Harlan Coben - Muerte en el hoyo 18

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Muerte en el hoyo 18: краткое содержание, описание и аннотация

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El golf, precisamente, no es el deporte preferido de Myron Bolitar. Pero ahí está: presenciando entre bostezos el Abierto de Estados Unido. Es el mejor escaparate para un agente deportivo en busca de clientes. Y parece que va a tener suerte: Linda Coldren, número uno en la lista de ganancias en el circuito americano promete contratarle. Antes, sin embargo, tendrá que encontrar a su hijo, que ha desaparecido misteriosamente justo cuando el marido de Linda, Jack, parece que va a tener de nuevo la posibilidad de ganar el torneo. Win, para sorpresa de Bolitar, sin embargo, le va a pedir que no acepte el caso. Myron, por una vez, decide ignorarle y se lanza a la búsqueda de Chad. Muy pronto comprenderá que nunca debió de hacerlo. Descubrirá que un mundo de falsas apariencias, estafas, dolor y muerte, pero, sobre todo, obligará a Win a revivir su pasado, traumas de la infancia que no se olvidan jamás.

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– ¿Ha visto a este muchacho?

Stuart Lipwitz ni siquiera bajó la vista. Sin dejar de sonreír, dijo:

– Lo siento, señor, pero ¿es usted de la policía?

– No.

– Entonces me temo que no puedo ayudarlo. Lo lamento mucho.

– ¿Cómo dice?

– Tendrá que perdonarme, caballero, pero en el Court Manor Inn nos enorgullecemos de nuestra discreción.

– No está metido en ningún lío -dijo Myron-. No soy un detective privado a la caza de un marido infiel ni nada por el estilo.

La sonrisa no se alteró en absoluto.

– Lo lamento, señor, pero esto es el Court Manor Inn. Nuestra clientela contrata nuestros servicios para actividades diversas y con frecuencia prefiere mantenerse en el anonimato. Nuestro deber es respetar su voluntad.

Myron escrutó el rostro del hombre en busca de algún signo de afectación. Nada. Todo en él resplandecía. Myron se inclinó sobre el mostrador para inspeccionarle los zapatos. Pulidos como un par de espejos. Llevaba el pelo peinado hacia atrás. La viveza de sus ojos parecía auténtica.

Myron tardó en reaccionar, pero por fin se dio cuenta de lo que aquella situación exigía. Sacó la cartera y extrajo un billete de veinte dólares. Lo deslizó por encima del mostrador. Stuart Lipwitz lo miró sin moverse.

– ¿Para qué es esto, señor?

– Es un regalo -respondió Myron.

Stuart Lipwitz no lo tocó.

– A cambio de cierta información -prosiguió Myron. Sacó un segundo billete y lo sostuvo en el aire-. Hay otro, si lo quiere.

– Caballero, en el Manor Court Inn tenemos una norma: el cliente ante todo.

– ¿No es ésa la misma norma de las prostitutas?

– ¿Cómo dice, señor?

– No tiene importancia -masculló Myron.

– Soy el nuevo director del Court Manor Inn, señor.

– Eso ya lo sé.

– Además, poseo el diez por ciento de la empresa.

– Su madre debe de ser la envidia de sus amigas. -La misma sonrisa impertérrita-. En otras palabras, señor, estoy en esto a largo plazo. Así es como veo el negocio. A largo plazo. No sólo hoy y mañana, sino el futuro. A largo plazo. ¿Entiende?

– Por supuesto -contestó Myron categóricamente-. Quiere decir a largo plazo.

Stuart Lipwitz chasqueó los dedos.

– Exactamente. Y nuestro lema es: hay muchos sitios donde puede disfrutar de su adulterio, pero nosotros queremos que lo haga aquí.

Myron esperó un momento. Luego dijo:

– Muy franco.

– En el Court Manor Inn trabajamos de firme para ganarnos su confianza, y la confianza no tiene precio. Cada mañana, al levantarme, me lo repito ante el espejo.

– ¿Ese espejo está en el techo?

Seguía sonriendo.

– Permítame que se lo explique de otra manera -dijo-. Si el cliente sabe que el Court Manor Inn es un lugar seguro donde consumar una indiscreción, es más probable que regrese. -Se inclinó hacia delante; le brillaban los ojos-. ¿Lo comprende?

Myron asintió.

– El negocio está en que repitan.

– Exactamente.

– Pero también en las referencias -agregó Myron-; ya sabe-: «Eh, Bob, conozco un sitio estupendo para echar una cana al aire.»

– Veo que lo comprende.

– Todo eso me parece muy bien, Stuart, pero este chaval tiene quince años. Quince. -En realidad, Chad tenía ya dieciséis, pero ¡qué demonios!-. Eso va contra la ley.

