Recordé a Phil McGuane cuando venía a casa a jugar al risk. Siempre ganaba. Era silencioso y observador; la clase de chico que transmite tranquilidad, calma: creí recordar que había sido delegado de la clase y que a mí me impresionaba. El Espectro era el psicópata descarado al que se ve venir, mientras que McGuane…
– Bien, el caso es que descubrieron dónde se escondía su hermano. Quizás El Espectro siguió a Julie desde la universidad; no lo sabemos. En cualquier caso dio con su hermano en casa de los Miller. Suponemos que allí intentó matarlos a los dos. Usted declaró que vio a alguien aquella noche. Le creímos. Suponemos que a quien vio fue a Asselta porque encontramos sus huellas en el escenario del crimen. Ken resultó herido, lo que explica la sangre, pero logró escapar dejando a El Espectro con el cadáver de Julie Miller. ¿Qué era lo lógico? Simular que había sido obra de Ken: era una jugada magistral para incriminarlo y meterle incluso más miedo en el cuerpo.
Se detuvo y comenzó a mordisquear otra galletita sin mirarme. Sabía que todo aquello podía ser mentira, pero lo cierto es que parecía sincero. Traté de calmarme para reflexionar y lo miré fijamente, pero él seguía concentrado mirando la galletita. Era el momento de contraatacar a fondo.
– Entonces, todo este tiempo… -Me detuve y tragué saliva-. Así que todo este tiempo usted sabía que Ken no mató a Julie.
– Ni mucho menos.
– Pero si acaba de decir…
– Es una hipótesis, Will, una teoría simplemente. Todos los indicios apuntan a que fue él quien la mató.
– Ni usted mismo se lo cree.
– No me diga qué es lo que creo.
– ¿Qué posible motivo podía tener Ken para matar a Julie?
– Su hermano era mala persona; eso que quede claro.
– Eso no es ningún motivo -repliqué negando con la cabeza-. Si usted sabía que Ken probablemente no la mató, ¿por qué siempre ha afirmado lo contrario?
No me contestó. Tal vez no había necesidad. La respuesta se me evidenció de repente al mirar las fotos de la nevera. Lo explicaban todo.
– Porque quería a toda costa que Ken volviera -dije en contestación a mi propio interrogante-, porque era el único que podía hacer caer a McGuane y, si seguía oculto como testigo protegido, no trascendería al público ni habría cobertura de prensa y caza espectacular al fugitivo; mientras que si Ken había matado a una joven en el sótano de su casa, un caso de corrupción en la periferia urbana, el interés de los medios de comunicación sería masivo. Usted pensó que con unos titulares tan llamativos le resultaría más difícil seguir escondido.
Pistillo continuó mirándose las manos.
– Tengo razón, ¿verdad?
Me miró despacio.
– Su hermano hizo un trato con nosotros -replicó con frialdad-. Al huir, lo rompió.
– ¿Y eso le autoriza a usted a mentir?
– Me autoriza a perseguirlo con todos los medios necesarios.
Temblaba literalmente de rabia.
– ¿Y que a nuestra familia la parta un rayo?
– No me venga con ésas.
– ¿Sabe lo que nos ha hecho pasar?
– ¿Sabe qué le digo, Will? Me importa un bledo. ¿Tanto han sufrido? Mire a mi hermana a los ojos. Mire a sus hijos.
– Eso no justifica…
– No me diga lo que está bien y lo que está mal -dijo dando un palmetazo en la mesa-. Mi hermana fue una víctima inocente.
– Igual que mi madre.
– ¡No! -exclamó golpeando otra vez la mesa, ahora con el puño, y apuntándome con el dedo-. Hay una gran diferencia entre ellas; que quede claro. Vic era policía y lo asesinaron. No tuvo elección. No pudo hacer nada por evitar el sufrimiento de los suyos. Su hermano optó por huir. Fue decisión suya. Si con ello causó sufrimiento a su familia, reprócheselo a él.
– Fue usted quien lo obligó a huir -repliqué-. Lo perseguían para matarlo y usted lo agravó haciéndole creer que iban a detenerlo por homicidio. No le quedó otro remedio; usted lo empujó a la clandestinidad.
