– Sé que mi vejiga se resentirá, Will, pero voy a tomarme otro vaso. ¿Quiere usted también algo?
Traté de reaccionar de la impresión.
– ¿Qué quiere decir con que mi hermano estaba allí?
Pero él se tomó su tiempo: abrió el congelador, sacó la bandeja de cubitos de hielo y los desprendió en el fregadero, donde rebotaron en la porcelana; cogió unos cuantos con la mano y los echó en el vaso.
– Antes de nada, quiero que me prometa una cosa.
– ¿El qué?
– Algo relacionado con Katy Miller.
– ¿En qué sentido?
– Ella es una cría.
– Lo sé.
– La situación es peligrosa; no hace falta ser un genio para darse cuenta. No quiero que vuelva a sufrir daño.
– Ni yo.
– Bien, en eso estamos de acuerdo -añadió-. Will, prométame que no volverá a embarcarla en nada.
Lo miré y vi que no era una cuestión negociable.
– De acuerdo -dije-. Ella queda al margen.
Me miró cara a cara para saber si mentía. La verdad era que en eso él tenía razón: Katy ya había pagado un alto precio. No estaba muy seguro de poder soportar que pagara otro aún más alto.
– Hábleme de mi hermano -pedí.
Acabó de servirse el té, se sentó, miró a la mesa y alzó la vista.
– Habrá leído en los periódicos las redadas que hicimos -dijo-, se enteraría de la limpieza que efectuamos en el Fulton Fish Market. Vería en la televisión desfilar a los viejos mafiosos ante el juez y pensaría que todo había acabado. La mafia se ha acabado. Los polis han ganado.
Terminó de servirse té y se reclinó en el asiento. Yo tenía la garganta seca, como atascada de arena, y di un sorbo al té. Era demasiado dulce.
– ¿Conoce la teoría de Darwin? -inquirió.
Pensé que era una pregunta retórica, pero vi que aguardaba una respuesta.
– La supervivencia de los más fuertes, y eso -dije.
– No los más fuertes -replicó-. Esa es la interpretación que ahora se le da, pero es errónea. Para Darwin, los que sobrevivían eran los que mejor se adaptaban, no los más fuertes. ¿Ve la diferencia?
Asentí con la cabeza.
– En resumen, que los criminales más listos supieron adaptarse. Trasladaron sus negocios fuera de Manhattan. Vendían drogas, por ejemplo, en zonas de la periferia menos competitivas. Para ello pusieron en marcha un mercado básico de corrupción en Nueva Jersey. Un ejemplo: Carden, donde tres de los cinco últimos alcaldes han sido convictos de delitos. O Atlantic City, donde el soborno está a la orden del día; y lo de Newark y toda esa reconversión, pamplinas. La reconversión implica dinero y con el dinero llegan los sobornos y la corrupción.
– ¿Qué tiene todo esto que ver, Pistillo? -pregunté rebulléndome en el asiento.
– Sí que tiene que ver, imbécil -replicó enrojeciendo pero sin perder los estribos muy a su pesar-. Mi cuñado, el padre de esos dos niños, intentó limpiar esa escoria de las calles. Era agente secreto. Alguien lo descubrió. Él y su compañero acabaron con dos tiros en la cabeza.
– ¿Y cree que mi hermano estuvo implicado?
– Sí, sí que lo creo.
– ¿Tiene pruebas?
– Mejor que eso -replicó Pistillo sonriendo-: su hermano confesó.
Me eché hacia atrás en la silla como si me hubiese dado un puñetazo y negué con la cabeza. Calma, me dije. Pistillo diría o haría lo que fuera. ¿No había intentado la víspera tenderme una trampa judicial?
– Pero esto es ir más allá de los acontecimientos, Will. Y no quiero que me malinterprete. No creemos que su hermano matase a nadie.
Otro trallazo.
– Pero ¿no acaba de decir…?
– Escuche, ¿quiere? -replicó alzando una mano.
Volvió a levantarse. Comprendí que necesitaba tiempo. La expresión de su cara era curiosamente natural, incluso contenida, pero era debido sobre todo a que reprimía su cólera, aunque yo dudaba mucho si lo lograría y me pregunté cuántas veces daría rienda suelta a su ira al mirar a su hermana.
