Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– Caramba, caramba, John -dijo McGuane dejando la copa-. Tu conversación en las fiestas debe de ser de lo más divertido.

– Ya lo creo, Philip -replicó sonriente El Espectro, antes de volver a ponerse serio-. Pero ¿por qué me da eso placer? ¿Qué sucede conmigo, con mi criterio moral, para que sea cuando le corte la respiración a la gente cuando me sienta más vivo?

– No irás a echarle la culpa a tu padre, ¿verdad, John?

– No, eso sería muy fácil -respondió El Espectro dejando la copa y mirando a McGuane-. ¿Tú me habrías matado, Philip? Si no me hubiese cargado yo a esos dos del cementerio, ¿me habrías matado?

McGuane optó por decir la verdad.

– No lo sé. Probablemente.

– Y eres mi mejor amigo -comentó El Espectro.

– Y tú probablemente el mío.

– Qué tremendos éramos, ¿verdad, Philip?

McGuane no contestó.

– Yo tenía cuatro años cuando conocí a Ken -prosiguió El Espectro-. En el vecindario, a todos los chicos les decían que no se acercaran a nuestra casa porque los Asselta eran mala gente; eso les decían. Bueno, a ti no tengo que explicártelo.

– Efectivamente -asintió McGuane.

– Pero a Ken le atraía venir, le encantaba explorar en mi casa. Recuerdo el día que encontramos la pistola de mi viejo; tendríamos seis años. Me acuerdo de cómo la sopesamos hipnotizados por sentir el poder del arma. La cogíamos para meter miedo a Richard Werner… Tú no lo conociste, creo, porque se marchó cuando hacía tercer grado. Un día lo secuestramos, lo atamos y lo hicimos llorar y mearse en los pantalones.

– Y a ti te encantó.

– Tal vez -respondió El Espectro asintiendo despacio con la cabeza.

– Voy a preguntarte una cosa -dijo McGuane.

– Adelante.

– Si tu padre tenía una pistola, ¿por qué en el caso de Daniel Skinner usaste un cuchillo de cocina?

– No quiero hablar de eso -replicó El Espectro sacudiendo la cabeza.

– Nunca has hablado de ello.

– Exacto.

– ¿Por qué?

– Mi padre descubrió que jugábamos con la pistola y me pegó una buena paliza -respondió El Espectro eludiendo la respuesta directa.

– Lo hacía con frecuencia.

– Sí.

– ¿Intentaste alguna vez vengarte? -inquirió McGuane.

– ¿De mi padre? No. Yo, más que odio, le tenía lástima. Fue incapaz de evitar que mi madre nos abandonara. Siempre esperó que volviera. Se preparaba para eso. Se sentaba a beber solo en el sofá y hablaba y reía como si ella estuviera a su lado, y después rompía en sollozos. Ella lo hizo un desgraciado. Yo he hecho daño a gente, Philip, y he visto hombres que me suplicaban que los matase. Pero creo que nunca he visto nada más deprimente como mi padre llorando la ausencia de mi madre.

Joshua Ford, junto a la puerta, lanzó un estertor, pero ellos siguieron indiferentes.

– ¿Dónde está ahora tu padre? -preguntó McGuane.

– En Cheyenne, Wyoming. Dejó de beber, encontró una buena mujer y se ha convertido en un fanático religioso. Cambió el alcohol por Dios, una adicción como cualquier otra.

– ¿Hablas con él alguna vez?

– No -respondió El Espectro sin levantar la voz.

Siguieron bebiendo en silencio.

– ¿Y tú, Philip? Tú no eras pobre ni tus padres te pegaban.

– Eran padres como los demás -dijo McGuane.

– Sé que tu tío era de la mafia y que te metió en el negocio, pero podías haber seguido un buen camino. ¿Por qué no lo hiciste?

McGuane se rió entre dientes.

– ¿Qué sucede?

– Me parece que somos más distintos de lo que creía.

– ¿Ah, sí?

– Tú te lamentas -dijo McGuane-. Tú, que matas recreándote y lo haces bien. Pero te consideras malo. -Se levantó bruscamente-. Dios mío.

– ¿Y qué?

