Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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Volví la cabeza hacia la esposa de la mano derecha; no me apretaba mucho y había cierta holgura. Tal vez con un movimiento suave lograría sacar la mano. La cuestión era calmarse y procurar encoger la mano lo más posible para que saliera de la anilla.

Lo intenté. Deseando con toda mi alma que la mano se encogiera, estreché la palma juntando cuanto pude el pulgar y el meñique; probé a tirar, primero despacio y luego con ímpetu. Nada. La piel se apelmazó alrededor de la anilla y se me estaba desgarrando. No me importaba. Seguí tirando.

Era inútil.

En la otra habitación había cesado el ruido.

Agucé los oídos y escuché. No se oía nada. Nada. Intenté doblar el cuerpo, intenté levantarme con tanta intensidad que, no sé, quizá levantaría la cama conmigo. Sólo dos o tres centímetros y podría zafarme. La sacudí un poco más. Efectivamente, la cama se desplazó unos centímetros. Pero no sirvió de nada.

Seguía atrapado.

Oí que Katy gritaba otra vez y exclamaba presa del pánico: «John…».

Le cortaron de nuevo la voz.

«John», pensé. «Ha dicho John.»

¿Asselta?

El Espectro…

«Oh, no, Dios mío, por favor, no.» En ese momento se oían sonidos sofocados. Un gruñido, quizá como si ahogasen con una almohada a alguien. Sentí el corazón latirme con fuerza atenazado por el terror y volví la cabeza hacia un lado buscando algo.

El teléfono.

¿Podría…? Tenía las piernas libres y quizá con un movimiento de balanceo lograría llegar a él con los pies y dejarlo caer en la mano. Después quizá marcar el 911 o el cero. Levanté los pies contrayendo los músculos abdominales y los estiré hacia la derecha pero, dominado por la histeria, desnivelé el peso, me deslicé de costado y perdí el control de la dirección de las piernas. Volví a la posición anterior con cuidado de no perder el equilibrio y conseguí alcanzar el teléfono con el pie.

El auricular cayó al suelo.

«Maldita sea.»¿Qué podía hacer? Me quedé en blanco incapaz de razonar y enloquecido, pensando en esos animales que al verse atrapados en un cepo se devoran una pata para liberarse, y empecé a dar tirones con auténtica desesperación hasta agotar mis fuerzas, y estaba a punto de claudicar cuando recordé algo que me había enseñado Cuadrados.

La postura del arado.

Halasana, en hindú. Se lleva a cabo tumbado boca arriba, haciendo apoyo en los hombros para alzar las caderas e impulsar con fuerza las piernas hacia arriba y hacia atrás hasta alcanzar el suelo con los pies por detrás de la cabeza. No sabía si podría llegar tan atrás, pero me daba igual. Contraje el estómago, di un fuerte impulso a las piernas hacia atrás y conseguí rebasar la cabeza y dar con los talones en la pared, pero tenía el pecho contra la barbilla, lo que aún impedía más la respiración.

Apoyé con fuerza los pies contra la pared empujando furioso con la adrenalina al máximo, y la cama se separó de la pared; seguí empujando y pude apartarla un buen trecho. Estupendo. Faltaba lo más difícil. Si no lograba girar mis muñecas en las esposas, no conseguiría nada o me dislocaría las clavículas. Me daba igual.

En el cuarto de estar reinaba el más impresionante silencio.

Completando la voltereta sobre la cama, dejé caer las piernas por inercia al suelo y por suerte las muñecas giraron en las esposas; mis pies aterrizaron al primer impulso pero me raspé los muslos y el abdomen en el larguero de la cama.

Ya estaba de pie detrás de la cabecera.

Seguía esposado y amordazado, pero al menos estaba de pie; sentí otro bombeo de adrenalina.

Bien, ¿ahora qué?

No había tiempo que perder. Agachándome y apoyando el hombro en la cabecera, empujé la cama hacia la puerta como si se tratara de un ataque con trineo. Mis piernas se movían como pistones. No dudé. No cejé.

La cama se estrelló contra la puerta.

El choque fue estrepitoso. Sentí un fuerte dolor en el hombro, en los brazos y en la columna vertebral, y fue como si se me desgarraran las articulaciones, pero no hice caso; retrocedí tirando de la cama y volví a golpear otras dos veces la puerta como con un ariete, mientras dentro de mí resonaban los gritos que la mordaza impedía salir. En el último intento tiré simultáneamente de las esposas al embestir la puerta y la cama chocó contra la pared.

