Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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– ¿No cree que debería verificarlo usted mismo? Eso tal vez le ayudaría. No solo, desde luego, sino con la ayuda de alguien…

– ¿Con usted?

– No. ¿No podría hacerlo con su jefe o, todavía mejor, con sus padres? ¿No tiene ninguna noticia de ellos desde los atentados?

– No. Ni siquiera sé si han vuelto a su casa, en la Rue Miromesnil. Tengo miedo de volver allí. Cuando fui, había, en fin, me pareció que había una cámara. Pero he debido de imaginarlo, desde luego, en medio de mi paranoia.

– ¿Una cámara?

– Sí, sí.

Ella lo anotó.

– Sus padres estarán muy preocupados a estas horas. Debería intentar ponerse en contacto con ellos y preguntarles si pueden ayudarle a aclararse, a discernir lo falso de lo real.

– ¿Y si lo hubiera inventado todo, como con la cámara? ¿Y si mis padres no existen?

– Lo sabrá si intenta verlos, señor Ravel. Eso me parece importante. La soledad en la que se ha encerrado me parece peligrosa. Necesita retomar el contacto con la realidad. De lo contrario, se arriesga a sufrir fases bastante penosas. Sería bueno que estuviera acompañado.

– Mientras la escuchaba, no podía evitar pensar en mis padres. La idea de que ellos también pudieran ser el fruto de mi imaginación me parecía factible y aterradora. Tal, vez el apartamento de la Rue Miromesnil tampoco era real. Tal vez siempre había vivido en ese hotel…

– ¿Qué posibilidades hay de que me haya inventado la existencia del doctor Guillaume? -pregunté, apoyando el mentón en mis puños.

– Si las personas de la Défense le dijeron que esa consulta médica no existía, hay muchas posibilidades de que lo haya inventado, en efecto.

– ¿Igual que invento las voces de mi cabeza? Esas voces no son reales, ¿verdad?

– Son reales para usted, Vigo. Usted las escucha. Pero debe entender que no pueden ser los pensamientos de la gente. Son sus propios pensamientos. Su cerebro confunde su yo y el mundo exterior, igual que su vida psíquica, su imaginario, y los acontecimientos reales que le rodean…

Solté un largo suspiro. Sí. Desde luego. Evidentemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Sin embargo, todo me había parecido muy real.

– Según todas las informaciones, señor Ravel, ninguna de las personas que estaban en el interior de la torre SEAM ha sobrevivido… Ninguna. Y cuando se ven las imágenes, cuesta imaginar lo contrario.

– Entonces, ¿yo no estaba en la torre?

– Probablemente, no.

– ¿Y por qué tengo ese recuerdo?

– Tal vez estaba usted en las proximidades, lo que explicaría sus heridas. O bien ha visto las imágenes de la televisión, que le han impresionado y han provocado en usted una crisis de paranoia; en suma, todo bastante clásico…

– ¿Clásico? -dije, un poco ofendido.

– En el cuadro de los síntomas que padece, sí. Usted le ha dado un significado personal y extraño a un acontecimiento real que, no obstante, es ajeno a usted. Las crisis de esquizofrenia paranoica le dan la impresión al sujeto de ser el centro del mundo, frente a los acontecimientos más aleatorios que, para él, tienen una lógica muy precisa… Tal y como le he leído antes…

– En resumen, ¿las cosas que he imaginado no son sorprendentes para una persona que sufre esquizofrenia?

– Es un síntoma bastante corriente, sí. Usted se ha colocado en el centro de un acontecimiento excepcional, como si usted fuera el protagonista principal, como si pudiera estar en el corazón mismo del mundo entero. Y cuando a este tipo de síntoma se le añade la sensación de que nadie quiere creerle, tal y como usted decía el otro día, se puede hablar del síndrome de Copérnico.

– ¿El síndrome de Copérnico?

– Sí, es un síndrome que se da, a menudo, en pacientes aquejados de paranoia o de esquizofrenia: la seguridad de poseer una verdad esencial, capital, que lo coloca por encima del común de los mortales, pero que el mundo entero se niega a creer.

– ¿Y cree usted que padezco ese síndrome?