– Que eres más peligroso de lo que pensaba, John.

– ¿Por qué?

– Tú no has vuelto a por Ken. Has vuelto a por esa niña -añadió McGuane bajando la voz-, ¿a que sí?

El Espectro sorbió un trago largo. No contestó.

– Se trata de esas opciones y esos universos distintos de que hablabas -prosiguió McGuane-, porque crees que si Ken hubiese muerto aquella noche todo habría cambiado.

– Sí, claro que sería un universo distinto -replicó El Espectro.

– Pero no mejor, quizás. Y ahora ¿qué? -añadió McGuane.

– Necesitamos que Will colabore. Es el único que puede atraer a Ken.

– No nos ayudará.

El Espectro arrugó la nariz.

– Precisamente tú sabes mejor que nadie que sí lo hará.

– ¿Por su padre? -inquirió McGuane.

– No.

– ¿Su hermana?

– No, vive muy lejos -respondió El Espectro.

– Pero tú tienes una idea.

– Piensa -añadió El Espectro.

McGuane reflexionó y al adivinarlo una sonrisa iluminó su rostro.

– Katy Miller -dijo.

46

Pistillo no me quitaba ojo esperando mi reacción, pero yo me sobrepuse enseguida. Quizá todo empezaba a cobrar sentido.

– ¿Cogieron a mi hermano?

– Sí.

– ¿Y lo extraditaron a Estados Unidos?

– Sí.

– ¿Y cómo es que no salió la noticia en los periódicos?

– Lo hicimos de tapadillo -contestó Pistillo.

– ¿Porque temían que se enterara McGuane?

– Sí, principalmente.

– ¿Y qué otro motivo?

Él negó con la cabeza.

– Porque quien les interesaba era McGuane -dije.

– Sí.

– Y mi hermano aún podía servirles.

– Podía ayudarnos.

– Y entonces llegaron a otro acuerdo con él.

– No, simplemente restablecimos el anterior.

Vi un claro en la niebla.

– ¿Y lo incluyeron en el programa de testigos protegidos?

Pistillo asintió con la cabeza.

– En principio lo ocultamos en un hotel con protección. Pero mucho de lo que su hermano sabía ya era cosa pasada. Aunque podía servirnos de testigo clave, el más importante probablemente, lo que necesitábamos era más tiempo y no podíamos tenerlo siempre en un hotel. Él tampoco quería estar allí, por otra parte. Contrató a un abogado famoso y llegamos a un entendimiento. Le buscamos un sitio en Nuevo México donde él se presentaba a diario a uno de nuestros agentes, con la promesa de acudir sin demora si lo citábamos para atestiguar. De no cumplir lo convenido volveríamos a presentar los cargos contra él, incluido el de homicidio de Julie Miller.

– ¿Y qué es lo que salió mal?

– Que McGuane lo descubrió.

– ¿Cómo?

– No lo sabemos. Quizá por una filtración. En cualquier caso, McGuane envió a dos matones para matarlo.

– Los dos cadáveres que aparecieron en su casa -dije.

– Sí.

– ¿Quién los mató?

– Creemos que fue su hermano. Lo subestimaron. Él los mató y huyó otra vez.

– Y ahora quieren a Ken otra vez.

Pistillo desvió la mirada hacia las fotos de la nevera.

– Sí -dijo.

– Pero yo no sé dónde está.

– Ahora sí que me consta. Escuche, tal vez nos hayamos pasado. No lo sé; pero Ken tiene que volver. Le pondremos protección las veinticuatro horas del día, en una casa franca, segura; lo que él quiera. Ésa es la zanahoria. El palo es la condena de prisión que está en el aire.

– ¿Y qué quiere de mí?

– Terminará por ponerse en contacto con usted.

– ¿Por qué está tan seguro?

Lanzó un suspiro y miró el vaso.

– Porque Ken ya lo ha llamado -dijo Pistillo.

Sentí una opresión en el pecho.

– Se hicieron dos llamadas a su apartamento desde un teléfono público cercano a la casa de su hermano en Alburquerque-prosiguió-. La primera aproximadamente una semana antes de que mataran a los dos sicarios y la otra justo después.

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