Aquella joven, su tristeza, su silencio… No conseguía sacarme su rostro de la cabeza. Había algo en su mirada verde oscura… Fuerza y debilidad a la vez, como un arrebato roto, y esa pequeña luz enternecedora, una linterna encendida en una noche de pesadilla. Tenía el aspecto frágil y duro de la gente que ha sufrido. Conozco bien esos rostros.
Y, entonces, al final de esta extraña semana, a manera de conclusión, tal vez, como colofón, bajé las escaleras del inmueble y me fui a sentar a un banco que había en medio de la acera, decidido a esperarla. Para volver a verla.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 127: Nicolás Copérnico.
Desde que la psicóloga mencionó el síndrome de Copérnico, la vida de ese astrónomo polaco me ha obsesionado… Me parece que tengo que conocerlo. Para intentar comprender, he buscado su rastro en los libros de historia. He anotado su biografía, como para hallar resonancias en ella, explicaciones y un poco de tranquilidad.
Nikolaj Kopernik nació el 12 de febrero de 1473, en Torun. Lo he buscado. Era la capital de la Prusia polaca. Su padre, que era panadero, murió cuando Copérnico tenía diez años. Pregunta: ¿la pérdida prematura de su padre lo empujó a sondear los misterios del universo? ¿Ya poner en cuestión toda la cosmogonía de su tiempo? Tal vez. ¿Qué soledad tan grande pondría a un hombre a interrogar así el cielo y su inmensidad? No estoy lejos de pensar que Copérnico debía de tener también angustias. Eso lo tenemos en común.
Después, fue adoptado por su tío, que era el obispo de Cracovia… Resulta irónico cuando se sabe que la Iglesia será durante tanto tiempo su mayor y más violento adversario. En realidad, la obra de Copérnico marca, en la historia, el inicio de las divergencias entre ciencia y religión… Veo algo ahí. Veo a un hombre que, tocando con el dedo una pequeña esquina de verdad, molestó profundamente a sus contemporáneos porque puso en cuestión el sistema de creencias y, por tanto, de poder, de la clase gobernante… Pero no nos precipitemos. Yo no he descubierto que la Tierra gira alrededor del Sol. Yo me engaño.
En todo caso, esta adopción le permitió a Copérnico cursar estudios con brillantez. Así, se inicia en las artes liberales en la Universidad de Cracovia. Después, su tío lo nombra canónigo de Frombork. En ese puesto, asume, en realidad, más responsabilidades financieras que religiosas.
A continuación, se desplaza a Bolonia, en Italia, para estudiar derecho canónico, medicina y astronomía. Allí conoció a Domenico María Novara, uno de los primeros científicos que puso en cuestión el sistema geocéntrico, tesis que entonces era la admitida por toda la cristiandad y según la cual la Tierra estaría en el centro del universo. Copérnico se aloja en casa de su profesor, que le transmite su pasión por la astronomía. Juntos, observan el eclipse de Aldebarán por la Luna, que tuvo lugar el 9 de marzo de 1497.
En 1500, Nicolás Copérnico se convierte en profesor de matemáticas en Roma, donde también da algunas conferencias notables sobre astronomía. Después decide irse a Padua para estudiar medicina. Recuerdo, de paso, que en esta misma universidad, un siglo más tarde, también dará clases un cierto Galileo. Paralelamente, Copérnico obtiene su doctorado en derecho canónico. Vuelve después a Polonia para cumplir con su deber de canónigo.
Además de trabajar como administrador y como médico, no abandona jamás sus investigaciones en astronomía, y consagra siete años de su vida a escribir De Hypothesibus Motuum Coelestium a se Contitutis Commentariolus , un tratado de astronomía que anuncia ya los principios del heliocentrismo, pero que no se publicará antes del siglo XIX.
Sin embargo, en 1512, trabaja en la que será la obra de su vida: De Revolutionibus Orbium Coelestium . Invirtió dieciocho años en acabarla. Este ensayo, tan magistral como controvertido, no se publicará hasta poco antes de la muerte de su autor. En efecto, Nicolás Copérnico muere en Frombork el 23 de mayo de 1543, unos días después de haber recibido el primer ejemplar impreso.
