Sin reflexionar, la cogí de la mano.
– ¿Quiere usted que intercambiemos nuestros números de teléfono? -pregunté angustiado.
– ¿Para qué?
– No lo sé. Así, si un día se siente usted mal, puede llamarme a cualquier hora.
– ¿Ah, sí? Bueno, pues usted no lo haga -replicó ella sonriendo-. Yo por la noche duermo, y a mi marido no le parecería muy divertido.
No obstante, ella sacó su móvil del bolso.
– Vamos, le escucho.
Ella apuntó mi número, después me dio el suyo. Lo grabé rápidamente en mi directorio, desesperadamente vacío.
Ella se levantó, y después, sin que pudiera esperarlo, y todavía menos desearlo, me besó en la mejilla. Ella me dirigió, entonces, una última sonrisa, y se alejó a paso rápido. Yo la vi irse, derecha y ligera, cruzar la calle y desaparecer como se borra lo lejano en un horizonte de lluvia.
Me pasé una mano por la mejilla, como para asegurarme de que aquel beso había sido real. Después, me puse a mirarme las manos. Temblaban. Apreté los puños para que esos ridículos espasmos cesaran, pero no podía controlar los latidos de mi corazón. Y cada vez eran más rápidos. Cerré los ojos, incrédulo. ¿Era eso posible? ¿Estaba sintiendo aquello que no había sentido nunca? ¿Allí, de repente, bajo ese sol de verano, a mitad de una semana que sobrepasaba el entendimiento? ¿El amor? ¿Sin avisar? ¿Como una lluvia inopinada en pleno verano, inesperada y refrescante?
El recuerdo de su boca se alargó todavía un buen rato, como una caricia en mi mejilla. Me levanté de un salto y me fui a besar la ciudad.
Creo que debí de reír en voz alta dos o tres veces durante mi trayecto de vuelta. Las personas con las que me crucé debieron de tomarme por un loco; pero me daba igual, era un loco.
Tenía la sensación de tener quince años y jamás los había tenido. Tenía la sensación de que no me importaba nada, aparte de Agnès, cuyo nombre se me aparecía por todas partes a mi alrededor, se convertía en «ángel» y llenaba todo el cielo con sus alas de plumas. E-na-mo-ra-do. Qué ligeras eran esas cinco sílabas. Tenían el sabor de lo prohibido.
«¡Bravo, Vigo, te enamoras de una mujer casada y depresiva! Bravo, de verdad. Creo que Zenati, psicóloga, 1.° izquierda, te felicitará.»
Pero me daba igual Zenati. Me daban igual los atentados del 8 de agosto, me daban igual la Rue Miromesnil, Kraeplin y la dementia praecox , el doctor Guillaume y mi salud mental. Sólo contaba una cosa. Era capaz de estar enamorado. E-na-mo-ra-do. «¡En el suelo, con la cabeza en las nubes, e-na-mo-ra-do!» Y eso me parece delicioso. ¡Casi divertido! La letra de esa canción me viene a la cabeza, evidente y pertinente, como si la hubieran escrito para mí. «En el suelo, con la cabeza en las nubes, enamorado, hay llamas en el fondo de tus ojos…»
Enseguida estuve seguro de que eso no habría pasado si no hubiera dejado mi tratamiento con neurolépticos. Tenía la impresión de tener el control de mi vida, la impresión de que mis actos no los dictaba un psiquiatra o la medicación. París jamás me había parecido tan bello. Jamás mi mirada había volado tan alto.
Cuando llegué al hotel con el rostro iluminado, el patrón me observó extrañado.
– ¡Vaya! ¿Qué le ocurre? -soltó, perplejo-. Parece usted muy feliz hoy.
– Estoy de buen humor -confesé.
– Tiene usted suerte. Tenga, alguien ha dejado esto para usted.
Él me tendió un sobre blanco. Mi nombre, Vigo Ravel, estaba inscrito en la parte superior. Fruncí el ceño. De repente, me di de bruces con el suelo. Hice un aterrizaje forzado.
¿Quién podía haberme dejado un mensaje? Nadie, aparte de mi psicóloga, sabía que estaba allí, en aquel hotel.
Con la mano temblorosa, cogí el sobre.
– Gracias.
