Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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La vi fruncir el ceño. Era, de nuevo, el rostro frágil que había visto en la sala de espera…

– Bah… Nada terrible. Soy un poco ciclotímica, como mujer. El cansancio, pequeñas preocupaciones en mi vida conyugal, todo eso… Y además… Tengo un trabajo… difícil. Un trabajo fatigante. En mi profesión, este tipo de depresión leve es frecuente.

Profesora. Estaba seguro de que era profesora. Había reconocido en sus ojos ese desgaste, esa desilusión que, no obstante, se niega a ceder. Debía de tener una plaza en un barrio difícil, en una Zona de Educación Prioritaria, como las llaman, uno de esos guetos modernos que el mundo se fabrica. Para los esquizofrénicos, se había inventado la hospitalización de oficio; la educación era prioritaria para los barrios desfavorecidos. Al menos, me sentía menos solo.

– ¿Y qué es lo primero que fue mal -pregunté-, su trabajo o su vida conyugal?

Ella se quedó silenciosa y aturdida. Insistí.

– ¿Su relación de pareja ha empezado a hacer mella a causa de sus problemas en el trabajo, o bien no soporta más su trabajo porque las cosas van mal en casa?

Ella soltó un suspiro.

– ¡Vaya! Es usted muy directo. Lo siento, Vigo, pero no era éste el tipo de conversación que había imaginado cuando acepté venir a beber algo con usted…

– Espere, le he dicho que oía voces en mi cabeza… ¿Y usted tiene miedo de confiar en mí? ¡Eso no es muy equitativo!

– No es que tenga miedo de confiar en usted, es sólo que no me apetece demasiado hablar de eso…

– Ah. ¿Prefiere usted que hablemos de la lluvia y del buen tiempo? Lo siento, pero no estoy seguro de saber hacerlo.

Ella sonrió.

– No, no, tranquilícese, a mí también me gusta la sinceridad…

– Es lo que me ha parecido entender -dije más tranquilo-. Además, me parece que está muy bien. Esa manera que tiene de plantear las preguntas… Es un buen ahorro de tiempo.

Ella asintió.

– Sí, está bien la franqueza. Pero no siempre se puede hablar tan directamente…

– Tiene usted razón. Como soy ansioso, tengo tendencia a ir un poco rápido a lo esencial. Debe de ser alguna consecuencia de la esquizofrenia. Cuando se tiene miedo a morir, también se tiene miedo de perder el tiempo.

– ¿Tiene usted miedo de morir? -preguntó ella sorprendida.

– ¿Y usted no?

Ella dudó.

– Zenati diría que más bien tengo miedo a vivir.

– Ya ve que vuelve a salir el tema de su depresión.

– Sí, pero ha de entenderme, acabo de pasarme una hora con nuestra adorada psicóloga, eso me basta ampliamente por hoy.

Asentí con la cabeza. El camarero nos trajo nuestro pedido.

– ¿Se ha fijado usted en el desorden de su despacho? -le pregunté como si le hiciera una confidencia-. Es extraño, ¿no? ¿Una psicóloga que no tiene sus cosas ordenadas?

Ella sonrió.

– Sí -dijo ella-, o tal vez es una argucia de psicólogo. Seguramente, el desorden es menos agobiante que el orden para los pacientes… Además, tal vez así nos incite a que confiemos en ella.

– ¿Eso cree usted? Pues yo creo que simplemente es desordenada.

La joven cogió su taza de café mientras reía, después tomó un sorbo. En ese instante, sin entender por qué, como una evidencia repentina, me di cuenta de que era guapa. Verdaderamente guapa.

Hasta ese momento, me había intrigado, asombrado. Pero allí, en la futilidad de ese simple gesto, en la eternidad gratuita de aquel segundo, finalmente descubrí que era magnífica. Su frágil rostro se llenó de triste ternura, y sus ojos verdes se volvieron muy dulces. Poseía la más bella de las bellezas, la que, con prudencia, se revela lentamente.

Cuando volvió a dejar la tacita blanca sobre la mesa, debía de estar petrificado.

– ¿Qué? -dijo ella frunciendo el ceño.

– Es usted… Es usted muy bella, Agnès.

Ella puso cara de estupefacción.

