Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– No hay problema. Podemos sacar copias.

– Gracias.

Uno de los hermanos volvió a estrechar la mano a Cuadrados y el otro -no exagero- le hizo una reverencia. Una vez a solas, me acerqué al vídeo y lo puse en marcha. Enseguida desaparecieron los parásitos de la pantalla y también el sonido. Giré el botón de volumen pero, claro, no había sonido.

Eran imágenes en blanco y negro. En la parte inferior de la pantalla se veía un reloj. La cámara enfocaba desde arriba hacia la caja registradora atendida por una mujer rubia de pelo largo. Aquel paso de imagen tan brusco cada tres segundos me estaba mareando.

– ¿Cómo vamos a saber quién es el tal Owen Enfield? -comentó Cuadrados.

– Nos interesa fijarnos en un tipo de cuarenta años con pelo cortado a cepillo -dije.

Contemplando aquellas imágenes en sucesión, me di cuenta de que iba a ser una tarea más fácil de lo que había imaginado. Todos eran clientes mayores en atuendo de golf, y pensé si la mayor parte de los vecinos de Stonepointe serían jubilados. Tomé nota mental para preguntárselo a Yvonne Sterno.

A las 3:08.15 lo vimos. Por lo menos, la espalda. Llevaba pantalón corto y camiseta de manga corta con cuello y, aunque no se le veía la cara, tenía el pelo cortado a cepillo. Pasó junto a la caja y avanzó por un pasillo. Aguardamos. A las 3:09.24 reapareció por un lateral el presunto Owen Enfield camino de la cajera rubia, llevando en las manos lo que parecía una botella de leche y un paquete de pan de molde. Acerqué el dedo al botón de pausa para congelar la imagen y verlo mejor.

Pero no fue necesario.

La perilla resultaba chocante y el pelo cano tan corto también. De haber visto la cinta distraídamente o si él hubiera pasado a mi lado por una calle con mucha gente ni me habría percatado. Pero en ese momento no estaba distraído. Estaba concentrado. Estaba seguro; pero de todos modos pulsé «pausa» a las 3:09.51.

No cabía duda. Me quedé de una pieza y no sabía si alegrarme o echarme a llorar. Me volví hacia Cuadrados. Había apartado los ojos de la pantalla para mirarme. Asentí con la cabeza confirmando lo que él se imaginaba.

Owen Enfield era mi hermano Ken.

40

Se oyó el zumbido del intercomunicador.

– ¿Señor McGuane? -dijo la recepcionista, que formaba parte del contingente de seguridad.

– Sí.

– Están aquí Joshua Ford y Raymond Cromwell.

Joshua Ford era el socio principal de Stanford, Cummings & Ford, un bufete con más de trescientos abogados, y Raymond Cromwell ejercía de pasante pagado por horas para tomar notas. McGuane los vio por el monitor. Ford era un tipo alto, de uno noventa y más de cien kilos. Tenía fama de duro, agresivo y desagradable y, en consonancia con ello, adoptaba el gesto torcido de estar mascando un puro o una pierna humana. Cromwell, por el contrario, era joven, blando, barbilampiño y muy atildado.

McGuane miró a El Espectro. Éste le brindó una sonrisa que le hizo sentir de nuevo una corriente helada. Se preguntó otra vez si habría sido acertado mezclarlo en aquello. Al final había decidido seguir adelante. El Espectro también tenía que ver en el asunto.

Además, El Espectro era un maestro en ese trabajo.

Sin apartar la mirada de aquella sonrisa que ponía carne de gallina, McGuane dijo:

– Por favor, haga pasar al señor Ford solo y que el señor Cromwell aguarde en la sala de espera.

– Sí, señor McGuane.

McGuane había recapacitado sobre el modo de hacerlo. No era partidario de la violencia por la violencia, pero tampoco la rehuía.