– Su hermano trabajaba para Philip McGuane. Supongo que sabe quién es.
No estaba dispuesto a decirle nada.
– Continúe.
– Ese McGuane es más peligroso que su amigo Asselta, sobre todo porque es más listo. La DICO lo considera uno de los principales de la costa Este.
– ¿La DICO?
– La División de Investigación del Crimen Organizado. Ya desde muy joven, McGuane lo tuvo claro. Hablando de adaptación, ese tipo es el último superviviente. No voy a entrar en explicaciones sobre el estado actual del crimen organizado: los nuevos rusos, la Tríada, los chinos y los italianos del viejo mundo, ya sabe. Bien, pues McGuane siempre ha ido dos pasos por delante de todos ellos. Era ya capo con veintitrés años y trabaja los sectores clásicos: drogas, prostitución, prestamismo; aunque su gran especialidad es la corrupción, los sobornos y la distribución de droga en mercados menos competitivos apartados de Nueva York.
Recordé que Tanya me había dicho que Sheila vendía droga en la Universidad de Haverton.
– McGuane mató a mi cuñado y a su compañero, Curtis Angler. Su hermano estuvo implicado. Lo detuvimos acusado de delitos menos graves.
– ¿Cuándo?
– Seis meses antes del asesinato de Julie Miller.
– ¿Cómo puede ser que yo no me enterara de nada de eso?
– Porque Ken no se lo dijo. Y porque no era su hermano nuestro objetivo, sino McGuane. Por eso le dimos la vuelta.
– ¿La vuelta?
– Le ofrecimos inmunidad a cambio de su colaboración.
– ¿Querían que testificara contra McGuane?
– Más que eso. McGuane actuaba con suma cautela y no teníamos pruebas suficientes para detenerlo por inducción al homicidio. Nos hacía falta un topo; así que lo preparamos y lo soltamos para que volviera.
– ¿Está diciendo que Ken trabajó de agente secreto para ustedes?
Vi una especie de relámpago cruzar sus ojos.
– No lo ennoblezca -replicó-. Su hermano era un delincuente, no era un agente de la ley, un simple cabronazo dispuesto a salvar el pellejo.
Asentí con la cabeza, diciéndome de nuevo que todo aquello podía ser una patraña.
– Continúe -dije.
Estiró el brazo y cogió una galletita de la encimera. La masticó despacio y dio otro sorbo de té helado.
– No sabemos exactamente qué sucedió; sólo puedo exponerle nuestra hipótesis de trabajo.
– De acuerdo.
– McGuane lo descubrió. Entiéndame. Es un hijo de puta brutal. Para él, matar es siempre una opción, como coger una ruta cuando hay tráfico. Una cuestión de conveniencia, nada más. Es un tipo insensible.
Comprendí adonde quería llegar.
– Así que si McGuane sabía que Ken era un infiltrado…
– Era hombre muerto -espetó él-. Su hermano sabía el riesgo que corría. Nosotros lo vigilábamos de cerca, pero una noche se escapó.
– ¿Porque McGuane lo descubrió?
– Sí, eso creemos. Acabó en su casa. No sabemos por qué. Nos inclinamos a creer que debió de pensar que era el lugar más seguro para esconderse, en cierto modo porque McGuane difícilmente podía imaginarse que fuera capaz de poner en peligro a su familia.
– ¿Y qué más?
– Supongo que se habrá imaginado que Asselta trabajaba también para McGuane.
– Si usted lo dice…
– Asselta -prosiguió sin hacerme caso- también tenía mucho que perder. Usted mencionó a Laura Emerson, la otra chica de la residencia que fue asesinada. Su hermano nos dijo que fue Asselta quien la mató. Murió estrangulada: el método de ejecución preferido de Asselta. Según Ken, Laura Emerson había descubierto lo del tráfico de drogas en Haverton y estaba dispuesta a denunciarlo.
– ¿Y la mataron por eso? -comenté haciendo una mueca.
– Sí, la mataron por eso. ¿Qué se cree que hacen, invitarlos a un helado? Estamos hablando de nosotros, Will. Métaselo bien en la cabeza.
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