– Conteste a la pregunta -dijo el policía.
Ya hacía dos horas que duraba aquello; me había bajado la adrenalina y empezaba a notar los huesos doloridos. Estaba harto.
– Vale, he sido yo -dije-. Primero me esposé, luego destrocé muebles, disparé contra las paredes, faltó poco para que la estrangulara en mi propio apartamento y después llamé a la policía. He sido yo.
– Podría haber sucedido así -comentó el policía.
Era un hombre alto con un bigote ceroso que me recordaba la imagen de un cuarteto vocal melódico de los años veinte y treinta. Me había dicho su nombre, pero a partir del segundo policía yo no prestaba atención.
– ¡Pero qué dice!
– Tal vez es una patraña.
– ¿Me he dislocado el hombro, me he cortado las muñecas y he roto una cama para no despertar sospechas?
Se encogió de hombros con ese escepticismo tan propio de los policías.
– Mire, en cierta ocasión intervine en el caso de un tipo que se cortó el pene para hacernos creer que no había matado a su novia. Dijo que habían sido unos negros. La cosa es que, aunque él sólo pretendía darse un corte, se le fue la mano y se lo cortó del todo.
– Qué gran historia -comenté.
– Con usted podría haber sucedido lo mismo.
– Mi pene está perfectamente; gracias por preocuparse.
– Ha dicho que entró alguien en el apartamento, y los vecinos oyeron los disparos.
– Sí.
– ¿Y cómo es que ningún vecino lo vio huir? -replicó mirándome escéptico.
– ¿Porque -y eso era una puñalada en la espalda- eran las dos de la mañana?
Estaba sentado en la camilla con las piernas colgando y comenzaban a dormírseme. Me bajé de un salto.
– ¿Adonde cree que va? -inquirió el policía.
– Quiero ver a Katy Miller.
– No puede -replicó él tirándose del bigote-. Ahora está con sus padres.
Me miró para observar mi reacción y yo procuré poner cara de palo.
– Su padre no tiene muy buena opinión de usted -añadió con otro tirón del bigote.
– Me lo imagino.
– Él cree que esto es obra suya.
– ¿Con qué objeto?
– ¿Se refiere al móvil?
– No, al propósito, la intención. ¿Cree que he querido matarla?
Cruzó los brazos y se encogió de hombros.
– No me parece descabellado.
– ¿Y por qué llamé a la policía si no la había matado? -pregunté-. Si monté semejante artimaña, ¿por qué no la maté?
– No es tan fácil estrangular a una persona -replicó-. A lo mejor creyó que estaba muerta.
– ¿No se da cuenta de lo estúpido que suena eso?
Se abrió la puerta a su espalda y entró Pistillo, que me lanzó una mirada penetrante y profunda. Cerré los ojos y me masajeé el puente de la nariz. Le acompañaba uno de los policías que me habían interrogado antes. El policía hizo una seña a su bigotudo compañero. Éste no pareció muy contento por la interrupción, pero obedeció y salió con el otro de la sala. Estaba solo con Pistillo.
Él estuvo un rato callado dando vueltas por el dispensario, mirando los tarros de vidrio con trozos de algodón, los depresores y el cubo de desperdicios. Los dispensarios suelen oler a antiséptico, pero lo que allí reinaba era una peste a colonia de auxiliar de vuelo. No sabía si era de un médico o de un policía, pero advertí que Pistillo arrugaba la nariz, molesto. Yo ya me había acostumbrado.
– Cuénteme qué ha sucedido -dijo.
– ¿No se lo han explicado sus amigos de la policía?
– Les he dicho que quería que me lo contara usted antes de que lo encierren -replicó Pistillo.
– Quiero saber cómo está Katy.
Reflexionó un instante antes de contestar.
– Le duelen el cuello y las cuerdas vocales, pero se repondrá.
Cerré los ojos con un suspiro de alivio.
– Empiece a hablar -ordenó Pistillo.
Le expliqué lo sucedido y él no dijo nada hasta que llegué a la parte en la que Katy gritaba el nombre de John.
