Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– Yvonne…

– ¿Qué?

– No tengo ni idea de qué me habla.

– De Cripco, la empresa que alquiló la casa y el coche y que me ha llevado en la indagación hasta el Ministerio de Justicia.

De nuevo sentí que me daba un vuelco el corazón y, tras una pausa, un débil rayo de esperanza se abrió paso en las tinieblas.

– Un momento -dije-. ¿Quiere decir que Owen Enfield es un agente secreto?

– No, no creo. ¿Qué iba a estar investigando en Stonepointe? ¿Alguien que hiciera trampas a la canasta?

– ¿Qué es, entonces?

– Quien controla el programa de testigos protegidos es el departamento de Justicia, no el FBI.

No salía de mi sorpresa.

– ¿Quiere decir que Owen Enfield…?

– El Gobierno lo tenía aquí escondido con una identidad falsa, y la clave, como le digo, es que no tenía una cobertura muy buena, pero mucha gente no lo sabe. Qué demonios, muchas veces hacen chapuzas. Mi fuente de información del periódico me contó el caso de ese narcotraficante negro de Baltimore a quien ocultaron en una zona residencial de blancos de las afueras de Chicago. Fue un desastre. Éste no es el mismo caso pero pongamos que, si alguien busca a fulano de tal, lo reconocerá o no. Ellos no se molestan en indagar en su pasado para asegurarse. ¿Me entiende?

– Creo que sí.

– Así que yo creo que lo que sucedió es que el tal Owen Enfield los estorbaba, como sucede con casi todos los testigos protegidos; luego, si efectivamente es un testigo protegido y por lo que sea mató a esos dos tipos y ha huido, el FBI no quiere que se descubra el pastel. ¿Se da cuenta de lo embarazoso que resulta que el Gobierno haya hecho un trato con alguien que comete un doble crimen? La mala prensa y todo eso, ¿entiende lo que quiere decir?

No contesté.

– ¿Will?

– Sí.

Hizo una pausa.

– ¿No irá a dejarme colgada, eh?

Pensé en la posibilidad.

– Vamos, recuerde el trato: toma y daca.

No sé lo que le habría dicho; si habría llegado a decirle que mi hermano y Owen Enfield eran una misma persona, considerando que era mejor desvelarlo que seguir ocultándolo, pero tomando la decisión por mí. Oí un clic y se cortó la conexión.

Llamaron con fuerza a la puerta.

– Agentes del FBI. Abra.

Reconocí la voz de Claudia Fisher. Agarré el picaporte, lo hice girar y casi me tira al suelo al irrumpir con una pistola en la mano ordenándome que pusiera las manos en alto. La acompañaba Darryl Wilcox, y los dos estaban pálidos y con cara de cansancio, de miedo incluso.

– ¿Qué diablos es esto? -exclamé.

– ¡Manos arriba!

Lo hice y ella sacó unas esposas, pero pareció cambiar de idea y se detuvo.

– ¿Nos acompaña por las buenas? -preguntó con voz tranquila.

Asentí con la cabeza.

– Entonces vamos.

44

No discutí. No me hice el gallito ni pedí llamar por teléfono o a un abogado. No pregunté siquiera adónde íbamos. Sabía que protestar en aquella delicada coyuntura sería inútil o contraproducente.

Pistillo me había advertido que me mantuviera al margen. Había llegado a detenerme por un delito del que era inocente. Incluso me había amenazado con imputarme una falsa acusación si era preciso, y yo no había hecho caso. Me pregunté de dónde sacaría yo este nuevo valor y me dije que era sencillamente porque no tenía nada que perder. Quizás el valor consistiera en eso, en alcanzar ese límite en que a uno le importa todo un bledo. Sheila y mi madre estaban muertas y había perdido a mi hermano, como quien dice, y un hombre acorralado, aunque timorato como yo, acaba por reaccionar como una fiera.