La cabecera se desprendió.

Estaba libre.

Aparté la cama de la puerta y comencé a arrancarme la cinta de la boca pero, como tardaba, giré el picaporte, abrí la puerta y me zambullí en la oscuridad.

Katy estaba en el suelo con los ojos cerrados; parecía desmayada, y el hombre, a horcajadas sobre ella. La agarraba por la garganta.

La estaba estrangulando.

Sin pensarlo dos veces me lancé sobre él como un cohete y me pareció que tardaba una eternidad en alcanzarlo, como si mi movimiento discurriera a través de un líquido oleaginoso. Él me vio llegar y, aunque con tiempo para hacerme frente, no tuvo más remedio que apartar las manos de la garganta de Katy. El bulto oscuro se revolvió contra mí y apoyando las manos en mis hombros como en un bloqueo, y con el pie contra mi estómago, aprovechó el impulso para rodar hacia atrás.

Salí despedido hacia el fondo del cuarto haciendo molinetes con los brazos, pero la suerte volvió a acompañarme -al menos eso pensé- y aterricé sobre el sillón de lectura, en el que me tambaleé un instante hasta derribarlo y golpearme la cabeza con la mesita al caer al suelo.

Saqué fuerzas de flaqueza para no perder el conocimiento y ponerme de rodillas y, cuando iba a lanzarme de nuevo sobre él, lo que vi me puso los pelos de punta:

El enmascarado se había incorporado y, con un puñal en la mano, se acercaba a Katy.

Lo vi a cámara lenta en dos segundos escasos, pero mentalmente fue como si el tiempo se detuviera. Efectivamente, el tiempo es relativo, y a veces se produce ese fenómeno de instantes fugaces o de otros que no terminan nunca.

Estaba demasiado lejos de él para alcanzarlo. Lo sabía. Incluso a pesar del embotamiento, del golpe tras haber chocado con la mesa…

La mesa.

Donde guardaba la pistola de Cuadrados.

«¿Tendría tiempo de cogerla y disparar?», pensé sin dejar de mirar a Katy y al agresor. No; no me daba tiempo; era evidente.

Vi al hombre agacharse y agarrar del pelo a Katy.

Mientras buscaba la pistola logré arrancarme parte de la cinta de la boca y gritar:

– ¡Suéltala o disparo!

Él volvió la cabeza en la oscuridad cuando me arrastraba sobre el vientre estilo comando y, al ver que no estaba armado, se dispuso a rematar la faena. Encontré la pistola. No había tiempo que perder. Apreté el gatillo.

El hombre quedó desorientado por el sonido.

Eso me hizo ganar tiempo; rodé para cambiar de posición y volví a disparar. Él también rodó hacia atrás con la facilidad de un gimnasta pero, como la oscuridad me impedía ver bien su figura, dirigí el arma hacia aquel bulto impreciso y disparé. ¿Cuántas balas tenía el cargador? ¿Cuántos disparos hice?

El bulto retrocedió de un salto sin dejar de moverse. ¿Lo había alcanzado?

Dio un nuevo brinco hacia la puerta y le grité que se detuviera. Él no lo hizo. Pensé en dispararle por la espalda, pero no sé si un rapto de humanidad me lo impidió. Ya había llegado a la puerta y tenía otras preocupaciones.

Miré a Katy y vi que estaba inánime.

37

Otro policía -el quinto según mi cuenta- entró para que le explicase los hechos.

– Primero quiero saber cómo está ella -dije.

El médico ya me había atendido. En las películas, el médico está de parte del paciente y le dice al policía que no puede interrogarlo hasta que no se recupere del todo, pero al que me atendió a mí, un estudiante en período de prácticas en urgencias, un paquistaní, creo, no le movía tal preocupación. Me colocó la clavícula mientras me interrogaban, me puso mercromina en las heridas de las muñecas y me toqueteó la nariz. A continuación, cogió una sierra para metal -a saber qué haría esa herramienta en un hospital- y cortó las esposas mientras acababan de interrogarme. Yo había llegado allí en pijama: chaquetilla y pantalones cortos, y en el hospital me dieron unas chanclas de papel.

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