– ¿Qué pasa con él? -pregunté.
– Ken tenía algo que ver con McGuane.
– ¿En qué sentido?
– Es todo cuanto sé.
Pensé en El Espectro.
– ¿Tenía algo que ver también con John Asselta?
Mi padre se puso tenso y advertí temor en su mirada.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque los tres eran amigos en el instituto -comencé a responder, y de pronto decidí decírselo-. Lo he visto hace poco.
– ¿A Asselta?
– Sí.
– ¿Ha vuelto? -preguntó con voz queda.
Asentí con la cabeza.
Mi padre cerró los ojos.
– ¿Qué sucede?
– Asselta es peligroso -respondió.
– Lo sé.
– ¿Te ha hecho eso él? -preguntó señalando mi cara.
«Vaya pregunta», pensé.
– En parte, cuando menos -contesté.
– ¿En parte?
– Es largo de contar, papá.
Cerró los ojos de nuevo y, cuando los abrió, apoyó sus manos en los muslos y se levantó.
– Vamos a casa -dijo.
Quería preguntarle más cosas, pero vi que no era el momento. Lo seguí. Le costaba trabajo descender las inseguras gradas. Le ofrecí mi mano, pero él rehusó. Cuando llegamos a la grava delante de casa giramos para entrar por el camino y allí, sonriendo tranquilo con las manos en los bolsillos, nos esperaba El Espectro.
Por un instante pensé que era cosa de mi imaginación, como si por haber hablado de él hubiésemos hecho comparecer un fantasma. Pero oí el suspiro de sorpresa de mi padre y acto seguido aquella voz del Espectro:
– Vaya, ¡qué enternecedor!
Mi padre se puso delante de mí escudándome.
– ¿Qué quieres? -exclamó.
El Espectro se echó a reír.
– Caramba, a mí cuando me iban mal las cosas me obsequiaban con unos caramelos para que me sintiera mejor.
Nos quedamos paralizados y El Espectro alzó la vista al cielo, cerró los ojos y respiró hondo.
– Ah, Little League -comentó bajando la mirada hacia mi padre-. ¿Recuerda el día en que mi padre acudió al partido, señor Klein?
Mi padre apretó los dientes.
– Fue un momento inefable, Will. Un clásico. Mi querido viejo estaba tan borracho que se puso a mear en un rincón de la cafetería. ¿Te imaginas? Pensé que a la señora Tansmore le daba un ataque -añadió riéndose con unas carcajadas que se me clavaron en el alma. Cuando cesaron, añadió-: Buenos tiempos, ¿verdad?
– ¿Qué es lo que quieres? -insistió mi padre.
Pero El Espectro tenía su propio guión y no pensaba salirse de él.
– Dígame, señor Klein, ¿recuerda cuando era entrenador de la selección en las finales del estado?
– Sí -respondió mi padre.
– Ken y yo estábamos en…, ¿cuarto grado era?
Mi padre no contestó.
– Espere… -prosiguió El Espectro con cara seria-. Ah, casi se me olvida que aquel curso lo perdí, ¿no es cierto? Y el siguiente también. Por la cárcel, claro.
– Tú no fuiste a la cárcel -dijo mi padre.
– Cierto, cierto, tiene toda la razón, señor Klein. Estuve… -fingió marcar la palabra entre comillas con un gesto de los dedos- hospitalizado. ¿Sabes lo que eso significa, Willie, muchacho? Encierran a un niño con los peores chiflados del mundo para que se corrija. Mi primer compañero de habitación se llamaba Timmy y era pirómano; a la tierna edad de trece años, Timmy quemó a sus padres vivos; una noche robó una cajetilla de cerillas a un celador borracho y prendió fuego a mi cama: estuve en la enfermería tres semanas y poco me faltó para prenderme fuego yo mismo para no tener que volver.
Pasó un coche por Meadowbrook Road y vi a un niño pequeño en la parte trasera, en un asiento de seguridad adaptable. Ni la menor ráfaga de viento movía las ramas de los árboles.
– De eso hace mucho tiempo -dijo mi padre.
