Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Con una idea en la cabeza, avancé sin apartar la mirada de las fachadas de los inmuebles alineados. Crucé algunas calles, con los puños apretados en el fondo de los bolsillos, casi a paso ligero, y después, al cabo de un cuarto de hora, tal vez más, vi, en fin, lo que buscaba en una pequeña calle detrás de la Place Paul-Léautaud. En la pared, al lado de la puerta de un garaje, una placa de metal grabada anunciaba: «Sophie Zenati, psicóloga, 1.º izquierda».

Sin dudar, entré en el vestíbulo del viejo inmueble parisino y subí los peldaños de una pequeña escalera roja. Cuando llegué al primer piso, me quedé un instante ante la puerta mordiéndome el labio, indeciso; después, finalmente, llamé al timbre. Nada. ¿No había nadie? Volví a llamar al timbre una vez más, inquieto. Si el gabinete estaba vacío, ¿tendría el valor de buscar otro? Pero entonces oí pasos que se acercaban, bajo los que crujía el suelo de un viejo parqué de madera. La puerta se abrió.

– Buenos días, señor. ¿Tiene usted cita?

Era una mujer morena, de unos cuarenta años, pequeña, un poco rellena y con un rostro frío.

– No -respondí encogiéndome de hombros.

– ¿Viene usted a que le den cita?

– No, querría ver enseguida a la psicóloga -dije sin ceder.

– Ah, lo siento, pero no recibo más que con cita.

Entonces era ella. Me pregunté si tenía el aspecto de una psicóloga. O más bien, me pregunté si una psicóloga debía parecerse a mi psiquiatra. ¿Había algo en sus ojos que me hizo pensar en el doctor Guillaume? Me resigné a creer que eso no debía de tener mucha importancia. Eso fue tranquilizador, pero tenía que hacerme a la idea. Mi psiquiatra estaba muerto, tendría que establecer lazos de confianza con una nueva persona. Completamente nueva.

– Sí, lo entiendo, pero es una urgencia -insistí.

– ¿Una urgencia?

– Sí. Querría saber si soy esquizofrénico.

Mi interlocutora levantó las cejas.

– Ya veo.

Ella dudó. Yo no me moví ni un centímetro. La miraba, simplemente. No quería decir nada más. Era una especie de prueba. Si ella decidía que el tema merecía investigarse, tal vez sería la señal de que podía confiar en ella.

– Está bien -dijo ella, a la vez que suspiraba-. Puedo recibirlo en un cuarto de hora, pero no para una sesión completa. Y después, tendrá que coger una cita… No funcionamos así, sabe usted…

– Gracias.

Ella me dejó pasar; atravesamos un largo pasillo revestido de madera, después me rogó que me instalara en la sala de espera. Me senté en un asiento, ligeramente incómodo, escondiendo las manos bajo mis muslos como un niño tímido. La mujer desapareció tras una doble puerta.

Me quedé un momento paralizado, inmóvil; después empecé a calmarme y me puse a inspeccionar la habitación, como un alumno en el despacho del director. En una esquina, a mi izquierda, había juguetes de madera y plástico guardados en grandes cestos; a la derecha, una pequeña biblioteca, con filas de libros en desorden. No pude evitar fijarme en un gran título rojo que sobresalía entre los demás: Kramer contra Kramer . En las paredes desnudas habían colgado, hacía tiempo a juzgar por su estado, unos pósteres con números de emergencia como el de SOS Mujeres Maltratadas, u otros organismos de asistencia. Frente a mí, en una pequeña mesa, había apiladas unas revistas estropeadas. En lo alto del montón, un Paris Match aseguraba revelar todo sobre la vida privada del primer ministro. Al lado, un número de Elle alababa las virtudes de un régimen especial para el verano.

Saqué las manos de debajo de mis piernas, y me puse a frotarlas una contra otra, en un gesto nervioso. ¿Había hecho bien en ir allí? Sí, seguramente. Era un acto razonable. De hecho, especialmente razonable, y del que podía sentirme orgulloso. Un acto sensato.