– Me parece bastante probable. Usted está seguro de haber descubierto algo extraordinario, la capacidad de escuchar el pensamiento de los demás, y que, además, ese poder le ha permitido escapar al atentado más terrible de nuestra historia. Por otro lado, está usted convencido de que nadie querrá creerle, que el mundo entero niega su verdad, incluso, que hay un complot para impedir que revele su historia… Tiene todos los elementos del síndrome de Copérnico.

– ¡Pero eso es horrible!

– No. Es un síntoma bastante banal.

– ¿Dice eso para tranquilizarme? -dije con ironía.

– En absoluto, se lo digo porque es la realidad, y lo que debe usted volver a empezar a hacer ahora es reconocer la realidad. Pero eso no será fácil, señor Ravel. Comprender que su cerebro le miente no debe llevarlo a excederse en sentido contrario; eso no debe hacerle perder el sentimiento de la realidad, ni de su propia persona. No todo es ilusión, ni alucinación. Hay algo real en lo que usted siente y ve, en lo que usted escucha. Debe volver a aprender a captar la realidad, y a distinguirla.

Asentí.

– Señor Ravel, ahora que nos conocemos, ¿está usted seguro de que no quiere consultar a un psiquiatra? Su problema es serio, y…

– ¡No! -le corté-. De verdad que no, al menos por el momento, en todo caso. Por favor. Prefiero continuar viéndola a usted. Necesito tiempo. Y referentes. Usted, mis padres… son referentes para mí.

– Ya veo. Bien. ¿Va a retomar el contacto con su familia? -Sí.

– Perfecto. ¿Quiere que lo hagamos juntos?

– No, no. Voy a ir a buscar mis cosas al hotel, después los llamaré yo solo.

– Muy bien. Me parece que ha tomado usted la decisión correcta.

Ella me dedicó una sonrisa de satisfacción. Debía de pensar que habíamos hecho progresos. Sin duda, tenía razón. Poco a poco, volvía a tomar conciencia de mi enfermedad. La crisis desaparecería pronto, o eso quería creer. Y podría volver a tener una vida casi normal, trabajar, seguir un tratamiento…

– Bien -dijo ella, poniendo las manos sobre su mesa-. Ya hemos hecho bastante por hoy. ¿Quiere que volvamos a vernos dentro de dos días?

¿Una rutina, una referencia? Sí, tenía ganas, lo necesitaba.

– Sí que quiero, sí -dije, mientras me retorcía las manos.

Ella consultó su agenda y fijó una nueva cita.

– Perfecto. Entonces, hasta la vista, señor Ravel. Retome el contacto con su familia e intente reconstruir un poco las cosas con ellos, ver cuáles de sus recuerdos son reales y cuáles, fruto de su imaginación. Pero tómese su tiempo. No se apresure. Es inútil querer hacer demasiado… Podría empezar por verificar quién es su psiquiatra…

– Entendido.

– Dentro de dos días, me contará cómo le ha ido.

Dije que sí con la cabeza y pagué la consulta. Mientras rellenaba el cheque, me fijé en mi nombre escrito en caracteres de imprenta: «Vigo Ravel». Nunca había imaginado mi patronímico. Visiblemente, el Crédit Agricole me reconocía como tal… Vigo Ravel.

Le di la mano a mi psicóloga y salí de su despacho. Al cruzar la salita de espera, vi a la mujer con la que me había encontrado dos días antes, en el mismo sitio. La reconocí enseguida: era la esbelta treintañera, de pelo corto y oscuro, con rostro fino, frágil, y los ojos de color verde, unas cejas atusadas y la piel tostada, tal vez, por el sol del Magreb. Estaba sentada, inmóvil, preparada para abrirle el corazón a la psicóloga, un alma en la sala de espera, con las lágrimas al borde de las palabras. En esa ocasión, su cita era después de la mía. Olvidando quién era, le dirigí un gesto amistoso de cabeza. Ella me devolvió lo que parecía una sonrisa.

En el rellano, cerré la puerta detrás de mí y me quedé inmóvil de repente, con los puños apretados. No me moví, como prisionero de la mirada de Medusa. Pero había sido más bien un ángel el que me había clavado al suelo.

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