Harlan Coben
Muerte en el hoyo 18
Myron Bolitar 4
Título original: Back Spin
Para los Armstrong,
los mejores suegros del mundo,
Jack y Nancy,
Molly, Jane, Eliza, Sara, John y Kate.
Gracias por todo, Anne.
Cuando alguien escribe sobre una actividad con la que disfruta tanto como si lamiese un palo (de golf), necesita que lo ayuden, y mucho. Es por ello que el autor quiere dar las gracias a James Bradbeer Jr., Peter Roisman, Maggie Griffin, Craig Coben, Larry Coben, Jacob Hoye, Lisa Erbach Vance, Frank Snyder, del grupo de noticias rec.sports.golf, Knitwit, Sparkle Hayter, Anita Meyer, todos aquellos amantes del golf que me obsequiaron con sus amenísimos relatos, y, por supuesto, Dave Bolt. Aunque el Open de Estados Unidos es un torneo real y el campo de golf de Merion existe, todo lo que ocurre en este libro es pura ficción. Me he tomado algunas libertades, pero cualquier posible error, como siempre, es responsabilidad de las personas citadas. El autor no tiene la culpa de nada.
Myron Bolitar examinó con el periscopio de cartón aquella multitud ridículamente ataviada. Trató de recordar la última vez que había utilizado un periscopio de juguete. La imagen de los comprobantes de compra de una caja de cereales Cap'n Crunch parpadeó ante sus ojos como esas manchas que aparecen después de mirar hacia el sol y que suelen producir dolor de cabeza.
A través del reflejo en el espejo, Myron observó a un hombre vestido con bombachos (¡bombachos, por el amor de Dios!) que miraba fijamente una minúscula esfera blanca. Los espectadores murmuraban con entusiasmo. Myron contuvo un bostezo. El hombre de los bombachos se puso de cuclillas. Los espectadores ridículamente ataviados intercambiaron codazos antes de sumirse en un silencio imponente, al que siguió una quietud absoluta, como si hasta los árboles, los arbustos y las repeinadas briznas de hierba estuvieran conteniendo la respiración.
Entonces, el hombre de tos bombachos golpeó la esfera blanca con un palo.
El público empezó a comentar el golpe en una jerga indescifrable. El volumen del murmullo aumentó a medida que la bola fue ascendiendo. Algunas palabras se hicieron inteligibles. Luego, frases enteras. «Bonito estilo.» «Espléndido golpe.» «Buen golpe.» «Un estilo realmente bueno.» Enfatizaban la palabra «estilo» como si alguien pudiera pensar que se referían a un estilo de natación o a un estilo arquitectónico.
– Señor Bolitar.
Myron apartó el periscopio de su rostro. Tuvo la tentación de gritar «Arriba periscopio», pero temió que algún socio del exclusivo Club de Golf de Merion lo considerase un acto de inmadurez. Sobre todo durante la disputa del Open de Estados Unidos. Miró por encima del hombro a un hombre de rostro rubicundo que debía de rondar los setenta y comentó:
– Vaya pantalones.
– ¿Disculpe?
– ¿Qué pasa?, ¿tiene miedo de que le atropelle uno de los carros eléctricos?
Los pantalones eran anaranjados y amarillos, de un tono algo m á s brillante que una supenova en el instante mismo de la explosión. Sin embargo, en aquel hombre apenas si destacaban. Parecía como si todos se hubiesen levantado aquel día preguntándose qué indumentaria desentonaría más en el llamado mundo libre. Muchos lucían tonos de verde y anaranjados típicos de los rótulos de neón más vulgares. El amarillo y unos tonos púrpura sumamente raros también abundaban, por lo general juntos, en una combinación de colores que resultaría estrafalaria hasta al equipo de animadoras de un instituto del Medio Oeste. Era como si al verse rodeada por toda aquella belleza natural la gente se empeñara en hacer cuanto estuviera en su mano para compensarla. O quizá fuese otra cosa la que estaba en juego. Quizá la fealdad de la ropa tuviese un origen más funcional. Tal vez en los viejos tiempos, cuando había animales en libertad, los golfistas se vestían de aquella manera para ahuyentara las bestias peligrosas.