De todos modos, necesitaba una opinión exterior a mí. Una opinión de un profesional. Seguramente, no podía librarme solo de mis angustias ni de esa duda repentina y justificada sobre mi enfermedad. Sin embargo, el doctor Guillaume estaba muerto. O tal vez no había existido nunca. Ya no lo sabía… En suma, sí, seguramente necesitaba ayuda, no había duda al respecto.

Algunos instantes más tarde, mientras intentaba ver los títulos de otros libros alineados en la biblioteca, la puerta se abrió de nuevo. Oí que la psicóloga se despedía, y vi que salía una mujer que debía de tener entre veinticinco y treinta años, y que cruzó la sala de espera sin dirigirme una mirada. Llevaba el pelo corto, a lo chico, y tenía la tez oscura de una mediterránea; tal vez, incluso, el sol de África del Norte había dorado su piel. Los rasgos finos, el rostro delicado: tenía un aspecto triste y salvaje. Sus ojos brillaban con un verde bello primaveral. La vi irse, sin atreverme siquiera a decirle adiós. En la consulta del doctor Guillaume, jamás me había cruzado con otro paciente.

– Puede entrar, señor, por favor.

Me levanté lentamente y crucé la puerta frotándome la nariz con la mano izquierda. La psicóloga se había instalado detrás de una mesa desordenada. Me observaba con aspecto serio.

– Siéntese -me dijo ella, señalándome la silla que estaba frente a ella.

Yo lo hice, sin dejar de mirar el fárrago que reinaba en el gabinete. Había montones de libros, un ordenador abandonado por el suelo, un gran climatizador blanco… Me había esperado un interior sobrio y, sobre todo, mucho más ordenado. ¿Una psicóloga negligente podía ser una buena psicóloga?

– Bien. Antes que nada, ¿cómo se llama usted?

– Me llamo Vigo Ravel, como el compositor, y tengo treinta y seis años.

Vi que anotaba mi nombre en un gran cuaderno negro.

– Venga, cuéntemelo todo.

– Doctora, creo que…

– Espere un momento -dijo ella levantando su bolígrafo-. Yo no soy doctora, soy psicóloga.

– ¿No es lo mismo?

– No, en absoluto. No he estudiado medicina…

– Ah, bueno, eso no es grave -dije sonriendo-; yo estoy loco, no enfermo.

Ella permaneció sorprendentemente serena. Eso no la había hecho reír.

– ¿Por qué dice usted que está loco?

– Eso no lo digo yo exactamente, sino mis padres y mi psiquiatra, el doctor Guillaume. Dicen que soy esquizofrénico… Llevan años tratándome.

– ¿Y usted no les cree?

Ella hablaba con una voz monótona y asentía regularmente con la cabeza, como para darme a entender que comprendía todo lo que yo decía, o bien para tranquilizarme, sin duda. Y lo más asombroso era que funcionaba. Sin entender por qué, sentía confianza hacia aquella mujer. Había en su mirada una contradicción que me gustaba: era a la vez maternal y neutra. Protectora e imparcial. Tenía la impresión de que podría decirle cualquier cosa y que ella no me juzgaría, al contrario que el doctor Guillaume, quien siempre había parecido estar evaluándome.

– Bueno, es un poco más complicado. Al principio no les creía, pero acabé creyéndoles, y ahora vuelvo a tener dudas… Es un poco complicado, lo admito. Me habría gustado hablarlo con mi psiquiatra, no la habría molestado; pero el problema, sabe usted, es que ha muerto en el atentado.

Vi que levantaba lentamente la cabeza y arqueaba ligeramente una ceja. Intentaba no parecer sorprendida, pero no pudo ocultármelo. Sonreí.

– ¿Su psiquiatra murió en el atentado de la Défense? -preguntó, a la vez que se aclaraba la garganta.

– Sí, bueno, eso creo. Ya no estoy seguro de nada, ahora. Ni siquiera estoy seguro de que haya existido. Disculpe, pero necesito saberlo: ¿el atentado ha ocurrido de verdad?

En esa ocasión, ella no intentó ocultar su asombro.

– Sí -dijo, frunciendo el ceño-. Sí, desde luego que ha tenido lugar el atentado de la Défense. ¿Por qué duda de que su psiquiatra haya existido?

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