Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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«Vete.»

Enseguida, como días antes en la Défense, mi instinto me aconsejó huir. Estaba íntimamente convencido de que no me podía quedar allí. Una voz en mi interior me gritaba que estaba en peligro. Todo mi cuerpo percibía el perfume de una amenaza evidente. Fuera cual fuese la razón por la que mi llave no funcionaba, no podía quedarme frente a aquella puerta. Sin plantearme nada más, di media vuelta y bajé la escalera a toda velocidad. Mis pasos resonaron entre los muros blancos del patio de vecinos. Se confundían unos con otros, aunque enseguida dejé de estar seguro de estar solo. Corrí para salir a la calle.

El corazón se me salía por la boca. Me sentía asfixiado por la soledad, la urgencia y el miedo. ¿Dónde podían estar mis padres? ¿Y si les había pasado algo? ¿Podía estar seguro de que ellos eran mis padres de verdad?

Era incapaz de encontrar una respuesta lógica a todos esos enigmas. Y me sentía más perdido que nunca.

Titubeando como un borracho en la Rue Miromesnil, a punto de desmayarme, pasé frente a los comerciantes a los que conocía bien, pero que, de repente, se habían vuelto unos extraños para mí: el zapatero, ese viejo racista y amargado con el que había reñido años antes; la pastelería oriental, su fuerte olor a azúcar; el pub irlandés; el estanco de Europa donde compraba mis cigarrillos… Los reconocía. ¡No podían ser falsos recuerdos! Y, sin embargo, no conseguía sentirme en mi casa en aquel lugar, ni entre aquellos hombres.

Confundido, me fui del barrio de mis padres y me deslicé por una callejuela desierta. La cabeza me daba muchas vueltas. Me dejé caer sobre un peldaño, a los pies de un viejo edificio, y me agarré con fuerza la frente entre mis manos. No sabía qué más hacer, ni adonde ir, ni a quién recurrir para hallar un poco de reposo y auxilio. Una simple mirada podría decirme que no estaba loco, que existía, y que siempre había existido.

¿Agnès? No. No podía permitirme molestarla de nuevo, y no me conocía bastante. ¿Mi psicóloga? Tampoco. Eso no habría bastado. Necesitaba una prueba más antigua de mi existencia. Entonces, por eliminación, me acordé de él, del señor De Telême. Me di cuenta de que podía ser mi última esperanza, mi único vínculo con el pasado, mi único vínculo con quien había creído ser: Vigo Ravel, treinta y seis años, esquizofrénico.

Cogí mi móvil y marqué directamente su número. Oí que daba señal. Descolgaron el teléfono y, con gran alivio por mi parte, respondió la voz del señor De Telême.

– ¿Vigo? Pero ¿dónde está usted? ¡Todo el mundo le busca desde hace una semana!

«Vigo.» Él me había llamado Vigo. Había reconocido mi voz. Para él, existía.

– Señor De Telême, tengo que verle. Tengo… Tengo problemas.

– Pues claro, amigo mío. No tenemos noticias suyas desde el 8 de agosto. Espero que me pueda dar una explicación. Le espero mañana en la oficina.

– No, en la oficina, no. Y tampoco mañana.

– ¿Cómo que en la oficina no?

– Preferiría que nos viéramos en otro sitio, señor De Telême.

Él dudó. No habría sabido decir si estaba furioso o inquieto.

– Bueno, ¿dónde está usted?

– En el hotel Novalis, en el distrito XVII, pero no es el mejor sitio para vernos.

– Entonces, ¿dónde?

Me puse a pensar. Un sitio neutro. Un sitio donde me sintiera seguro.

– En el Quai du Blues.

– ¿Está de broma? ¡No es el mejor momento para escuchar blues , mi pequeño Vigo!

– Necesito verle allí, señor De Telême, al abrigo de las miradas. ¿Puede ir allí esta noche?

Se quedó, de nuevo, un momento en silencio. Después, tras un suspiro enervado, aceptó.

– Bien. Estaré allí a eso de las 22.30.