Era una buena teoría.
– Tengo que hablar con usted -susurró el anciano-. Es urgente.
Las mejillas, redondas y joviales, contradecían a sus ojos suplicantes. De pronto, tomó a Myron por el brazo.
– Se lo ruego -añadió.
– ¿De qué se trata? -preguntó Myron.
El hombre movió el cuello como si la camisa le apretara demasiado.
– Usted es agente deportivo, ¿verdad? -preguntó.
– Sí.
– ¿Ha venido a captar clientes?
Myron entrecerró los ojos.
– ¿Cómo sabe que no he venido aquí a presenciar el espectáculo cautivador de un puñado de adultos dando un paseo?
El anciano no sonrió, aunque ya se sabe que los golfistas no son famosos precisamente por su sentido del humor. Volvió a estirar el cuello y se aproximó.
– ¿Le dice algo el nombre de Jack Coldren? -le preguntó con un ronco susurro.
– Por supuesto -respondió Myron.
Si el anciano le hubiese hecho la misma pregunta el día anterior, Myron no habría tenido ni idea de quién le hablaba. No era muy aficionado al golf (en realidad, no lo era en absoluto), y Jack Coldren había sido un jugador de tercera fila durante los últimos veinte años, pero se había convertido en el inesperado líder tras la primera jornada del Open, y ahora, cuando sólo quedaban unos pocos hoyos del segundo recorrido, iba en cabeza con una extraordinaria ventaja de nueve golpes.
– Pero ¿por qué me lo pregunta? -quiso saber Myron.
– ¿Y Linda Coldren? -inquirió el hombre-. ¿Sabe quién es?
Aquella pregunta era más fácil. Linda Coldren era la esposa de Jack y la mejor golfista de la última década.
– Sí, sé quien es -respondió Myron.
El hombre se inclinó más hacia él y repitió el gesto con el cuello. Resultaba francamente molesto, además de contagioso. Myron tuvo que luchar contra el deseo de imitarlo.
– Están metidos en un buen lío -susurró el anciano-. Si los ayuda, tendrá dos nuevos clientes.
– ¿De qué clase de lío se trata?
El anciano miró alrededor.
– Aquí hay demasiada gente -le dijo-. Venga conmigo.
Myron se encogió de hombros. No existía ninguna razón que le impidiera acompañarlo. El anciano era la única posibilidad de hacer negocio que había descubierto desde que su amigo y socio Windsor Horne Lockwood III (Win, para abreviar) lo había arrastrado hasta allí contra su voluntad. Dado que el Open de Estados Unidos se celebraba en el Merion, club al que pertenecía la familia Lockwood desde hacía aproximadamente un millón de años, a Win se le había ocurrido que era una gran oportunidad para que Myron consiguiera algún cliente selecto. Myron no lo tenía tan claro. A su juicio, el rasgo principal que lo distinguía de las hordas de agentes que pululaban como cigarras por los verdeantes prados del Club de Golf de Merion era su clara aversión al golf, lo cual con toda probabilidad distaba mucho de constituir un punto a su favor a la hora de ofrecer sus servicios profesionales.
Myron Bolitar dirigía MB SportsReps, una firma de representación de deportistas con sede en Park Avenue, Nueva York. El local lo alquilaba a su antiguo compañero de cuarto de la facultad, Win, un influyente banquero e inversionista cuya rancia y acaudalada familia era propietaria de LockHorne Securities, situada en la misma Park Avenue de Nueva York. Myron se ocupaba de las negociaciones mientras Win, uno de los corredores de bolsa más respetados del país, se ocupaba de las inversiones y las finanzas. El tercer miembro del equipo de MB, Esperanza Diaz, se ocupaba de todo lo demás. Tres ramas con controles y balances. Igual que el Gobierno estadounidense. De lo más patriótico.
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