Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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Es particularmente lamentable no acordarse de la propia infancia, ni siquiera de la adolescencia. En la comprensión, el conocimiento de uno mismo, una laguna tan grande es necesariamente un déficit. Por tanto, no me conozco bien. Por tanto, no estoy seguro de nada en lo que me concierne. No estoy seguro de mis preferencias políticas, ni de mis gustos, ni de mis deseos. Se dice que un hombre es la suma de todas las opciones que éste hace en su vida. Pero, entonces, ¿se puede ser un hombre si uno no se acuerda de ninguna de estas opciones?

Tal vez, no obstante, tengo la impresión de acordarme de hechos antiguos. Recuerdos vagos, antiguos, confusos, pero recuerdos de todos modos. No sé si son reales o si son paramnesias causadas por mis problemas mentales; sin embargo, he tomado la decisión de anotar aquí estos recuerdos. Tal vez podría así reconstruir poco a poco el ser que soy o que era. Es lo que los psiquiatras llaman la «técnica del paso a paso». Revivir lentamente el viaje de mi vida pasada, pero en segunda clase, por favor.

23.

Al día siguiente de mi visita al psicólogo, después de haber Pasado mi primera noche relativamente en calma desde los atentados, me propuse no quedarme encerrado en el hotel. Llevaba horas dándoles vueltas a las preguntas en mi cabeza, y no siempre sabía dónde estaba. Me sentía muy solo, muy perdido, y enseguida me pareció que necesitaba ver a alguien, a alguien que me conociera, junto al que pudiera tal vez reencontrar el sentido de la realidad. Seguía sin tener noticia alguna de mis padres, y no estaba seguro de querer verlos por el momento. Por tanto, me decidí a ir a ver al señor De Telême, mi jefe.

Me aseé rápidamente, y me vestí, no sin sentir un verdadero placer. Volver a ponerme esa ropa era un primer paso para aceptar una realidad segura, una realidad en la que debía estar afeitado, limpio y presentable.

Me tomé un café y un cruasán en la planta baja del hotel, en un pequeño bar. Intenté no prestar atención a las voces de los otros clientes. Tenía que concentrarme en otra cosa. Eché una ojeada a los periódicos de la mañana. Sólo hablaban del atentado y de la pista islamista. Todavía se veían las fotos de la Défense, y de las fuerzas de auxilio en medio de las ruinas. Mi realidad. Pagué al camarero, y después me puse en camino.

La sociedad Feuerberg está instalada en la Place Denfert-Rochereau. Seguía inquieto por la idea de volver bajo tierra, así que cogí el autobús y crucé París por la superficie. Pero cuando estuve a pocos pasos de las oficinas y vi pasar tras las ventanas a numerosas siluetas, tuve de repente un extraño sentimiento, no tanto de miedo como de inquietud. ¿Estaba listo para volver a ver a mis colegas de golpe? Había desaparecido durante días, iban a asediarme con preguntas, a lanzarme miradas suspicaces… No. Era demasiado pronto para enfrentarme a eso. Era mejor ver al señor De Telême cara a cara.

Cogí mi teléfono móvil y llamé a su oficina. Me respondió su secretaria. Era una mujer a la que nunca había apreciado. Hablaba poco, jamás daba su opinión. Se contentaba con seguir al señor De Telême para todo, con un cuaderno y un bolígrafo en la mano, y esbozaba extrañas sonrisas, que no lo eran, en realidad.

– ¿Podría hablar con el señor De Telême, por favor?

– No está aquí hoy. ¿Quiere dejar un mensaje?

– No -respondí-. Volveré a llamar mañana.

La secretaria pareció dudar durante un instante.

– ¿Señor Ravel, es usted?

Ella me había reconocido. Había reconocido a Vigo Ravel, a mí. Por tanto, estaba en la realidad. Feuerberg, François de Telême, la secretaria… Eso, al menos, no me lo había inventado.

– No, no -mentí-. Gracias, señora, volveré a llamar.

