Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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– Buenos días, señor De Telême. Perdón… Yo… estoy completamente hipnotizado. Mire, esta música… La música…

– ¿Sí?

– Me parece que es más eficaz que el lenguaje.

– ¿Qué está diciendo?

Me encogí de hombros. Hay sensaciones que las palabras expresan mal.

– El blues es como una comunión, ¿no le parece?

– Bueno, Vigo, ¿para este tipo de tonterías me ha hecho venir aquí?

Sonreí. Era momento para bajar de las nubes. François de Telême no estaba de humor para filosofar. Ni siquiera había mirado a los músicos. Con las dos manos sobre la mesa, parecía estresado, con prisas por acabar conmigo.

– No, no, lo siento -dije, a la vez que procuraba sentarme bien en la silla-. No. Tiene usted razón. Tengo… Tengo problemas, señor De Telême.

En ese momento, el propietario del club, un tal Gérard, vino a darnos un apretón de manos. Estaba acostumbrado a vernos allí, a Telême y a mí, y en varias ocasiones habíamos tenido la ocasión de debatir. Era un tipo un poco fanfarrón, impetuoso e impaciente con la gente que no termina sus frases y que desaparece en cuanto le das la espalda. No cambiaba nunca de aspecto: gafas de media luna, un viejo tejano usado, una chaqueta azul y deportivas blancas. Apasionado, llevaba su negocio con las entrañas y luchaba por homenajear el blues puro y duro, afroamericano, contra viento y marea. Trataba la programación musical como si fuera política, con octavillas, corazonadas y arengas. Me gustaba, por instinto.

– Ya verán, esta noche toca una vaca sagrada -nos dijo antes de volver detrás de su mesa de mezclas.

Telême lo vio alejarse, después se volvió de nuevo hacia mí.

– Bueno, Vigo -dígame-, ¿qué le pasa?

Dudé. No me apetecía contarle toda mi historia. Sólo necesitaba algo de reconocimiento.

– ¿Cuánto tiempo hace que trabajo en su empresa, señor De Telême?

Él frunció el ceño.

– Está usted harto, ¿es eso?

– No, en absoluto. Simplemente quiero saber cuánto tiempo hace que trabajo en Feuerberg…

– Está bien… Usted lo sabe tan bien como yo, desde hace casi diez años.

– ¿Diez años? ¿De verdad? ¿Y he ido todos los días de la semana durante ese tiempo?

Mi jefe asintió con la cabeza.

– Pero ¿qué preguntas ridiculas son ésas, Vigo?

– Ya no estoy muy seguro de mis recuerdos, señor. ¿De verdad llevo diez años en su empresa?

– ¡Pues sí, claro!

Bajé la cabeza. Parecía sincero. Bien. Ya tenía algo concreto. Feuerberg. Mi trabajo. Una cosa tangible. La realidad. De acuerdo.

– ¿Y usted ha visto a mis padres? -le pregunté con timidez.

Él se aclaró la garganta. Parecía cada vez más incómodo.

– No, no, jamás los he visto. Pero usted habla a menudo de ellos…

– Dígame, sinceramente, ¿está usted seguro de que mis padres existan?

El hombre se quedó un instante boquiabierto. Me miró fijamente. Había algo en su actitud, algo que no me gustaba. Un plan. Una estratagema.

– Escuche, Vigo, usted ha sufrido una impresión bastante grave, creo que necesita ayuda…

Reculé en mi silla. «Necesita ayuda.» No era el tipo de frase que quería escuchar de él.

– ¿Por qué me dice usted esto? -pregunté en un tono seco.

– Eh, bueno, usted estaba en los atentados, ¿no?

– ¿Quién se lo ha dicho?

– ¡Nadie! Simplemente sé que usted va a la Défense los lunes por la mañana, y desde ese lunes no hemos tenido noticias de usted… He deducido que estaba usted allí. ¿No?

Dejé escapar un suspiro. Yo le había pedido reunirme con él, así que era yo el que hacía las preguntas.

– Señor De Telême, dígame, justamente, ¿qué voy a hacer a la Défense todos los lunes?

– ¡Va usted a ver a su psiquiatra!

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué?

– Por qué voy a ver a un psiquiatra.