El Espectro entornó los ojos como si prestase profunda atención a lo que había dicho mi padre, y finalmente asintió con la cabeza.
– Sí, sí, hace tiempo. En eso tiene también razón, señor Klein. Y además yo no gozaba precisamente de una excelente vida hogareña. Cierto. ¿Qué perspectivas tenía yo? Así se puede decir que lo que me sucedió fue una bendición: me obsequiaron con terapia a cambio de no vivir con un padre que me pegaba.
En aquel momento comprendí que se refería al asesinato de Daniel Skinner, aquel abusón que murió apuñalado. Pero lo que me llamó la atención en aquel momento fue cuánto se parecía aquella historia a la de las vidas de los jóvenes que recogíamos en Covenant House: malos tratos en casa, criminalidad precoz y algún tipo de psicosis. Traté de ver a El Espectro desde esa perspectiva, como si fuera uno más de nuestros acogidos. Pero el retrato no cuadraba, porque él ya no era un muchacho. Ignoro cuándo rebasan el límite y a qué edad dejan de ser unos críos que necesitan ayuda para convertirse en degenerados a quienes hay que encarcelar; o incluso si eso era justo.
– Eh, Willie, muchacho.
El Espectro intentó cruzar su mirada con la mía pero mi padre se interpuso para impedirlo. Yo le puse una mano en el hombro dándole a entender que no hacía falta que me protegiera.
– ¿Qué? -dije.
– Tú sabes que me… -repitió aquel gesto con los dedos- hospitalizaron una segunda vez, ¿verdad?
– Sí -contesté.
– Yo estaba en el grado doce y tú en el diez.
– Lo recuerdo.
– Pues durante todo el tiempo que estuve allí sólo una persona vino a verme. ¿Sabes quién?
Asentí con la cabeza. Había sido Julie.
– Parece irónico, ¿no crees?
– ¿La mataste tú? -pregunté.
– No se nos puede culpar a los dos.
Mi padre volvió a interponerse.
– Basta ya -dijo.
– ¿A quién te refieres? -inquirí yo apartándolo.
– A ti, Willie, muchacho. A ti me refiero.
– ¿Qué dices? -repliqué sorprendido.
– Basta ya -repitió mi padre.
– Tú tenías que haberla defendido -prosiguió El Espectro-. Tu deber era protegerla.
Las palabras proferidas por aquel loco se me clavaron en el pecho como un carámbano.
– ¿A qué has venido? -inquirió mi padre.
– ¿Quiere que le diga la verdad, señor Klein? No lo sé muy bien.
– Deja a los míos en paz. Si quieres a alguien, aquí me tienes.
– No, señor. No he venido a por usted -replicó él mirando a mi padre, y yo sentí como un calambre en las entrañas-. Creo que prefiero que siga vivo.
El Espectro se despidió con un gesto de la mano y echó a andar hacia la arboleda. Lo vimos internarse en la espesura y desvanecerse, como su apodo, hasta desaparecer. Permanecimos aún fuera un par de minutos y oí que mi padre respiraba angustiosamente como si acabara de salir al aire libre de las profundidades de la tierra.
– Papá.
– Entremos en casa, Will -dijo cuando ya había echado a andar.
Mi padre no quiso hablar.
Nada más entrar en casa se encerró arriba en su cuarto, aquel dormitorio que había compartido con mi madre durante casi cuarenta años. Se agolpaban demasiadas cosas en mi cerebro. Intenté ordenarlas, pero era inútil. Mi cerebro se bloqueaba. Y aún no sabía lo suficiente. Aún no. Necesitaba saber.
Sheila.
Había otra persona que quizá pudiera arrojar algo de luz sobre el enigma de quien había sido el amor de mi vida. Alegué una disculpa, me despedí de mi padre y volví a Nueva York. Tomé el metro del Bronx. Ya anochecía y no era un barrio recomendable, pero por una vez en mi vida estaba más allá del miedo.
Antes de que llamara se entreabrió la puerta con la cadena puesta. Tanya dijo:
– Está durmiendo.
– Es con usted con quien quiero hablar -repliqué.
– Yo no tengo nada que decir.
– La vi a usted en el funeral.
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