Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– Creo que Sheila se fue después de la muerte de Julie.

– ¿Mucho después? -pregunté.

– Yo no recuerdo haberla visto después del asesinato -respondió con la vista baja.

Miré a Katy. También ella miraba al suelo. Rose Baker se llevó la mano temblorosa a la boca.

– ¿Sabe adonde fue Sheila? -pregunté.

– No. Se marchó, y era lo único que a mí me importaba.

Ya no nos miraba y me pareció inquietante.

– Señora Baker.

Ella siguió sin alzar la vista.

– Señora Baker, ¿qué más sucedió?

– ¿A qué han venido? -preguntó.

– Ya se lo hemos dicho; queremos saber…

– Sí, pero ¿por qué ahora precisamente?

Katy y yo nos miramos y ella asintió con la cabeza. Me volví hacia la mujer y contesté:

– Ayer encontraron muerta a Sheila Rogers. Asesinada.

Pensé que no me había oído porque no apartaba los ojos de un retrato de lady Di entronizado sobre un cojín de terciopelo, una reproducción grotesca y horripilante de la princesa con dientes azules y cutis de un extraño color bronce. Viendo a la mujer mirar aquella imagen se me ocurrió pensar que allí no había ningún retrato de su esposo, de su familia o de las chicas de la residencia, y me dije si, del mismo modo que yo trataba de indagar sobre aquellas muertes persiguiendo sombras por ahuyentar mi dolor, no le sucedía a Rose Baker algo por el estilo.

– Señora Baker.

– ¿La estrangularon como a las otras?

– No -respondí, y de pronto me volví hacia Katy. Ella también lo había oído-. ¿Las otras, ha dicho usted?

– Sí.

– ¿Quiénes?

– A Julie la estrangularon -dijo.

– Así es.

Hundió los hombros y las arrugas de su rostro se acentuaron. Nuestra presencia había desatado los demonios que ella guardaba en cajas o que quizá mantenía enterrados bajo aquella parafernalia de lady Di.

– No saben lo de Laura Emerson, ¿verdad?

Katy y yo nos miramos de nuevo.

– No -dije.

Rose Baker volvió a divagar con la mirada por las paredes del cuarto.

– ¿De verdad que no quieren un té?

– Por favor, señora Baker, ¿quién es Laura Emerson?

Se puso en pie, se acercó a la repisa de la chimenea y acarició delicadamente un busto de lady Di.

– Otra alumna de la residencia, estudiante del curso anterior a Julie.

– ¿Qué le sucedió? -pregunté.

Rose Baker descubrió una mota en el busto de cerámica y la eliminó con la uña.

– Ocho meses antes que a Julie encontraron muerta a Laura cerca de su casa en Dakota del Norte. Estrangulada también.

Sentí como si unas manos heladas me tirasen de los pies hacia abajo. Katy, pálida como la cera, me miró encogiéndose de hombros para indicarme que ella no sabía nada.

– ¿Descubrieron al asesino? -pregunté.

– No -contestó la mujer-. Nunca.

Traté de filtrar aquel nuevo dato en la historia para ver si aclaraba algo.

– Señora Baker, ¿no la interrogó la policía después del asesinato de Julie?

– La policía no -contestó.

– ¿Quién?

– Dos agentes del FBI.

– ¿Recuerda sus nombres?

– No.

– ¿Le hicieron preguntas sobre Laura Emerson?

– No, pero yo les di datos.

– ¿De qué?

– Les recordé que habían estrangulado a otra chica de la misma residencia.

– ¿Y cómo reaccionaron?

– Me dijeron que no hablara de eso con nadie porque podía comprometer la investigación.

«Demasiado deprisa», pensé. Todo se me venía encima de un modo tan vertiginoso que no lograba atar cabos. Tres mujeres jóvenes muertas, las tres de la misma residencia universitaria. Aquello era un patrón, en mi modesta experiencia. Por consiguiente, el asesinato de Julie no era un acto aislado de violencia casual como nos había hecho creer a todos el FBI.

Y lo peor era que el FBI lo sabía y nos había mentido todos aquellos años.

