Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– Will.

Seguí cabizbajo.

– ¿Sabías que tu hermano estaba allí?

Removí la comida del plato y ella alzó la cabeza para mirarme. Oí cómo el vecino abría y cerraba la puerta, sonó un claxon en la calle y alguien dio voces en un idioma que me pareció ruso.

– Lo sabías -añadió ella-. Sabías que Ken estaba en casa con mi hermana.

– Yo no la maté.

– ¿Qué sucedió, Will?

Crucé los brazos y me recliné en la silla con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás. No quería recordar aquello, pero ¿qué podía hacer? Katy exigía saberlo y tenía derecho a ello.

– Fue un fin de semana muy extraño -dije-. Hacía ya un año que había roto con Julie y no habíamos vuelto a vernos desde entonces. Yo hice varios intentos y me acerqué varias veces durante las vacaciones escolares, pero nunca la encontraba.

– Llevaba mucho tiempo sin venir a casa -dijo Katy.

Asentí.

– Igual que Ken. Por eso digo que fue tan extraño. De repente coincidíamos los tres en Livingston; no sé cuánto tiempo hacía que no sucedía. Además, Ken actuaba de un modo raro; no dejaba de mirar por la ventana y no salía de casa. Estaba implicado en algo; no sé en qué. Bien, él me preguntó si seguía enamorado de Julie y yo le dije que no, que era cosa del pasado.

– Le mentiste.

– Fue como si… -intenté buscar una manera de explicárselo-. Mi hermano era como un dios para mí. Era fuerte y valiente y… -Meneé la cabeza. No lo estaba explicando bien y volví a intentarlo-. Cuando yo tenía dieciséis años, mis padres nos llevaron a España, a la Costa del Sol. Aquello era una fiesta; para los veraneantes europeos era como la fiesta de primavera en Florida. Ken y yo íbamos a una discoteca cerca del hotel y una noche, a los cuatro días de estar allí, un tipo me dio un empujón en la pista; yo me lo quedé mirando, él se echó a reír y seguí bailando. Pero luego se acercó otro y me empujó otra vez y, como yo tampoco hice caso, vino el primero y me tiró al suelo. -Callé de pronto, parpadeando, como tratando de recordarlo claramente-. ¿Sabes lo que hice?

Katy negó con la cabeza.

– Llamar a gritos a Ken. No me levanté de un salto para darle un empujón al tío, sino que llamé a gritos a mi hermano mayor y salí corriendo.

– Tuviste miedo.

– Yo siempre tenía miedo -dije.

– Es lo normal.

Yo no lo creía así.

– ¿Y Ken acudió? -preguntó Katy.

– Claro.

– ¿Y qué?

– Empezaron a pelearse, pero eran una pandilla de escandinavos y a Ken lo zurraron de lo lindo.

– ¿Y tú?

– Yo no di un solo puñetazo. Me aparté a un lado intentando razonar con ellos para que no le pegaran. -Volví a enrojecer de vergüenza. Cuánta razón tenía mi hermano, tan acostumbrado a las peleas: si te pegan, el dolor dura lo que dura, pero la vergüenza del cobarde no desaparece jamás-. Ken salió de aquella refriega con un brazo roto, el brazo derecho, y él, que era un jugador de tenis de categoría nacional -en Stanford se habían interesado por él-, a partir de entonces ya no jugó igual y al final no pudo ir a la universidad.

– Tú no tienes la culpa.

Qué equivocada estaba.

– Lo que quiero decirte es que Ken siempre me defendía. Bueno, entre nosotros nos peleábamos, como todos los hermanos, porque él siempre se burlaba de mí; pero fuera de esas ocasiones estaba dispuesto a partirse el pecho por mí si hacía falta. Y yo nunca tuve valor para hacer lo mismo.

Katy se llevó la mano a la barbilla.

– ¿Qué sucede? -pregunté.

– Nada; que es extraño.

– ¿El qué?

– Que tu hermano fuese tan poco sensible y se acostara con Julie.

– No lo hizo a propósito. Él me preguntó si habíamos terminado y yo le dije que sí.

– Le diste luz verde -comentó ella.