Colgué. Cuando llegó la noche, me subí a un taxi que me llevó allí, a Neuilly, en el corazón silencioso de la isla de la Jatte.

30.

Cuaderno Moleskine, nota n.° 131: coincidencias.

Lo sé, la esquizofrenia se traduce principalmente en distorsiones del pensamiento y de la percepción. Ya no creo ser esquizofrénico. Sin embargo, entre los fenómenos psicopatológicos de los que informan los especialistas eminentes, hay uno contra el que tengo que luchar a diario: la tendencia a asociar ideas entre las que no existen correlaciones reales, y una cierta obsesión por los detalles: cifras, fechas, acontecimientos.

Todo el tiempo, en todo lugar, veo coincidencias sibilinas que me asaltan como evidencias. Veo esos vínculos ocultos, esos hilos invisibles, adivino las relaciones, las conexiones misteriosas. Por todas partes, a mi alrededor, el mundo transpira mensajes que no puedo evitar unir entre ellos, como si, en todas las cosas, tuviera que haber una intención secreta, un sentido hermético en el universo.

Después de los atentados, esa impresión se aceleró. Aunque me diga que no son más que correlaciones ilusorias, veo sentidos ocultos en los acontecimientos más nimios.

Por ejemplo, está Copérnico. Desde que mi psicólogo me habló del astrónomo polaco, veo su nombre por todas partes. Primero, me dijeron que sufro un síndrome que lleva su nombre; después, me acuerdo de que el edificio por el que entré en las catacumbas daba a la Rue Copernic, y, finalmente, los periodistas, en la televisión, no cesan de mencionar los atentados que tuvieron lugar en la sinagoga de esa misma calle… Es como si las correspondencias me asaltaran.

Sin embargo, no he de ceder a esa obsesión. La vida está trufada de coincidencias, por la simple razón de que los acontecimientos obedecen a las leyes de la probabilidad. Tenemos tendencia a fijarnos sólo en las coincidencias, sin tener en cuenta el hecho de que intervienen en medio de un número considerable de otros acontecimientos en los que no pasa nada extraordinario. Lo sé: la simultaneidad de lo que nos parecen ser coincidencias sobrenaturales se explica en realidad por lo que se llama la «ley de los grandes números». Según esta ley, con un encadenamiento lo suficientemente largo de acontecimientos, incluso el más improbable se vuelve probable.

Y sin embargo… ¿Cómo puede distinguirse entre una simple probabilidad y un acontecimiento inesperado realmente significativo?

No puedo evitar escrutar lo invisible.

31.

– ¡Vigo! ¡Tiene usted un aspecto desastroso!

La velada hacía tiempo que había empezado. La gran sala estaba sumida en la luz cálida de los focos rojos y azules. La gente había acabado de comer, y estaban sumidos en la actuación de un viejo bluesman de la Nueva Orleans posterior a la inundación. Ese tipo, su voz y su guitarra eran sólo un ente en medio de aquellos halos de colores. Una especie de bola de notas, de ritmos y de desgarros que iba directa al alma. Sus lamentos de hombre abandonado se elevaban por todas sus cuerdas, vocales o metálicas, y todo lloraba en torno a él: las vibraciones del órgano Hammond en el cajón Leslie, el deslizamiento de los dedos sobre un bajo… Era bello como una carta de adiós encontrada un siglo más tarde. Tenía el vello de los brazos erizado. Mi cuerpo entero oía la música. Tenía la sensación de ser uno de esos instrumentos, allí, de pie, a pocos pasos del pequeño escenario.

– ¿Vigo?

Salí de mi aturdimiento e intenté sonreír al señor De Telême. Las 22.48. Acababa de sentarse frente a mí y parecía inquieto, incómodo dentro de su traje gris. Vi enseguida que no me miraba con los mismos ojos que antes. Había sido desde hacía diez años una de las pocas personas que nunca me había visto como un esquizofrénico. Al menos, ésa era la impresión que siempre había tenido. Pero allí, de repente, reconocí ese velo distante en su mirada, esa condescendencia afectada que las personas orgullosas reservan para las criaturas de mi especie.

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