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Harlan Coben: Muerte en el hoyo 18

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Harlan Coben Muerte en el hoyo 18

Muerte en el hoyo 18: краткое содержание, описание и аннотация

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El golf, precisamente, no es el deporte preferido de Myron Bolitar. Pero ahí está: presenciando entre bostezos el Abierto de Estados Unido. Es el mejor escaparate para un agente deportivo en busca de clientes. Y parece que va a tener suerte: Linda Coldren, número uno en la lista de ganancias en el circuito americano promete contratarle. Antes, sin embargo, tendrá que encontrar a su hijo, que ha desaparecido misteriosamente justo cuando el marido de Linda, Jack, parece que va a tener de nuevo la posibilidad de ganar el torneo. Win, para sorpresa de Bolitar, sin embargo, le va a pedir que no acepte el caso. Myron, por una vez, decide ignorarle y se lanza a la búsqueda de Chad. Muy pronto comprenderá que nunca debió de hacerlo. Descubrirá que un mundo de falsas apariencias, estafas, dolor y muerte, pero, sobre todo, obligará a Win a revivir su pasado, traumas de la infancia que no se olvidan jamás.

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Myron hizo unas cuantas preguntas más, pero ya le quedaba poco donde hurgar. Pidió permiso para subir a la habitación de Chad, y ella lo precedió por las escaleras.

Lo primero que Myron vio tras abrir la puerta del dormitorio de Chad fueron los trofeos. Había montones. Todos de golf. Todos coronados por una estatuilla de bronce que representaba a un hombre ejecutando un swing, con el palo de golf por encima del hombro y la cabeza erguida. Unas veces el hombrecillo llevaba una gorra de golf. Otras, el pelo corto y ondulado. Había dos bolsas de golf de piel en el rincón de la derecha, ambas repletas de palos. Los retratos de Jack Nicklaus, Arnold Palmer, Sam Snead y Tom Watson cubrían las paredes. Esparcidos por el suelo, varios ejemplares de Golf Digest.

– ¿Chad juega a golf? -preguntó Myron.

Linda Coldren lo miró sin decir palabra. Myron topó con su fija mirada y asintió solemnemente.

– En ocasiones mis facultades deductivas intimidan a ciertas personas -explicó.

Casi logró que sonriera.

– Procuraré no dejarme impresionar -dijo ella.

Myron dio un paso hacia los trofeos.

– ¿Es bueno?

– Muy bueno. -Linda se volvió bruscamente, dando la espalda a la habitación-. ¿Necesita algo más?

– Ahora mismo, no.

– Estaré abajo.

No esperó a que la bendijera.

Myron entró en la habitación. Comprobó el contestador automático del teléfono de Chad. Había tres mensajes. Dos de ellos eran de una chica llamada Becky. A juzgar por lo que oyó, se trataba de una buena amiga. Sólo llamaba para decir, bueno, hola, y ver si quería, bueno, hacer algo aquel fin de semana, ya sabes. Ella y Millie y Suze iban a, bueno, se pasarían por el Heritage, y si le apetecía verlas, bueno, pues ya sabes. Myron sonrió. Los tiempos estarían cambiando, pero aquellas palabras podía haberlas pronunciado una muchacha que hubiese ido al colegio con Myron, con su padre o con el padre de su padre. Las generaciones pasan por un ciclo. La música, las películas, el lenguaje, la moda; todas esas cosas cambian, pero no son más que estímulos externos. Tanto en el interior de unos pantalones con rodilleras como bajo un corte de pelo atrevido, existen los mismos temores, necesidades y sentimientos de inadaptación propios de la adolescencia.

La última llamada era de un muchacho llamado Glen. Quería saber si a Chad le apetecía jugar a golf en «el Pine» aquel fin de semana, ya que el Merion estaría a rebosar por culpa del Open. «Papi -aseguraba a Chad la voz repipi de Glen en la grabación- nos conseguirá hora en el tee, sin problemas.»

Ningún mensaje de Matthew Squires, el gran camarada de Chad.

Conectó el ordenador. Windows 95. Perfecto. Era el mismo que empleaba Myron. Enseguida se dio cuenta de que Chad recibía el correo electrónico a través de America Online. Tanto mejor. Myron pulsó FLASHSESSION. El módem estableció conexión y emitió un breve chirrido. Una voz dijo: «Bienvenido. Tiene correo.» Docenas de mensajes se fueron cargando automáticamente. La misma voz dijo: «Adiós.» Myron repasó el directorio de direcciones de correo electrónico y dio con la de Matthew Squires. Echó una ojeada a los mensajes cargados. Ninguno era de Matthew.

Interesante.