– Sí.

– Y al final fuiste detrás de él.

– Tú no lo entiendes -dije.

– Sí lo entiendo -replicó ella-. Todos hacemos cosas así.

36

Me quedé tan profundamente dormido que no lo oí llegar a hurtadillas.

Había sacado sábanas y mantas limpias para Katy para que estuviera a gusto en el sofá y después de darme una ducha me puse a leer un rato, pero las palabras me bailaban y volvía a leer el mismo párrafo una y otra vez; luego me senté a navegar por Internet y después hice unas flexiones y unos estiramientos de yoga que me había enseñado Cuadrados porque no quería dormirme y dejarme arrastrar por la pena.

Aguanté bastante pero al final el sueño me venció, y había caído en un pozo profundo sin soñar nada, cuando de pronto sentí que me tiraban de la mano y sonaba un clic. Aún medio dormido, quise arrimar de nuevo la mano al costado pero la tenía sujeta por algo metálico que se me clavaba en la muñeca.

Mis párpados se abrieron por completo cuando saltó encima de mí. Cayó con todo su peso, cortándome la respiración. Tragué saliva, pero él me apretó los hombros con las rodillas. Antes de que pudiera reaccionar e intentar pelear, me cogió la otra mano y me obligó a arrimarla a la cabecera de la cama: esta vez no oí el clic pero sentí el metal frío en la muñeca.

Tenía las dos manos esposadas a la cama.

Se me heló la sangre en las venas y por un instante cerré los ojos como siempre hacía en los altercados físicos. Abrí la boca para gritar o decir algo pero él, agarrándome por la nuca, me obligó a moverme hacia delante. Me tapó la boca con un trozo de cinta adhesiva y a continuación, para mayor seguridad, dio una infinidad de vueltas con la cinta alrededor de la cabeza y la boca, como si me empaquetara al vacío.

No podía hablar ni gritar y apenas respirar porque tenía que inhalar el aire por la nariz rota y me dolía una barbaridad. Me dolían también los hombros por las esposas y el peso de su cuerpo, luché, pero fue fútil. Me revolví inútilmente y traté de quitármelo de encima. Aún más fútil. Quise preguntar qué quería, qué es lo que iba a hacerme ahora que estaba indefenso.

En aquel momento pensé en Katy, que estaba sola en el salón.

La habitación estaba a oscuras. Mi agresor era sólo una sombra. Llevaba una especie de máscara, algo negro que me impedía distinguirlo bien. Respirar se había vuelto casi imposible. Forcé un doloroso resoplido. El desconocido me acabó de sellar la boca. Dudó sólo un segundo antes de quitarse de encima. Entonces vi con horror que abría la puerta, entraba en el cuarto donde dormía Katy y volvía a cerrar.

Los ojos se me salían de las órbitas. Intentaba gritar, pero la cinta no permitía que escapara ningún sonido; me sacudí como un potro salvaje, retorciéndome y pataleando, pero no había nada que hacer.

En ese momento paré para escuchar, pero el silencio era absoluto.

De pronto oí que Katy lanzaba un grito.

Dios mío. Me revolví de nuevo. Había sido un grito breve, como si alguien lo hubiera interrumpido cerrando una válvula. Lo que sentí en aquel momento fue pánico, un pánico irrefrenable; tiré con todas mis fuerzas de las esposas y sacudí la cabeza hacia atrás y hacia delante. Nada.

Katy volvió a gritar.

El grito fue más débil esta vez, apenas audible, como el quejido de un animal herido; pero aunque se oyera, a esa hora de la noche nadie haría nada. En Nueva York no. Pero aunque lo hiciera y llamase a la policía, o alguien acudiera a prestar ayuda, sería demasiado tarde.

Sentí un miedo atroz.

Me falló el sentido, como si me hubiera escindido en dos; era presa de la locura. Me revolví como un epiléptico. Me dolía horriblemente la nariz y, con mis inútiles convulsiones, tragué algunas fibras de la cinta adhesiva.

No conseguía nada.

«Dios mío. Bien: cálmate. Tranquilo. Piensa un momento.»

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