Colgué enseguida. Di algunos pasos por la plaza, suspirando. ¡Qué imbécil! Había cruzado todo París para nada. Me habría bastado llamar para evitar el desplazamiento. Pero, después de todo, caminar me ayudaría a ver las cosas más claras. Por el momento, no oía ninguna voz en mi cabeza. No me había sentido tan tranquilo desde los atentados. Ahora que estaba aquí, y con una buena disposición, podía aprovechar el buen tiempo para pasear un poco…

Así, pasé el mediodía caminando por el distrito XIV. Como todavía no estaba completamente seguro y me esperaba que aparecieran los dos tipos que me habían perseguido, me paseé por los lugares más tranquilos y más discretos del barrio: los jardines del Observatorio, las callejuela de la villa d'Alésia, el parque Montsouris…

En el camino de regreso, más sereno, me sorprendí al encontrar en mí sensaciones antiguas: el estado de ánimo en el que había estado tanto tiempo. Volví a descubrir, sin verdaderamente explicármelo, esa resignación que el doctor Guillaume siempre había alabado. Poco a poco, la certidumbre de que era esquizofrénico se fue instalando de nuevo, y prácticamente me convencí de que todo lo extraño que me había pasado esos últimos días era tan sólo producto de mis delirios.

Los dos tipos que me habían perseguido, sin duda, no habían existido nunca, ni tampoco la cámara del apartamento de mis padres, y la frase que me había parecido oír en la torre SEAM. No era ningún mensaje indescifrable, era simplemente una frase sin pies ni cabeza que me había inventado.

En el fondo, era tranquilizador saberse simplemente loco. Era reconfortante, y era una respuesta fácil a todas mis cuestiones. Si era esquizofrénico, entonces, ya no había ningún misterio, sino sólo algunas alucinaciones a las que no debía dar ningún crédito.

Entonces, en el Boulevard Raspail, crucé una mirada que me pareció familiar. Me detuve, intranquilo, y observé más atentamente a la joven que cruzaba un poco más lejos. Ese corte de cabellos, esa nariz fina, esas piernecillas… Sí, era la contable de Feuerberg. Sin pensarlo, grité su nombre.

– ¡Joëlle!

La joven se giró, y después pareció sorprendida al descubrir mi rostro. Giró los ojos y retomó su marcha con un paso más rápido.

Dudé un segundo, desconcertado por su reacción; después empecé a seguirla.

– ¡Joëlle! ¡Soy yo, Vigo!

Ella caminó más rápido todavía. Corrí para alcanzarla y, cuando estuve a su altura, me deslicé ante ella y la cogí por el hombro.

– ¿Qué ocurre? -pregunté, perplejo-. ¿No me reconoce?

Ella se soltó, con los ojos llenos de pánico.

– Déjeme, por favor.

Después, volvió a ponerse en marcha. Estupefacto, la volví a coger del brazo, más firmemente esta vez.

– ¿Qué son estas tonterías? ¡Joëlle! Trabajamos juntos en Feuerberg. ¡Soy Vigo Ravel!

– ¡Señor, no sé de qué está hablando, no le conozco, déjeme tranquila!

Ella me empujó violentamente y se fue corriendo al otro lado de la calle.

Me pregunté si era posible que se hubiera equivocado, que hubiera confundido su rostro, pero estaba absolutamente convencido de reconocerla, hasta por su voz y su mirada. Era ella sin lugar a dudas. Pero ¿por qué iba a mentirme? Algunos peatones habían empezado a mirarme fijamente con suspicacia; sin embargo, me negué a dejarlo estar. Necesitaba una explicación. Me puse a correr.

La contable me llevaba ventaja, pero yo iba mucho más rápido y la alcanzaría enseguida. Vi que giraba por una calle a la derecha.

– ¡Oh! ¡Señor! ¡Déjela en paz!

Una rubia alta, que iba detrás de mí, pareció querer jugar a los justicieros; pero no tenía intención de dejarme impresionar. Corrí más rápido.

Cuando llegué a la esquina de la calle, vi a lo lejos a dos policías. Lancé un juramento. La joven se fue derecha hacia ellos. Iba a denunciarme. ¿Denunciarme por qué? ¿Por haberla reconocido? Di inmediatamente media vuelta, invadido por un inmenso sentimiento de injusticia. Era a mí, ahora, al que iban a perseguir, cuando era la única y verdadera víctima de esta historia.

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