– Pues, porque, en fin…, ¡usted sabe perfectamente a qué va, Vigo!

– Dígamelo. Necesito oírselo decir.

Él hizo una pausa. Su rostro se suavizó. Estaba enfadado.

– Porque sufre esquizofrenia.

– ¿De verdad? ¿Usted cree que, de verdad, sufro esquizofrenia?

Se mordió los labios. Ahora sentía que él lamentaba haber ido y que habría preferido irse. Miraba a menudo a su alrededor, como si tuviera ganas de escapar. Como si yo le diera miedo.

– Vigo, usted necesita ayuda. Tiene usted que volver a ver a su psiquiatra, y después es necesario que vuelva a venir a trabajar. Usted… debe recuperar su vida normal.

– ¡Yo jamás he tenido una vida normal!

– Estaba mejor antes. Atraviesa una crisis, Vigo, no es la primera, y sin duda no será la última, pero debe usted cuidarse y…

Lo interrumpí.

– Dígame, François, ¿cree que me llamo Ravel de verdad? Quiero decir: Ravel es un nombre grotesco, ¿no? ¡Es el nombre de un compositor! ¿Y Vigo? ¿Es un nombre de verdad?

El señor De Telême me cogió las manos por encima de la mesa en un gesto paternalista. Detrás de nosotros, el cantante empezaba un clásico de Willie Dixon.

– Bien, cálmese, Vigo, cálmese. Tiene que razonar un poco y coger las riendas. Venga, hablaremos de todo esto con calma, cuando haya hablado con su psiquiatra, ¿de acuerdo? Mientras tanto, tiene usted que descansar. Está usted al límite de sus fuerzas, amigo mío. ¿Quiere usted que vaya a buscarle algo de beber?

Pero, en el mismo momento en que estaba a punto de ceder, los vi entrar: eran los dos tipos del chándal gris, al otro lado de la sala, en medio de la luz rojiza de la entrada. Era imposible que me equivocara, eran ellos, sin ninguna duda. Y me estaban buscando con la mirada.

Solté las manos de mi jefe y me incliné sobre la mesa, a la vez que bajaba la cabeza. Había mucho humo en el club y estaba oscuro. No me habían visto todavía.

– ¡Deme las llaves de su coche! -dije, mirando a mi jefe a los ojos.

– ¿Pero? No lo dice en serio, ¿verdad?

– ¡Necesito irme ahora mismo! ¡Deme las llaves de su coche!

– Usted delira completamente, Vigo. Ni siquiera tiene carné de conducir.

Me acerqué a él y le agarré el brazo. Caían gotas de sudor por mis sienes. Mis manos temblaban. Sentí en la boca el sabor familiar del pánico.

– Escuche, François, dos tipos me persiguen -dije, a la vez que señalaba las dos siluetas-. Ellos me persiguen desde los atentados. Se lo suplico. Tengo que irme de aquí, ¡deme las llaves de su coche!

El señor De Telême lanzó una ojeada a la entrada. Después se quedó mirándome fijamente turbado.

– Vigo… Yo…

Él se estremeció. Había algo que se me escapaba. Su mirada me huía.

– Vigo, esas personas no quieren hacerle ningún daño. Quieren ayudarle, como yo.

La respuesta de mi jefe me heló la sangre. Me llevó algo de tiempo tomar conciencia de lo que eso significaba; pero cuando lo entendí realmente, la impresión fue inmensa. No había ninguna duda. Estaba en el ajo. ¡François de Telême estaba en el ajo! Desde el inicio. ¡Y, seguramente, él mismo había llevado a esos dos tipos allí! ¡Aquel maldito me había traicionado!

No perdí ni un segundo más. Fuera de mí, me levanté de un salto y agarré a Telême por el cuello. Vi entonces el terror en sus ojos. El terror puro. No me había equivocado. Me tenía miedo. Yo palpé los bolsillos de su chaqueta, y después los de su pantalón, y encontré, por fin, su llavero. Él estaba tan sorprendido, o asustado, que no se resistió. Lo empujé hacia atrás sobre su silla y me precipité hacia el lado derecho del escenario. Sabía que había una puerta que conducía a las oficinas de la planta baja. El propietario del club me había llevado un día allí para hacerme escuchar unos viejos discos de blues . Era mi única oportunidad.

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