Me complace creer que murió con su libro entre las manos. Bien agarrado.
Mientras esperaba a los pies del edificio de la psicóloga, disfrutaba de la luz de un día magnífico, con los brazos colocados sobre el largo respaldo verde de aquel banco parisino. Me sentía bien, acunado por el ronroneo de los coches y los caprichos del viento, y el verano urbano satisfacía todos mis sentidos. No vi pasar el tiempo, pero sentí enseguida el ardor del sol en mis mejillas y mi frente.
Mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo, no podía evitar pensar en la joven de la sala de espera. ¿Qué me pasaba? ¿Estaba empezando a sentir una atracción? ¿Así era como los hombres se enamoraban? No. Seguro que no. El amor tenía que ser algo más complicado. Se habían escrito muchos libros, y se habían cantado muchas canciones. Pero entonces, ¿qué? ¿Qué quería yo de esa mujer de la que no sabía nada?
Tal vez necesitaba sentirme menos solo. Porque compartimos al menos una cosa: aquel pequeño despacho desordenado del primer piso, sus confidencias y sus secretos. Sí, sin lugar a dudas, tenía ganas de hablar con alguien que compartiera esa extraña realidad, la de nuestra psicosis o nuestras neurosis, la de nuestras confesiones. Porque, a pesar de lo que le había dicho a la psicóloga, la idea de hablar con mis padres no me encantaba particularmente. Por el contrario, reencontrar el sentido de la realidad hablando con aquella joven, en vez de con ellos, me parecía una excelente iniciativa.
Mis padres… Algún día, a pesar de todo, tendríamos que retomar el contacto. ¿Y si habían vuelto? Tal vez, en aquel mismo momento estaban en la Rue Miromesnil. ¿Habrían encontrado el apartamento tal y como lo había dejado? ¿Como si hubiera pasado un tornado?
Tenía que saberlo. Cogí mi teléfono móvil y me preparé a marcar el número de nuestro apartamento. Pero, cuando acercaba mis dedos al teclado, me di cuenta enseguida de que era incapaz de acordarme de él. Intenté averiguarlo, probar combinaciones distintas de cifras, pero no me venía nada a la cabeza. Decidí entonces consultar el directorio de mi teléfono. Estaba vacío. ¿Jamás lo había llenado? Me resultaba imposible responder y, con sensación de desamparo, me decidí a llamar al teléfono de información.
Un teleoperador me respondió con la cortesía ritual y afectada de los operadores privados.
– Buenos días -respondí yo-, querría el número de teléfono del señor Ravel, que vive en el número 132 de la Rue Miromesnil, por favor.
– ¿En qué ciudad?
– Ah, sí, en París.
– ¿El distrito?
– Está en el VIII, señor.
– Tenga la bondad de esperar, estamos efectuando su búsqueda.
Esperé con los ojos cegados por el sol. Encendí otro cigarrillo.
– Señor -repuso finalmente el desconocido al otro lado del hilo telefónico-, no hay ningún abonado con ese nombre en la Rue Miromesnil.
– ¿Cómo dice? -exclamé.
– No hay ningún señor Ravel que figure en el listín telefónico, en la Rue Miromesnil, en el distrito VIII de París. ¿Quiere que pruebe con una ortografía similar?
– No, es Ravel, como el compositor.
– Lo siento, no hay nadie con ese nombre, señor.
– Está bien -balbuceé-, gracias.
– Gracias a usted, señor, que tenga un buen día.
Él colgó.
Estaba boquiabierto. Necesité unos instantes para decidirme a despegar el auricular de mi oreja.
«No hay nadie con ese nombre, señor. No hay ningún señor Ravel.»
No tuve tiempo para valorar las consecuencias de esa frase asesina. La joven de la sala de espera apareció, de repente, tras la gran puerta cochera del inmueble.
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