– Fue él quien lo eligió.
– Usted quería ayudar a su familia y para ello ha sacrificado a la mía.
Pistillo volvió a dar un puñetazo que hizo estrellarse el vaso en el suelo, salpicándome de té. Se levantó y me miró de arriba abajo.
– No se le ocurra comparar lo que sufrió su familia con lo que sufrió mi hermana. No se le ocurra.
Lo miré cara a cara. Era inútil discutir con él y no sabía si realmente decía la verdad o tergiversaba los hechos a su manera. En cualquier caso, quería saber más. No convenía llevarle la contraria. La historia no se había acabado y quedaban muchos interrogantes pendientes.
Se abrió la puerta y Claudia Fisher asomó la cabeza para ver qué había sido el estrépito. Pistillo alzó una mano para darle a entender que no sucedía nada y volvió a sentarse. Ella, tras una pausa, se retiró.
Pistillo tenía aún la respiración alterada.
– ¿Qué sucedió después? -pregunté.
– ¿No se lo imagina? -respondió alzando la vista.
– No.
– En realidad fue una casualidad. Uno de nuestros agentes fue de vacaciones a Estocolmo. Pura casualidad.
– ¿De qué está hablando?
– Nuestro agente vio un día a su hermano por la calle -dijo Pistillo.
– Un momento -repliqué estupefacto-. ¿Eso cuándo fue?
Pistillo reflexionó un instante.
– Hace cuatro meses.
– ¿Y Ken se escapó? -pregunté sin salir de mi asombro.
– Ni hablar. El agente no quiso arriesgarse y lo detuvo allí mismo.
Pistillo juntó las manos y se inclinó hacia mí.
– Lo cogimos -dijo casi en un susurro-. Cogimos a su hermano y lo trajimos aquí.
Philip McGuane sirvió el coñac.
Habían retirado el cadáver del joven abogado Cromwell, pero Joshua Ford aún estaba tirado en el suelo como un guiñapo, vivo y consciente, pero inmóvil.
McGuane tendió una copa al Espectro y se sentaron los dos. McGuane dio un buen trago mientras El Espectro sonriente calentó la copa entre sus manos.
– ¿Qué? -preguntó McGuane.
– Es un buen coñac.
– Sí.
El Espectro miró el licor.
– Estaba recordando cuando íbamos al bosque detrás de Riker Hill a beber la cerveza más barata que lográbamos encontrar. ¿Te acuerdas, Philip?
– Schlitz y Old Milwaukee -dijo McGuane.
– Eso es.
– Ken tenía un amigo en aquella tienda. Cuando le despachaba nunca le pedía el carnet.
– Buenos tiempos -añadió El Espectro.
– Éstos son mejores -dijo McGuane alzando su copa.
– ¿Tú crees? -preguntó El Espectro dando un sorbo y tragándolo con los ojos cerrados-. ¿Sabes eso que dicen de que toda elección que haces divide el mundo en dos universos distintos?
– Lo sé.
– Muchas veces me pregunto si hay otros mundos en que nos transformamos o si, por el contrario, estamos irremediablemente destinados a vivir en éste.
– No me estarás tomando el pelo, John, ¿verdad?
– Ni mucho menos -respondió El Espectro-. Es que hay momentos de franqueza en que no puedo por menos de preguntarme si tenía que ser así.
– A ti te gusta hacer daño, John.
– Es cierto.
– Siempre has disfrutado con ello.
El Espectro reflexionó un instante.
– No, no siempre. Aunque, por supuesto, la clave reside en el porqué.
– ¿El porqué de que te guste hacer daño a la gente?
– No sólo hacerles daño. Me gusta que sufran cuando los mato. Elegí la estrangulación porque es una muerte horrorosa. No hay una bala rápida. Ni una puñalada mortal. Los estrangulados mueren lentamente hasta dar la última bocanada angustiosa por falta de oxígeno. Es un proceso que se sigue de cerca, mirando cómo se debaten por la falta de aire.
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