Henri Lœvenbruck - El síndrome de Copérnico

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El síndrome de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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“Según los especialistas que lo visitan, Vigo Ravel padece una esquizofrenia paranoide aguda que le hace tener lo que se conoce como "síndrome de Copérnico", y que consiste en creerse en posesión de una verdad que el mundo entero rechaza, una verdad que podría modificar radicalmente el futuro de la humaniad. Pero, ¿y si Vigo estuviera en lo cierto y, por tanto, las voces que escucha en su cabeza fueran como él cree, pensamientos de gente real?
Después de que una de esas voces lo librara de morir, junto con miles de personas, en un cruel atentado que casi destruye el barrio de La Défense, en París, Vigo empieza a tener dudas sobre la enfermedad que le han dicho que padece. Al contrario de lo que el resto del mundo se empeña en hacerle creer, tal vez no sólo no esté loco, sino que además puede ser la clave de un secreto celosamente guardado que amenaza con cambiar el mundo tal y como lo conocemos.”

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– Lo siento, señor, no nos podemos acercar más -anunció finalmente el conductor, al tiempo que paraba el coche junto a la acera, en el límite entre Neuilly y la Défense. Los bulevares circulares están cerrados. Tendrá que caminar.

Frente a nosotros, unas barreras bloqueaban la carretera y provocaban un enorme atasco.

– De acuerdo. ¿Cuánto le debo?

Se volvió con una amable sonrisa en el rostro.

– Nada, señor -dijo el hombre, dándome una palmadita sobre la mano-. Esto corre de mi cuenta. Buena suerte con su familia.

Asentí con la cabeza, intentando demostrar agradecimiento. No se me dan muy bien los gestos afables. Sentía ganas de darle las gracias dignamente, pero no sabía hacerlo. Saber dar o recibir un poco de amor es todo un arte. Y yo no he recibido una buena formación.

Salí del taxi y me dirigí hacia la humareda que seguía levantándose sobre el barrio de negocios. Crucé varias calles, después pasé por el complicado laberinto de túneles subterráneos. Me había perdido ya más de mil veces en aquel complejo de cristal y hormigón. El arquitecto que concibió las vías de circulación de la Défense debía de tener un extraño sentido del humor. Llegué enseguida frente a una nueva barrera instalada por la policía; cintas de plástico rojo y blanco señalaban el perímetro. Dudé, después rodeé aquella barrera simbólica. Un agente de policía se precipitó enseguida hacia mí, con un comunicador en la mano.

– No puede usted pasar, señor -me espetó él con aspecto audaz.

– Pero debo volver allí -insistí-. Está mi médico, y yo también estaba allí.

La mirada del policía cambió por completo. Vio mi ropa, mis heridas, los restos de sangre. El cambio en la expresión de sus ojos demostró que había comprendido de repente que no era un simple curioso, sino una víctima del atentado. Debía de tener heridas en el rostro y los ojos hinchados. Un aspecto terrible.

– Pero ¿por qué no se han ocupado de usted los encargados de auxiliar a los afectados? ¿Qué hace usted aquí?

– No… No sé muy bien qué me ha pasado. Me asusté y me fui. Pero quiero ver las listas, quiero comprobar si está en ellas mi médico…

El policía dudó, después cogió el comunicador que llevaba en el cinturón.

– Está bien, señor. Está usted en estado de choque, no debería haberse ido así… Le voy a acompañar al puesto de atención médico-psicológica, sígame.

Él me tendió la mano y me cogió por el hombro, como si fuera un herido grave, después me condujo a través del laberinto de la Défense. Yo no abrí la boca. Conforme avanzábamos, el sol y las paredes se cubrían más de un polvo gris, y los rostros de los bomberos, de los policías o de los civiles eran más serios. Atravesamos varios subterráneos, después volvimos a subir a la superficie, en medio de la jungla de ruinas, y me condujo hasta el extremo este del barrio, cerca del Gran Arco. Allí, habían limpiado un espacio en el que había instalado un puesto de auxilio de urgencia. Había unos hombres vestidos con casullas amarillas que parecían organizar toda la operación, socorristas con brazaletes rojos y el personal médico que llevaba brazaletes blancos. Aquel pequeño mundo corría en todas las direcciones, y me preguntaba cómo podía existir la más mínima coherencia en aquel gigantesco caos.

A la derecha, vi cuatro tiendas blancas, instaladas bajo el Gran Arco. La más alejada llevaba una inscripción: «Secretariado PMA». Aquél era, o eso me pareció, el lugar que había visto en uno de los reportajes de la televisión, adonde acudían las familias a buscar noticias sobre los suyos o dar los nombres de los desaparecidos.

– Quédese aquí, señor, voy a buscar a alguien del equipo de emergencias para que se ocupe de usted.

Asentí, pero cuando se hubo alejado, me fui enseguida en la otra dirección, hacia el secretariado. En la esquina de la tienda, vi las listas de nombres colgados en grandes paneles de maderas.