Nos detuvimos ante una fila de casas de Fair Lawn, en Nueva Jersey. Dondequiera que mirase veía lo mismo: céspedes bien cuidados, parterres floridos perfectos, muebles de jardín otrora blancos ya oxidados y mangueras tendidas sobre la hierba conectadas a aspersores bamboleantes que lanzaban una neblina líquida. Fuimos hacia una casa muy distinta de las demás. Fisher hizo girar el picaporte de la puerta. No estaba cerrada. Entramos en una habitación con un sofá rosa y una mesita con televisor junto al que había fotos de dos niños en escala de edades, desde las primeras cuando eran bebés hasta ya en las últimas de jovencitos bien vestidos dando un beso en la mejilla a una mujer, que imaginé sería, su madre.

La cocina tenía una puerta batiente. Pistillo estaba sentado ante una mesa de fórmica con un té frío. Junto al fregadero estaba la mujer de la fotografía, la supuesta madre. Fisher y Wilcox salieron. Yo permanecí de pie.

– Me han intervenido el teléfono -dije.

Pistillo negó con la cabeza.

– No es una simple intervención que indique el origen de las llamadas, sino un auténtico dispositivo de escucha y, para que no haya dudas, montado con autorización judicial.

– ¿Qué quieren de mí? -pregunté.

– Lo que hemos querido durante once años -respondió-: a su hermano.

La mujer que estaba en el fregadero abrió el grifo y enjuagó un vaso. En la nevera, adheridas con imanes, había más fotos de ella, algunas con Pistillo y con más niños, pero en casi todas se la veía con aquellos dos del salón en instantáneas más recientes en la playa o en el patio de la casa.

– María -dijo Pistillo.

La mujer cerró el grifo y se volvió.

– María, te presento a Will Klein. Will, María.

La mujer -imaginé que era la esposa de Pistillo- se secó las manos con un paño y me dio la mano con firmeza.

– Encantada -dijo en tono educado, algo exagerado.

Musité lo propio con una inclinación de cabeza y, a una señal de Pistillo, me acomodé en una silla de metal con asiento de vinilo.

– ¿Quiere beber algo, señor Klein? -preguntó la mujer.

– No, gracias.

Pistillo alzó su vaso de té frío.

– Esto es pura dinamita. Debería tomarse un vaso -dijo.

María seguía a la expectativa y yo finalmente acepté su invitación para romper el hielo. Ella vertió el té despacio y me puso el vaso delante. Le di las gracias y esbocé una sonrisa a la que ella me correspondió no sin esfuerzo.

– Joe, yo espero en la otra habitación -dijo.

– Gracias, María.

La mujer cruzó la puerta batiente.

– Es mi hermana -dijo Pistillo mirando a la puerta-. Sus dos hijos son ésos -añadió señalando las fotos de la nevera-: Vic de dieciocho años y Jack de dieciséis.

– Ya -comenté cruzando las manos en el regazo-. Así que han estado escuchando mis llamadas.

– Sí.

– Entonces sabrá que no tengo ni idea de dónde está mi hermano.

Pistillo dio un sorbo al té.

– Eso lo sé -dijo sin apartar la vista de la nevera y haciéndome una seña con la cabeza para que yo también mirara-. ¿No echa nada en falta en las fotos?

– Pistillo, de verdad que no estoy de ánimo para juegos.

– Yo tampoco. Mire con más atención. ¿No nota que falta algo?

No me molesté en mirar pues sabía de sobra a qué se refería.

– El padre.

– Lo ha acertado a la primera -comentó chasqueando los dedos y mirándome como un presentador de concursos-. Impresionante.

– ¿A qué demonios viene todo esto? -inquirí.

– Mi hermana perdió a su marido hace doce años. Los niños tenían, bueno, calcule usted mismo, seis y cuatro años. María los sacó adelante sola. Yo ayudaba en lo que podía, pero un tío no es un padre, ¿me entiende?

No contesté.

– Él se llamaba Víctor Donet. ¿Le dice algo el nombre?

– No.

– Murió asesinado de dos tiros en la cabeza; una ejecución -dijo apurando el té-. Su hermano estaba allí-añadió.

Me dio un vuelco el corazón. Pistillo se levantó sin esperar mi reacción.

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