Sin esperar, abrí la carta. Sólo había una hoja. Una sola. Con algunas palabras escritas a mano. Con un mensaje muy simple. Y tuve que leerlo dos veces para estar seguro de que no estaba soñando. Pues no era un mensaje normal. Era un mensaje sorprendente, casi aterrador. Y me heló la sangre.
«Señor, su nombre no es Vigo Ravel, y usted no es esquizofrénico. Encuentre el Protocolo 88.» Y estaba firmado simplemente: «SpHiNx».
Creí que iba a desmayarme, a perder el conocimiento allí mismo, en el pequeño vestíbulo blanco de ese hotel Novalis.
En un solo día mi cerebro había atravesado demasiadas realidades diferentes. Demasiadas informaciones, demasiados sentimientos. Ahora tenía la seguridad de estar completamente loco. Loco de atar.
El encargado del hotel me miraba suspicaz. Bajé de nuevo la mirada a la carta, y leí de nuevo aquellas palabras: «Usted no es esquizofrénico. Encuentre el Protocolo 88».
¿Quién podía haber escrito eso? ¿Quién? ¿Por qué? ¡Eso no tenía ningún sentido! ¿El Protocolo 88? ¿Qué tontería era ésa? Tenía ganas de gritar, de despertar de esa terrible pesadilla. Pero no era una pesadilla. Era mi vida. La realidad. Habría querido que el encargado leyera el mensaje del hotel para poder estar seguro de que era auténtico, pero no podía, evidentemente. Sentía que no era necesario. De todos modos, no podía ser una alucinación. No podía haber inventado eso. Semejante nombre. ¡El Protocolo 88!
– ¿Todo va bien, señor Ravel?
Me sobresalté.
– Eh, sí, sí, todo va bien -mentí.
«Aparte de que tal vez no me llame señor Ravel, manda narices.»
– ¿Una mala noticia? -insistió él.
– Más o menos -admití.
Intenté recomponerme. Me guardé la carta en el bolsillo, saludé a mi interlocutor y subí con paso ligero a mi habitación.
Cuando llegué a la pequeña habitación demasiado cuadrada, me dejé caer como un peso muerto sobre la cama. Me puse boca arriba, con la cabeza entre las manos, y me quedé mirando fijamente el techo durante unos largos segundos. Aquel techo blanco que había mirado fijamente horas enteras durante mis noches de ansiedad. El techo era tan blanco como vacía estaba mi cabeza en el momento presente.
Dejé escapar un largo suspiro. Aquel mensaje no existía. Me lo había inventado. Sí. Seguramente. Eso debía de ser. In-ven-ta-do. Sin embargo, sentía el trozo de papel en mi bolsillo. La carta estaba doblada en dos. Sabía que estaba allí, junto a mi muslo. Verdaderamente allí. Sabía que me bastaba con extender la mano y releerla. Pero ¿a qué precio?
Después de todo, ¿lo había leído bien? Tal vez, lo había entendido mal con las prisas. Con el pánico…
Dudé todavía un segundo más, después hundí la mano en mi bolsillo y saqué el trozo de papel. Tumbado boca arriba, la leí de nuevo.
«Señor, su nombre no es Vigo Ravel, y usted no es esquizofrénico. Encuentre el Protocolo 88. SpHiNx.»
¿Qué crédito podía darle a ese mensaje surrealista? «Usted no es esquizofrénico.» ¡Eso es fácil decirlo! Pero ¿cómo podía saberlo? ¿Por qué debía creer ese mensaje? Con todo el tiempo que llevaba cuestionándomelo, con todo el tiempo que llevaban los psiquiatras aportando pruebas… ¿Cómo podía creer un simple trocito de papel, que un misterioso SpHiNx había dejado en la recepción de mi hotel? Todo aquello era totalmente ridículo.
Sin embargo, tal vez era un medio para saber. De salir de dudas. Sí. Tal vez. El único medio.
Con la mano temblorosa, cogí mi teléfono móvil y marqué el número de Agnès.
La joven descolgó tras el primer tono.
– ¡Vigo! ¡No ha debido llamarme! Creía que sólo lo haría en caso de emergencia. Y apenas hace una hora que nos hemos despedido.
– Sí, pero justamente es una emergencia.
– ¿Se ríe usted de mí? Esto me molesta, Vigo. ¡Jamás debería haberle dado mi número!
Ella estaba tan furiosa que apenas reconocía su voz. Me aclaré la garganta. Me sentía mal. Pero de verdad era una emergencia.
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