Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– ¿Ha hablado con los vecinos?

– Sí. Ya le dije que nadie sabe gran cosa de ellas.

– ¿Y qué descripción física le han dado?

– Ah.

– Ah, ¿qué?

– De eso quería hablarle.

Cuadrados seguía comiendo, pero advertí que escuchaba. Katy no estaba en el cuarto: seguiría en mi habitación vistiéndose o estaría haciendo otra ofrenda a los dioses de porcelana.

– Las descripciones físicas son muy vagas -prosiguió Yvonne-. La mujer tendría unos treinta y tantos años, era morena y guapa. Eso es lo único que me han dicho los vecinos; de la niña, aunque no sabían el nombre, me han señalado que tendría unos once o doce años y pelo castaño claro. Un vecino me la describió como una pequeña preciosa, pero a esa edad ¿qué niña no lo es? La descripción del señor Enfield es la de un hombre alto de unos cuarenta años con pelo gris cortado a cepillo y perilla.

– Entonces no era una de las víctimas -dije.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque he visto una foto del escenario del crimen.

– ¿Cuándo?

– Cuando me interrogó el FBI sobre el paradero de mi novia.

– ¿Vio a las víctimas?

– No muy bien, pero lo suficiente para saber que ninguna de ellas tenía el pelo cortado a cepillo.

– Mmm. Entonces ha desaparecido la familia completa.

– Sí.

– Hay otra cosa, Will.

– ¿Qué?

– Stonepointe es una comunidad nueva y todos se conocen.

– ¿Por qué lo dice?

– ¿Conoce la cadena de supermercados de comida precocinada QuickGo?

– Sí, claro, aquí también hay -contesté.

Cuadrados se quitó las gafas y me miró intrigado. Me encogí de hombros y él se acercó.

– Pues bien, en la urbanización hay uno de esos QuickGo en el que compran casi todos los residentes -añadió Yvonne.

– ¿Y qué?

– Que un vecino jura que el día del crimen vio a Owen Enfield allí a las tres.

– No acabo de entenderla, Yvonne.

– Bueno, se lo digo porque los QuickGo tienen circuito de cámaras de vigilancia -añadió con una pausa-. ¿Me entiende ahora?

– Sí, creo que sí.

– He preguntado -prosiguió-. Conservan las cintas un mes antes de regrabarlas.

– Entonces, si conseguimos la cinta -añadí-, podremos ver qué aspecto tiene ese señor Enfield.

– Sí, exacto, pero el director se cerró en banda y no hubo manera de que me la dejara ver.

– Tiene que haberla -dije.

– Estoy abierta a cualquier sugerencia, Will.

Cuadrados puso su mano en mi hombro.

– ¿De qué se trata? -inquirió.

Tapé el receptor con la mano y dije:

– ¿Tú conoces a alguien relacionado con QuickGo?

– Por increíble que te parezca, la respuesta es no.

Maldita sea. Estuvimos pensando un rato mientras Yvonne tarareaba la musiquilla del anuncio de QuickGo, una de esas melodías perversamente pegadizas que tu cerebro repite sin cesar, y recordé la nueva campaña publicitaria en la que la musiquilla contaba con el añadido de una guitarra eléctrica, un sintetizador y un bajo, y al frente de la banda una famosa cantante pop llamada Sonay.

– No cuelgues, Sonay.

Cuadrados me miró.

– ¿Qué?

– Después de todo, creo que vas a poder ayudar -dije.

33

Sheila y Julie habían sido miembros de la hermandad femenina Ji Gamma. Como conservaba el coche alquilado la noche anterior para ir a Livingston, Katy y yo decidimos emprender un viaje de dos horas rumbo a la Universidad de Haverton en Connecticut a ver qué averiguábamos.

A primera hora de la mañana llamé a la secretaría para verificar unos datos y me dijeron que la directora de la hermandad en aquel entonces era Rose Baker, quien hacía tres años que estaba retirada y vivía en una casa del campus enfrente de la residencia. Ella sería el objetivo principal de nuestra investigación.

Aparcamos delante del edificio de Ji Gamma, que yo recordaba de mis poco frecuentes visitas durante mis años de estudiante en Amherst. Se notaba de inmediato que era una residencia femenina por el falso atrio de columnata grecorromana blanco y con cornisas de un suave fruncido que le confería un toque femenino. A mí me recordaba una tarta de bodas.