La plaza del Gran Arco ofrecía un espectáculo siniestro e inquietante. Se podía distinguir a hombres de uniforme que corrían por todas las esquinas: enfermeros, médicos y socorristas continuaban recibiendo a nuevos heridos, mientras otros se encargaban de la evacuación. También había aún personas a las que sacaban de entre los escombros, y que habían permanecido durante más de veinticuatro horas bajo éstos. Desde luego, no había sobrevivido ninguno de los ocupantes de la torre; pero había muchas personas rescatadas de los edificios vecinos. Un poco más lejos, se veían periodistas y equipos de televisión sobreexcitados. A un lado, había un bombero con aspecto extraviado, sentado en el suelo, con el rostro cubierto de sudor, que respiraba con dificultad y escupía frente a él flemas negras, con los ojos inyectados en sangre. Por otro lado, una pareja lloraba uno en brazos del otro. Todavía más lejos, unos hombres vestidos de amarillo discutían, escribían cosas en grandes cuadernos, daban órdenes por teléfono… Más abajo, la explanada de la Défense no era más que un vasto campo en ruinas. A la derecha, apenas podía reconocerse la fachada del centro comercial, cubierta por un polvo opaco. Los edificios más pequeños, los cafés y los puestos móviles habían desaparecido bajo el amasijo de la torre. En algunos sitios, columnas de humo gris danzaban hacia el cielo de agosto. A lo lejos, mucho más cerca de lo que antes había sido la torre SEAM, se oía el ruido sordo de las máquinas que intentaban limpiar los escombros.

Temblando, me acerqué lentamente a los paneles de madera, Miré primero al azar, para ver si podía dar con el nombre del doctor Guillaume. Rápidamente entendí que las listas de víctimas estaban ordenadas por el nombre de la sociedad. De inmediato, busqué el nombre del gabinete médico. Mater, Por la letra M. Lo intenté varias veces, pero no conseguí hallarlo.

Di un paso atrás. Tal vez había algún otro panel, más lejos. Di una vuelta, pero no encontré nada. Noté que los latidos de mi corazón se aceleraban y oí voces confusas que se peleaban en mi cabeza. Tenía que seguir concentrado. El doctor Guillaume. ¿Dónde estaba el doctor Guillaume?

Esperé un momento, para volver a coger aliento, y después me dirigí hacia el bombero que había visto más allá y que seguía sentado en el suelo, con la máscara de gas colgada al cuello.

– Buenos días… ¿De verdad no ha habido supervivientes en la torre?

El joven alzó sus ojos escarlatas hacia mí. Movió la cabeza para decir que no, con aspecto cansado.

– Pero… yo… yo… no encuentro el nombre de mi médico… allí, en las listas. Y estaba en la torre, en el gabinete médico… Y…

El bombero lanzó un suspiro. Se aclaró la garganta.

– Vaya mejor a preguntar al secretariado -dijo, señalándome la última tienda.

Le di las gracias y me puse en camino. Delante de la entrada había decenas de personas, apretadas unas contra otras. Todo el mundo hablaba a la vez. La mayoría lloraba. Algunos volvían a salir, abatidos, apoyándose en los socorristas.

Me sequé la frente. ¡Hacía mucho calor! El aire estaba muy pesado. Gotas de sudor caían sobre mis párpados, y me picaban los ojos. Mis manos temblaban cada vez más. Me sentía mal. Me sorprendí al notar que todo daba vueltas a mi alrededor. Estaba completamente aterrorizado.

«Venga. Avanza, Vigo, con calma.»

Tosí. Después sacudí la cabeza. «Calma.» Avancé. La multitud que había delante de mí empezaba a darme miedo. Pero necesitaba saber y encontrar a mi psiquiatra. Era mi única oportunidad.

Resoplé. Hice acopio de valor, después me lancé. Intente meterme por aquella extraña asamblea, pero enseguida mesacudieron los síntomas que avisaban de una crisis violenta. El dolor de mi cabeza, el mundo que daba vueltas a mi alrededor y se desdoblaba. Enseguida empecé a oír decenas de voces en mi cabeza. «Es mi turno.» Voces confusas. Llantos. Llamadas de auxilio. «No puede estar muerta.» Cerré los ojos. Intenté alejarlas, dejar de escucharlas. Entré en la tienda, aplastado en medio de aquel gentío. «Mi hijo, ¿dónde está mi hijo?» Las voces estaban por todas partes, se deslizaban hasta el menor recodo de mi cerebro, cada vez más enredadas entre sí. «Todavía en los escombros.» Cada vez menos comprensibles. «Me da igual quién hay aquí. ¡Un responsable! ¡Quiero hablar con un responsable!» Me sentí invadido por una ola de calor. Una ola de pánico. Y las voces resonaron cada vez más fuerte en mi cabeza. Enseguida ya no conseguí distinguir unas de otras. «Traumatismo licencia se ha hecho imposible quien va a ir a buscarme todavía pero ya que yo le digo con mi hermano.» En mis tímpanos golpeaba un enorme estruendo. «El pánico tener atentado sino mañana.» Sentí que mi cabeza daba vueltas. «Es la hora del segundo mensajero.» Gotas de sudor se deslizaban por mi espalda, por mis brazos, mis piernas. Volví a secármelo frenéticamente. «¿Señor?» Me tapé los oídos con las manos. Grité. Mi vista se turbó. La multitud empezó a dar vueltas a mi alrededor. «Señor, ¿puedo ayudarle?» Tuve la impresión de ser el eje de una inmensa noria abigarrada. Me agarré a la mesa que había frente a mí. Mis piernas todavía temblaban. Los murmullos de mi cabeza se mezclaban con los latidos de la sangre en mis tímpanos. «¿Señor?»

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