La pregunta era por qué.

34

Estaba que echaba chispas y con deseos de irrumpir en el despacho de Pistillo, agarrarlo de las solapas y exigir que me diera explicaciones. Pero las cosas no salen como uno piensa. La Autopista 95 estaba llena de obras y se sucedían los atascos, después nos incorporamos al penoso tráfico de la autopista del Bronx, y luego, en la autovía del río Harlem, avanzábamos metro a metro. Me harté de tocar el claxon y de cambiar de carril, pero en Nueva York es lo que hace todo el mundo.

Katy llamó por el móvil a su amigo Ronnie, que manejaba muy bien el ordenador, para que localizase el nombre de Laura Emerson en Internet y Ronnie nos confirmó más o menos lo que ya sabíamos: que había muerto estrangulada ocho meses antes que Julie y que su cadáver fue hallado en el motel Court Manor de Fessenden, en Dakota del Norte. Varios periódicos locales publicaron en primera página la noticia del crimen durante dos semanas hasta que desapareció del todo, sin que en ningún momento se hiciera referencia alguna a una agresión sexual.

En la salida hice una brusca maniobra, me salté un semáforo en rojo y encontré sitio en el aparcamiento Kinney, cerca de Federal Plaza. Echamos a correr hacia el edificio. Yo mantenía la cabeza erguida y el paso apresurado, pero por desgracia topamos con el control de seguridad y tuvimos que someternos al detector de metales. Mis llaves hicieron saltar la alarma. Vacié los bolsillos. Luego fue el cinturón. El vigilante me pasó por el cuerpo un bastón parecido a un vibrador. De acuerdo, estábamos limpios.

En cuanto llegamos al despacho de Pistillo exigí en tono airado que nos recibiera, e inmediatamente su secretaria salió del despacho sonriente como la consorte de un político para decirnos con voz melosa que nos sentásemos. Katy me miró resignada. Yo no me senté. Continué paseando de arriba abajo como un león enjaulado mientras mi indignación iba cediendo.

Quince minutos después, la secretaria nos dijo que el director adjunto responsable Joseph Pistillo -lo dijo así, con el título completo- nos recibiría, y apenas abrió la puerta yo irrumpí en el despacho.

Pistillo aguardaba de pie preparado y torció el gesto al ver a Katy.

– ¿Quién es ésta? -preguntó.

– Katy Miller -respondí.

La miró sorprendido y añadió:

– ¿Qué hace usted con él?

Pero no consentí que cambiara de tema.

– ¿Por qué no nos dijo nada de Laura Emerson? -inquirí.

– ¿De quién? -replicó mirándome.

– No me tome por tonto, Pistillo.

Guardó silencio un instante, y dijo:

– ¿Por qué no nos sentamos?

– Conteste a mi pregunta.

Él se sentó despacio sin apartar los ojos de mí. Su escritorio, recién abrillantado y pegajoso, apestaba a ambientador limón.

– Usted no está en situación de exigir nada.

– A Laura Emerson la estrangularon ocho meses antes que a Julie.

– ¿Y qué?

– Las dos vivían en la misma residencia universitaria.

Pistillo juntó la punta de los dedos haciendo una pausa para ganar tiempo.

– No irá a decirme que no lo sabía -añadí.

– Ah, claro que lo sabía.

– ¿Y no ve ninguna relación?

– Eso es.

Vi que me miraba impasible, pero eso era algo a lo que él estaba acostumbrado.

– No lo dirá en serio -repliqué.

Posó su mirada en las paredes, donde poco había que mirar: una foto del presidente Bush, una bandera americana y algunos diplomas.

– Lo investigamos en su momento, desde luego, y creo que los medios locales lo publicaron, incluso siguieron el caso, aunque no recuerdo, pero al final no llegamos a establecer una conexión real.

– No me tome el pelo.

– A Laura Emerson la estrangularon en otro estado y en otro momento. No había señal de estupro ni de violencia sexual. Y la encontraron en un motel, mientras que a Julie -añadió volviéndose hacia Katy-, a su hermana, la encontraron en casa.

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