El domicilio de Rose Baker era, por decirlo de algún modo, más modesto. Vivía en una casa iniciada en estilo Cape Cod, cuyas líneas habían perdido la elegancia original. El rojo de antaño había sido reemplazado por una anodina capa de pintura color barro; las celosías de las ventanas parecían arañadas por los gatos, y la ausencia de parte del entablillado le confería el aspecto de haber padecido una seborrea aguda.

En circunstancias normales, yo habría acordado una cita. Es algo que en la televisión nunca se tiene en cuenta, pues cuando se presenta la policía buscando a una persona la encuentra siempre en su casa. Siempre me había parecido poco realista y forzado, aunque en ese momento lo entendía mejor. En primer lugar, la locuaz secretaria me había informado que Rose Baker rara vez salía de casa y que en caso de hacerlo nunca iba muy lejos. En segundo lugar, y sobre todo, porque si llamaba previamente a Rose Baker y ella me preguntaba para qué quería verla, ¿qué iba a decirle? No, era mejor presentarse por las buenas con Katy y ver qué podíamos averiguar. Si no estaba en casa, indagaríamos en el archivo de la biblioteca o iríamos a la residencia femenina. Ignoraba en qué grado estas gestiones podían dar resultado pues avanzábamos a ciegas.

Camino de la casa de Rose Baker no pude evitar un sentimiento de envidia por los estudiantes con mochila que veíamos de paseo. A mí me había encantado la universidad y cuanto representa; me encantaba pasar el rato holgazaneando con los amigos, vivir solo y lavar la ropa pocas veces, comer una pizza a medianoche; me encantaba charlar con los profesores más bohemios y abiertos y me encantaba debatir sobre temas trascendentes y crudas realidades que jamás traspasaban los límites del campus.

Al pisar la esterilla con su alegre saludo de bienvenida oí a través de la puerta el sonido de una canción conocida. Hice una mueca de sorpresa y escuché con atención; el sonido llegaba amortiguado pero parecía Elton John, y concretamente la canción Candle in the Wind, del conocido LP doble «Goodbye Yellow Brick Road».

Llamé a la puerta.

– Un momento -dijo una voz cantarina de mujer.

Segundos después se abría la puerta. Rose Baker tendría más de setenta años y me sorprendió verla vestida para ir a un funeral. Todo su atuendo, desde el sombrero de ala ancha con velo hasta los discretos zapatos, era de color negro. Parecía haberse pintado los labios con un espray. Su boca formaba una «O» perfecta; sus ojos eran dos platillos rojos, como si su rostro se hubiera quedado congelado después de un susto.

– ¿La señora Baker? -pregunté.

Ella levantó el velo.

– Sí.

– Me llamo Will Klein; le presento a Katy Miller.

Los ojos platillo se volvieron hacia Katy escrutándola.

– ¿Llegamos en mal momento? -inquirí.

– En absoluto -contestó ella, sorprendida por la pregunta.

– Quisiéramos hablar con usted, si no tiene inconveniente -añadí.

– Katy Miller -repitió ella sin dejar de mirarla.

– Sí, señora -dije yo.

– La hermana de Julie.

Katy lo reafirmó asintiendo con la cabeza. Rose Baker abrió del todo la puerta.

– Pasen, por favor.

La seguimos al cuarto de estar, donde los dos nos quedamos de una pieza al ver la decoración.

Era la princesa Diana.

Estaba por todas partes. El cuarto estaba forrado, cubierto de cachivaches de lady Di. Había fotografías, naturalmente, pero además juegos de té, placas conmemorativas, cojines bordados, lámparas, estatuillas, libros, dedales, vasos de chupito (¡vaya respeto!), un cepillo de dientes (¡nada menos!), una lamparilla de noche, gafas de sol, juegos de sal y pimienta, y qué sé yo. En ese momento me di cuenta de que la canción que sonaba no era la original de Elton John y Bernie Taupin, sino una versión más reciente en memoria de la difunta princesa cuya letra daba el adiós a nuestra «Rosa de Inglaterra» y que, según yo había leído no sé dónde, era el disco más vendido en todo el mundo, y por algo debía ser aunque a mí me traía sin cuidado.

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