La sonrisa permaneció imperturbable, pero adquirió un cierto matiz de decepción para con el alumno favorito.

– Lo lamento, pero debo comunicarle que no tiene razón, señor; en este estado la edad penal es de catorce años. Y, en segundo lugar, no hay ninguna ley que prohíba que un chaval de quince años alquile una habitación de motel.

Aquel tipo estaba mareando la perdiz más de la cuenta, pensó Myron. No había motivo para prolongar la situación si el muchacho nunca había estado allí. Así pues, una vez más debía hacer frente a los hechos. Lo más probable era que Stuart Lipwitz se lo estuviera pasando en grande. Seguro que de ordinario se aburría como una ostra. En cualquier caso, pensó Myron, ya iba siendo hora de sacudir un poco el árbol.

– La hay cuando lo agreden en su motel, Stuart -dijo Myron-. La hay cuando declara que alguien consiguió una copia de la llave en recepción para luego irrumpir en su habitación. -Vaya farol.

– No tenemos copias de las llaves -le replicó Lipwitz.

– Pues de un modo u otro entró.

La misma sonrisa. El mismo tono cortés.

– Si tal fuera el caso, señor, la policía ya estaría aquí.

– Ése será mi próximo paso -amenazó Myron-, si usted no coopera.

– Y quiere saber si este joven -Lipwitz señaló la fotografía de Chad- se alojó aquí.

– Sí.

La sonrisa se hizo más radiante. Myron casi se tuvo que proteger los ojos.

– Pero señor, si lo que usted dice es verdad, este joven estaría en condiciones de declarar por sí mismo si se alojó aquí, con lo que no me necesitaría para obtener esa información.

Myron mantuvo el rostro impasible. El flamante director del Court Manor Inn había sido más listo que él.

– Así es -reconoció, cambiando de táctica al vuelo-. De hecho, me consta que estuvo aquí. No era más que una pregunta rutinaria, como cuando la policía te pregunta cómo te llamas aunque lo sepa perfectamente. Sólo para empezar la conversación. Vaya modo de improvisar.

Stuart Lipwitz empezó a escribir deprisa y sin cuidado en un trozo de papel.

– Aquí tiene el nombre y el número de teléfono del abogado del Court Manor Inn. Él le ayudará a resolver cualquier problema que usted le plantee.

– Pero ¿qué hay de lo de ocuparse personalmente? ¿Qué me dice de la satisfacción garantizada?

– Señor. -El hombre se inclinó hacia delante sin quitarle el ojo de encima. Su rostro y su voz no traslucían ni una pizca de impaciencia-. ¿Puedo ser atrevido?

– Adelante.

– No me creo ni una sola palabra de lo que está diciendo.

– Gracias por el atrevimiento -dijo Myron.

– No, gracias a usted, señor. Y vuelva cuando guste.

– ¿Otra norma de la casa?

– ¿Cómo dice?

– Nada -respondió Myron-. ¿Puedo ser atrevido yo, ahora?

– Sí.

– Le daré un puñetazo muy fuerte en la cara como no me diga si ha visto a este muchacho. -Don Improvisador ya estaba perdiendo la calma.

La puerta se abrió de par en par. Una pareja abrazada entró dando un traspié. La mujer frotaba sin ningún pudor la entrepierna del hombre.

– Necesitamos una habitación con urgencia -urgió el hombre.

Myron se volvió hacia ellos y dijo:

– ¿Tiene tarjeta de cliente habitual?

– ¿Qué?

Stuart Lipwitz no perdió la sonrisa.

– Adiós, señor. Que tenga un buen día -dijo, y volviéndose a la pareja, añadió con una sonrisa aún más amplia-: Bienvenidos al Court Manor Inn. Me llamo Stuart Lipwitz. Soy el nuevo director.

Myron salió en busca del coche. En el aparcamiento, suspiró profundamente y miró hacia atrás. Aquella visita había tenido algo de irreal, como una de esas descripciones de abducciones alienígenas, aunque sin exploración anal. Entró en el coche y marcó el número del teléfono celular de Win. Sólo tenía intención de dejarle un mensaje en el contestador pero, para sorpresa de Myron, Win contestó.

– Diga.

– Soy yo -dijo Myron.

Silencio. Win aborrecía lo evidente. «Soy yo» era una construcción gramatical dudosa (en el mejor de los casos) y una absoluta pérdida de tiempo. Win hubiera adivinado de quién se trataba sólo por la voz. En el caso de que la voz no le hubiera resultado conocida, el hecho de oír «Soy yo» sin duda le hubiera servido de muy poca ayuda.

– Creía que no contestabas las llamadas telefónicas cuando estabas en el campo -prosiguió Myron.

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