No descartaba en absoluto la posibilidad de que el señor Matthew y Chad estuvieran menos unidos de lo que Linda Coldren creía. También era muy probable que, aunque no fuera así, Matthew no se hubiese puesto en contacto con su amigo desde el miércoles, a pesar de que éste, según cabía suponer, había desaparecido sin previo aviso. Mera casualidad.

En conjunto, resultaba un caso interesante.

Myron descolgó el teléfono de Chad y pulsó el botón de rellamada. Después de la cuarta señal se oyó una voz grabada en el contestador automático: «Has llamado a Matthew. Deja un mensaje si te apetece.»

Myron colgó sin dejar ningún mensaje. No le apetecía. Hmmm. Matthew era la última persona a la que Chad había llamado. Aquello bien podía ser significativo. O no tener nada que ver con nada. En cualquier caso, Myron estaba yendo muy deprisa hacia ninguna parte.

Sirviéndose otra vez del teléfono de Chad, marcó el número de su oficina. Esperanza contestó tras la segunda señal.

– MB SportsReps.

– Soy yo.

La puso al corriente. Ella escuchó sin interrumpirle.

Esperanza Diaz trabajaba en MB SportsReps desde la fundación de la empresa. Diez años atrás, cuando Esperanza sólo tenía dieciocho, era la reina de la Sunday Morning Cable TV. No, no aparecía en ningún publirreportaje, aunque su programa competía con un montón de ellos, sobre todo con aquel del aparato de ejercicios abdominales que guardaba un parecido impresionante con un instrumento medieval de tortura; en su lugar, Esperanza había sido una luchadora profesional conocida como Pequeña Pocahontas, la sensual princesa india. Cubría su ágil y menuda figura con tan sólo un bikini de ante, Esperanza fue elegida la participante más popular del campeonato de lucha libre americano durante tres años consecutivos. Pese a su éxito, a Esperanza no se le subieron los humos.

– ¿Win tiene madre? -preguntó Esperanza con incredulidad cuando Myron puso fin al relato del secuestro.

– Sí.

– Pues mi teoría del engendro surgido de un huevo diabólico se va al traste -repuso ella tras una pausa.

– No tienes remedio.

– ¿Y quién lo tiene? -respondió Esperanza-. Win me cae bien, eso ya lo sabes, pero el chico es un poco… ¿Cuál es el término psiquiátrico oficial? ¡Ah, sí! Lelo.

– Pues ese lelo una vez te salvó la vida -observó Myron.

– Sí, ya, pero imagino que recordarás cómo -repuso ella.

Myron lo recordaba. Un callejón oscuro. Las certeras balas de Win esparciendo materia gris como confeti tras un desfile. Típico de él. Eficaz pero excesivo. Como aplastar un insecto con un martillo de demolición.

– Como dije antes -continuó ella con parsimonia-, un lelo.

Myron deseaba cambiar de tema.

– ¿Algún recado?

– Cerca de un millón, pero ninguno urgente. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿La has visto alguna vez?

– ¿A quién?

– A Madonna -le espetó-. ¿A quién va a ser? A la madre de Win.

– Sólo en una ocasión -respondió Myron. Hacía más de diez años de eso. Él y Win cenaron en el Merion. Win no dirigió la palabra a su madre durante toda la vejada. Pero ella sí le habló. El recuerdo hizo que Myron se estremeciera una vez más.

– ¿Ya le has hablado de este asunto a Win? -preguntó ella.

– No. ¿Qué me aconsejas?

Esperanza reflexionó por un instante.

– Hazlo por teléfono -dijo-. Mantén una buena distancia de seguridad.

3

Decidieron darse un respiro.

Myron seguía en el estudio de los Coldren en compañía de Linda cuando Esperanza telefoneó. Bucky había regresado al Merion en busca de Jack.

– La tarjeta de crédito del chico fue utilizada ayer a las seis y dieciocho de la tarde -notificó Esperanza-. Un reintegro de ciento ochenta dólares. En una sucursal del First Philadelphia de la calle Porter, en la zona sur de Filadelfia.

– Gracias.

Informaciones de ese tipo no eran difíciles de obtener. Cualquiera que tuviese el número de la cuenta estaba en condiciones de hacerlo por teléfono; bastaba con fingir ser el titular. Incluso sin el número, cualquiera que hubiese trabajado en un cuerpo oficial de seguridad tendría los contactos, o los números de acceso, o por lo menos los recursos suficientes para untar a la persona adecuada. Gracias a la superabundancia de tecnología disponible, aquello ya no constituía una tarea excesivamente complicada. La tecnología hacía algo más que despersonalizar; dejaba tus entrañas al descubierto, te destripaba, te despojaba de toda pretensión de vida privada.

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