– No ha estado bien, ¿no?

Me di cuenta de lo que acababa de decir. Me rasqué la mejilla avergonzado.

– Discúlpeme. No lo he dicho para cortejarla, se lo juro. Es simplemente que aquí me ha parecido verdaderamente bella, mientras que antes tenía usted un semblante muy serio…

Ella resopló.

– Da lo mismo. Bueno, Vigo, puede decirse que usted ha hecho progresos en entablar relaciones con los demás.

– Yo… lo siento. No sé qué se me ha pasado por la cabeza.

– No es grave. Es mono y sincero. Digamos que su miedo de morir hace que diga usted todo lo que se le pasa por la cabeza…

Ella bebió un nuevo sorbo de café. Yo la imité.

En el momento en que dejé mi taza, sentí que un característico dolor se adueñaba de mi cabeza. Mi migraña, esa migraña. «¡No! ¡Ahora no!» Pero no había nada que hacer, lo sabía bien. Mis manos se pusieron a temblar. Las apoyé en la mesa para intentar controlarlas. Agnès me miraba. Intenté por todos los medios enmascarar la crisis que se adueñaba de mí. Pero enseguida mi vista se nubló y las imágenes que había frente a mí empezaron lentamente a desdoblarse. Los colores y las formas se repetían en ecos vacilantes. El rostro de Agnès se desdobló, como el mundo entero tras ella. Guiñé los ojos.

«Este tipo es verdaderamente raro. A veces, parece que está completamente loco. Pero es gracioso. No es verdaderamente mono, pero sus ojos son muy bonitos. Como los de mi tío…»

Me sobresalté. Era su voz. La voz de Agnès, en mi cabeza. Lo habría jurado. Pero no. Debía ser razonable, no era más que una alucinación. Una alucinación auditiva, completamente normal para un esquizofrénico como yo. Ya está. No tenía que prestarle atención, ni dejar que la locura se adueñara de mí. Con la mano temblorosa, cogí mi taza de café y me la bebí de un solo trago. La crisis se fue disipando lentamente, y con ella, los murmullos de mi cabeza.

– Está temblando. No es muy bueno su café, ¿verdad? -dijo Agnès inclinándose hacia mí.

Yo examinaba el fondo de mi taza. Estaba lleno de pequeños granos negros. Me había tragado algunos, y eran de una amargura desagradable. Pero no temblaba por eso. Dudé si decirle la verdad. «Me ha parecido oír sus pensamientos, Agnès.» Pero decidí finalmente que no era bueno decir todas las verdades.

– No, no es excepcional -concedí.

– Y, sin embargo, continúo viniendo aquí cada vez que vengo a ver a Zenati. Es raro, ¿verdad?

– Buf. Uno se acostumbra a todo.

– Tal vez. O bien soy yo que tengo una fastidiosa tendencia a acostumbrarme a lo que no es bueno. Mire, por ejemplo, ¿fuma usted?

– Como una chimenea -dije, a la vez que sacaba un paquete de tabaco.

Sonreí. No podía evitar mirarla, con su cabello corto a lo chico, sus ojos profundos y su piel llena de sol. Había algo en su actitud que me enternecía. Su voz y sus gestos atestiguaban una fuerza segura que la hacía parecer intocable, incluso infalible; sin embargo, su presencia en la consulta de la psicóloga y algo de su mirada dejaban translucir su fragilidad, más profunda.

– Esta mierda acabará con nosotros -dijo ella, mientras se encendía un cigarrillo.

– De algo hay que morir…

– Sí… Eso es lo que se dice para tranquilizar la conciencia, ¿no? Bueno, con estas palabras llenas de verdad, Vigo, me tengo que ir, ahora…

Ella dejó algunas monedas en la mesa y echó su silla hacia atrás.

– ¿No le habré asustado con mis historias de alucinaciones auditivas? -pregunté con cierto embarazo.

Me aterrorizaba la idea de no haberle gustado, de haber desvelado demasiado rápido la cruda verdad de mi esquizofrenia.

– En absoluto, Vigo. Si le dijera todo lo que tengo en la cabeza, tal vez sería usted el que se asustaría. Pero de verdad, tengo que irme. Como le he dicho, me esperan. Ya volveremos a vernos.

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