– ¿Tiene idea de quién es ese John? -preguntó.
– Quizá.
– Lo escucho.
– Uno que conocí cuando era niño. Se llama John Asselta.
Pistillo torció el gesto.
– ¿Lo conoce? -inquirí.
Hizo caso omiso de mi pregunta.
– ¿Qué le hace pensar que ella interpelaba a Asselta?
– Fue él quien me rompió la nariz.
Le expliqué la irrupción y la agresión de El Espectro en mi apartamento. Pistillo no parecía contento.
– ¿Asselta estaba buscando a su hermano?
– Eso me dijo.
Pistillo se sonrojó.
– ¿Por qué diablos no me lo has contado antes?
– Sí que es raro, ¿no? -repliqué-. Usted, la persona a quien siempre he podido recurrir, el amigo en quien podía confiar…
– ¿Sabe quién es John Asselta? -insistió enfadado.
– Nos criamos juntos. Lo llamábamos El Espectro.
– Es uno de los locos más peligrosos que andan sueltos por ahí -dijo Pistillo-. No puede haber sido él -añadió negando con la cabeza.
– ¿Por qué está tan seguro?
– Porque ustedes dos siguen con vida.
Se hizo un silencio.
– Asselta es un asesino frío como el hielo -dijo Pistillo.
– ¿Y por qué no está en la cárcel? -repliqué.
– No sea ingenuo. Es muy bueno en lo suyo.
– ¿En matar gente?
– Sí. Vive fuera del país, aunque no sabemos dónde. Formó parte de los escuadrones de la muerte de gobiernos de América Central y ha colaborado con déspotas africanos -añadió Pistillo meneando la cabeza-. No; si Asselta pretendía matarla, ella estaría ahora con una etiqueta de identificación colgada del dedo del pie.
– A lo mejor era a otro John a quien nombraba -dije-. O quizá yo oí mal.
– Tal vez -añadió él pensativo-. Tampoco entiendo que si El Espectro o quien fuese pretendía matar a Katy Miller, ¿por qué no lo hizo? ¿Por qué molestarse en esposarlo a usted?
Era algo que yo me había preguntado también, y sólo se me 1había ocurrido una respuesta.
– ¿Quizá fuera una trampa? -dije.
– ¿Qué clase de trampa? -replicó frunciendo el ceño.
– El asesino me espera. Estrangula a Katy hasta matarla. Después -sentí un escalofrío en la nuca- quizá lo preparara para que pareciera que había sido yo -añadí mirándolo.
Pistillo frunció el ceño.
– No irá a decir «lo mismo que sucedió con mi hermano», ¿verdad?
– Sí, eso es. Lo digo.
– Es una gilipollez.
– Piénselo, Pistillo. Hay algo que nunca pudieron explicar: ¿por qué había sangre de mi hermano en el escenario del crimen?
– Porque Julie Miller se defendió.
– Sabe que no. Había demasiada sangre -repliqué acercándome a él-. A Ken le prepararon una encerrona hace once años y quizás hoy alguien ha querido repetir la historia.
– No sea melodramático -dijo con desdén-. Y le voy a decir una cosa: la policía no se cree esa historia suya de escaparse de las esposas al estilo Houdini. Creen que intentó matarla.
– ¿Y usted que cree? -pregunté.
– Ha venido el padre de Katy y está hecho una furia.
– No es de extrañar.
– Pero da qué pensar.
– Pistillo, usted sabe que yo no he sido, y a pesar del número que me montó ayer, sabe que yo no maté a Julie.
– Le advertí que no se mezclara en esto.
– Y yo opté por no hacer caso de su consejo.
Pistillo lanzó un profundo suspiro y asintió.
– Exacto, tío duro, así ahora verá lo que le espera. -Se acercó e intentó fulminarme con la mirada. Yo no pestañeé-. Va a ir a la cárcel.
Lancé un suspiro.
– Creo que por hoy ya han agotado la cuota mínima de amenazas -dije.
– No son amenazas, Will. Esta misma noche irá a parar al calabozo.
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