Era un medio para lograr un fin y estaba de acuerdo con aquella monserga del ateísmo de las trincheras de El Espectro. Era cierto que somos simples animales, organismos, por así decir, apenas más complejos que el más rudimentario de los paramecios. Mueres y se acabó. Pensar que los seres humanos están por encima de la muerte y que, a diferencia de otros seres, tengan el don de trascenderla era pura megalomanía. Mientras vivimos, claro, somos únicos y dominantes por ser los más fuertes y crueles y llevar la batuta, pero creer que ante la muerte somos algo especial a los ojos de Dios, que podemos rastreramente obtener su clemencia haciéndole la pelota, es la clase de argumento que los ricos -y no se me tilde de comunista- han utilizado para mantener a raya a los pobres desde el origen de los tiempos.

El Espectro se colocó a un lado de la puerta.

Cuando las cosas toman mal cariz hay que actuar sobre la marcha. McGuane recurría a veces a métodos que otros consideraban tabú: no matar, por ejemplo, a un agente del FBI, a un fiscal o a un policía, cosa que él había hecho en los tres casos; tampoco era conveniente atacar a gente poderosa que puede causar problemas y llamar la atención. McGuane tampoco se arredraba ante eso.

Cuando Joshua Ford abrió la puerta, El Espectro tenía ya preparada la barra de hierro. Era casi tan larga como un bate de béisbol, provista de un potente muelle que permitía golpear con la energía de una cachiporra y con un simple golpe en la cabeza cascar el cráneo como una cascara de huevo.

Joshua entró en el despacho con el paso decidido y arrogante de hombre rico. Sonrió a McGuane.

– Señor McGuane -dijo.

– Señor Ford -respondió McGuane sonriente.

Al advertir algo a su derecha, Ford se volvió hacia El Espectro con el habitual gesto de mano tendida, pero El Espectro no estaba para saludos. Le propinó en la espinilla un golpe preciso con la barra. Ford cayó al suelo desmadejado lanzando un grito. El Espectro volvió a golpearlo en el hombro derecho. Ford sintió que su brazo no le respondía. El Espectro lo golpeó de nuevo en la caja torácica y se oyó un crujido de costillas al tiempo que el letrado intentaba hacerse un ovillo.

– ¿Dónde está? -preguntó desde la mesa McGuane.

– ¿Quién? -replicó Ford con un gruñido tragando saliva.

Grave error porque El Espectro descargó sobre su tobillo otro golpe que le hizo lanzar un alarido. McGuane miró a sus espaldas el monitor de seguridad y vio que Cromwell seguía cómodamente sentado en la sala de espera. No oiría nada. Ni él ni nadie.

El Espectro golpeó otra vez al abogado en el tobillo, en el mismo sitio, con el resultado de un crujido semejante al de una botella de cerveza aplastada por un coche, y Ford alzó la mano pidiendo clemencia.

La experiencia de los años le había enseñado a McGuane que es mejor golpear antes de preguntar. La mayoría de la gente, ante la amenaza de sufrir daño, trata de evitarlo habla que te habla, y más quienes tienen facilidad de hacerlo. Buscan evasivas y largan medias verdades, mentiras creíbles, convencidos de que según esa lógica el enemigo cederá un tanto. Se valen de la palabra para reducir la tensión.

Hay que privarlos de esa ilusión.

El dolor y el miedo que la agresión física causa resultan devastadores para la psique. Anulan el razonamiento cognitivo -la inteligencia del hombre evolucionado, si se prefiere- y sólo queda el Neandertal, el individuo primitivo cuyo único deseo es evitar el dolor.

El Espectro miró a McGuane y éste asintió con la cabeza. El Espectro se hizo a un lado para permitirle acercarse.

– Se detuvo en Las Vegas -dijo McGuane-. Cometió un gran error. Allí fue a ver a un médico. Hemos comprobado las llamadas interestatales desde teléfonos públicos de las inmediaciones una hora antes y después de su visita. Sólo hay una interesante: la que le hizo a usted, señor Ford. Lo llamó a usted. Y para mayor seguridad puse vigilancia a su despacho y sé que ayer fueron a verlo los federales. Todo coincide. Ken necesitaba un abogado y tenía que ser alguien duro e independiente, no relacionado en absoluto conmigo: usted.

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