme por París. Era el murmullo de la ciudad, indistinto, secreto, oscuro, que me petrificaba el alma. Decenas de cuchicheos incomprensibles, como el coro de un ejército de muertos.
Me tapé las orejas. Todo mi cuerpo se encogió, como para rechazar aquellas voces confusas; pero sabía que eso no serviría de nada. Nada podía acallar el murmullo de la sombras.
No sé durante cuánto tiempo me quedé así encerrado en mi angustia, ni al cabo de cuántas horas me dormí.
Cuando me desperté sobresaltado, las voces habían desaparecido. Me levanté, torpemente, con las piernas abotargadas. Encendí mi mechero, dudé durante un instante. No había sido un sueño. Estaba allí, bajo la ciudad, como una vulgar rata de alcantarilla. Me decidí a salir.
Con paso rápido, rehíce todo el camino en sentido inverso, y volví a subir velozmente los escalones hacia el exterior. Tenía la impresión de salir de una larga pesadilla, de tener que salir hacia aquella pequeña luz que estaba allí arriba. El mundo real. ¿Real?
Cuando llegué, por fin, frente a la puerta de hierro, me guardé el mechero en el bolsillo, apreté los puños y solté un largo suspiro. Un poco de valor. Salir.
Abrí lentamente. Los rayos de luz invadieron enseguida el pasadizo. Ya era por la mañana. París se coloreaba con miles de resplandores dorados. Los tejados de zinc centelleaban bajo el campo de antenas. Eché una ojeada a la calle y no vi a nadie. Ni rastro de mis dos tipos, en todo caso. Salí.
Me decidí a caminar hasta mi casa. No sentía ni el menor deseo de coger el metro y volver a encontrarme en las profundidades de la tierra, ni de subirme a un autobús en el que la gente me volvería a mirar de reojo por mis ropas desgarradas.
Encontré el camino hasta la Place Victor Hugo. La mañana se levantaba al ritmo de los camiones de la basura. Los primeros coches arrancaron envueltos en un halo de sol. Llegué hasta la Place de l'Étoile. Allí, el Arco del Triunfo resplandecía bajo el cielo inmaculado. Adiviné a lo lejos la llama del soldado desconocido. ¿No era yo uno de ellos? Un pequeño esquizofrénico, anónimo, perdido, esclavo de nuestra ridicula condición, sacrificado como otros miles a la locura militar de Napoleón. Encendí un cigarrillo y crucé las grandes avenidas, después recorrí la Avenue Hoche. Más abajo, entré en el Parc Monceau. Todavía estaba vacío a esa hora. Los árboles parecían hincharse, como si fueran los pulmones de la ciudad, con su primera respiración.
Después, atravesé el parque y bajé hasta la Rue Miromesnil. Cuando, finalmente, estuve junto al edificio, sentí que mis músculos se destensaban lentamente. Llegué a mi casa. En aquel lugar donde tenía referencias, casi me sentía seguro.
Abrí la gran puerta del portal, subí al piso y cogí la llave que tenía en el fondo de mi bolsillo. La deslicé en la cerradura y descubrí, entonces, con estupor, que no estaba echada.
Fruncí el ceño. ¿Había olvidado cerrar con llave? Sí, seguramente. Salí precipitadamente, preocupado, no era nada asombroso…
Pero, cuando volví a entrar en el salón, comprendí que se trataba de algo totalmente diferente.
Alguien había registrado el apartamento.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 109: la Mâyâ.
En la filosofía hindú, encontramos una noción que se aproxima sensiblemente a la enfermedad que sufro. No es que me sienta solo, sino que sienta bien ser varios cuando se está delante de un precipicio.
La noción de Mâyâ designa la ilusión del mundo físico. Es lo que podemos percibir del mundo, pero que no es real. Según esta filosofía, el universo, tal y como lo vemos, no es más que una representación relativa de la realidad. Ésta está velada, es subyacente y superior. Trascendental.
Soy como un niño que intenta levantar el velo. Tengo las uñas destrozadas a fuerza de rascar la realidad.
El gran salón blanco de mis padres estaba totalmente revuelto. Se habría podido pensar que un temblor de tierra había sacudido toda la habitación. Los cajones de la cómoda y del pequeño escritorio estaban abiertos, y habían vaciado su contenido en el suelo. Habían vaciado el contenido de las papeleras en el suelo; los cojines del sofá estaban diseminados por las cuatro esquinas del salón. La alfombra, que estaba enrollada, había sido empujada a un lado. El suelo estaba cubierto de libros, de papeles, de todo tipo de adornos, de bolígrafos, de papeles mezclados. Habían roto la mesita baja; había miles de minúsculos trozos de cristal esparcidos por todas partes. Los cinco o seis ceniceros que yo solía dejar repartidos por la habitación también habían sido repartidos por aquel desastre.
Me quedé un momento con la boca abierta. Me froté los ojos, casi sin poder creérmelo. ¿Un robo? Desde luego que no. ¡La coincidencia sería demasiado grande! Tenía que haber alguna relación con lo que me había pasado y con esos tipos que me habían seguido por toda la ciudad. Pero ¿a qué me estaba enfrentando?
Di algunos pasos adelante, con los brazos colgando y el rostro descompuesto. Me incliné con cuidado para ver el interior de la habitación de mis padres: después de todo, los tipos podrían haber estado todavía allí dentro. El dormitorio estaba en el mismo estado: irreconocible. Volví a avanzar, esta vez hacia mi dormitorio. Tampoco se había librado. De hecho, parecía que era la habitación que había sufrido el asalto más violento. Habían puesto mi cama de pie, como una vulgar ficha de dominó. Todos mis libros, mis diccionarios estaban tirados por el suelo al pie de mi biblioteca y formaban una especie de montaña blanca, al borde de la avalancha. Mi ropa estaba por el suelo o la habían tirado sobre mi sillón.
Solté un juramento. Mis libros. ¡Mis pobres libros!
Volví al centro del salón. Recogí algunos objetos aquí y allá, como para asegurarme de que no estaba soñando. Levanté una lámpara de pie que me impedía el paso y, en ese instante, vi por el rabillo del ojo, en la otra punta del salón, un objeto que me heló la sangre.
Me erguí, perplejo. No me había equivocado. Allí, en medio de la pared, justo debajo de un estante, vi relucir un pequeño cristal redondo. Allí estaba el discreto ojo de una cámara de vigilancia, instalada a toda prisa, sin duda, mal camuflada. Boquiabierto, me quedé enfrente mismo del objetivo, incapaz de moverme. Después, en un repentino acceso de cólera y miedo, me puse a caminar en línea recta hacia aquel espía indiscreto y lo arranqué con un gesto brusco. El hilo se despegó del estante, y la minúscula cámara cayó al suelo.
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