Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– Entonces, ¿tú cómo te lo explicas?

– No me lo explico -respondió él parando en la calle-. Pero estamos usando mucho la cabeza y tal vez convendría tener también en cuenta el corazón.

– Suena muy bonito, Cuadrados -repliqué frunciendo el ceño-, pero no sé si tiene sentido.

– Pues escucha otra alternativa: vamos a dar el último adiós a la Sheila que conocimos.

– ¿Aunque fuese una falsaria?

– Aunque lo fuese. Quizás averigüemos algo. Que nos sirva para entender qué sucedió.

– ¿No eras tú quien decías que probablemente no nos gustaría lo que descubriésemos?

– Pues sí. Mira que listo soy -añadió él moviendo las cejas.

Yo sonreí.

– Es un deber, Will. En su memoria.

Tenía razón. Había que poner fin a aquello. Necesitaba respuestas y quizás en el funeral obtuviéramos algún indicio, el hecho en sí de enterrar a mi falsa amada contribuiría a cicatrizar mis heridas. No lo creía, pero estaba dispuesto a intentar lo que fuese.

– Además, hay que tener en cuenta a Carly. ¿No es nuestro cometido ayudar a niños? -añadió Cuadrados señalando por la ventanilla.

– Sí -contesté volviéndome hacia él-. Y hablando de niños… -agregué.

Aguardé. No veía sus ojos, porque muchas veces, de noche, como en la vieja canción de Corey Hart, llevaba gafas de sol, pero advertí que apretaba el volante.

– Cuadrados.

– Ahora hablamos de Sheila -replicó en tono cortante.

– Eso pertenece al pasado y por mucho que averigüemos no podemos cambiarlo.

– Centrémonos en una sola cosa, ¿de acuerdo?

– No -repliqué-. Somos amigos y se supone que esto es un toma y daca.

Negó con la cabeza y puso en marcha la furgoneta. Circulamos en silencio. Yo miraba su rostro sin afeitar picado de viruelas. El tatuaje parecía más oscuro y vi que se mordía el labio inferior.

– Nunca se lo dije a Wanda -reveló al cabo de un rato.

– ¿Que eras padre?

– De un hijo -respondió en voz baja.

– ¿Dónde está?

Apartó una mano del volante para rascarse algo en la cara y noté que le temblaba al hacerlo.

– Antes de cumplir cuatro años estaba bajo dos metros de tierra.

Cerré los ojos.

– Se llamaba Michael. Yo no quería saber nada de él. Sólo lo vi dos veces y luego lo dejé en manos de su madre, una drogadicta de diecisiete años a quien no se le podía confiar ni un perro. Un día, cuando el niño tenía tres años, ella iba conduciendo colgada y se estrelló contra una pared. Se mataron los dos. Aún no sé si fue un suicidio o no.

– Cuánto lo siento -dije.

– Ahora tendría veintiún años.

Quise musitar algo pero no me salía y al fin opté por decir:

– De eso hace mucho tiempo. Tú eras un crío.

– No trates de racionalizarlo, Will.

– No es eso. Lo que quiero decir… -no sabía cómo seguir- es que si yo tuviera un hijo te pediría que fueses el padrino para que lo cuidaras tú si a mí me sucediese algo. Y no lo haría por amistad o lealtad, sino por el bien de mi hijo.

Él tardó un rato en hablar.

– Hay cosas que no se perdonan nunca -dijo.

– Tú no lo mataste, Cuadrados.

– Sí, claro; no se me puede reprochar nada.

Nos detuvimos en un semáforo en rojo y él puso la radio. No era una emisora de música sino una de las que transmiten información comercial, que en aquel momento anunciaba una dieta milagrosa. Agarró y se inclinó con los codos apoyados en el volante.

– Veo a esos chicos de la calle e intento ayudarlos sin dejar de pensar en todo momento si realmente cumplo bien ayudando a muchos, si quizá con eso redima lo que hice con Michael, no sé, como si de algún modo lo ayudase. -Se quitó las gafas de sol y su voz se hizo más grave-. Pero lo que sí sé, y siempre he sabido, es que por mucho que haga soy una mierda.

Negué con la cabeza deseando que se me ocurriera algo que lo pudiera consolar, que lo iluminara o lo distrajera al menos, pero no lo conseguí. Todo lo que pensaba sonaba a trillado y falso. Como en casi todas las tragedias, lo que había dicho explicaba muchas cosas pero, a pesar de todo, no permitía entender cómo era aquel hombre en el fondo.

– Creo que te equivocas -dije al fin.

Se puso de nuevo las gafas, se concentró en la conducción y comprendí que quería inhibirse, pero decidí insistir.

– Dices que tenemos que ir al entierro por deber hacia Sheila. ¿Y qué me dices de Wanda?

– Will.

– ¿Qué?

– No quiero hablar más de esto.

48

El vuelo a primera hora a Boise se desarrolló sin incidentes. Salimos de La Guardia, un aeropuerto horrible donde los haya. Fui en mi asiento en clase turística detrás de una viejecita que mantuvo el suyo inclinado sobre mis rodillas durante todo el viaje. La contemplación de sus pelos grises y de su cráneo descolorido -tenía prácticamente su cabeza en mi regazo- me ayudó a distraerme durante el vuelo.

Cuadrados iba a mi derecha leyendo un artículo sobre su persona en Yoga Journal y de vez en cuando movía la cabeza asintiendo a alguna afirmación sobre él que hacía el artículo, y farfullaba: «Cierto, ya lo creo, eso es lo que soy», simplemente para incordiarme: para eso es mi mejor amigo.

Logré mantener mi mente en blanco hasta que vi el indicador de bienvenido a Mason, Idaho. Cuadrados había alquilado un Buick Skylark y nos perdimos dos veces por el camino porque, incluso allí en el quinto pino, como dicen, lo único visible son los habituales y monstruosos hipermercados que imponían en el paisaje su desproporcionada monotonía.

Era una iglesia pequeña y blanca sin nada de particular y, nada más verla, reparé en Edna Rogers, que estaba sola en la puerta fumando un cigarrillo. Cuadrados paró el coche y sentí un nudo en el estómago. Bajé del Buick y pisé aquella seca hierba; Edna Rogers miró hacia nosotros y sin quitarme los ojos de encima exhaló una larga bocanada de humo.

Caminé hacia ella flanqueado por Cuadrados, sintiéndome vacío, ausente. Era el funeral de Sheila, íbamos a enterrarla y la sola idea era como la banda horizontal de interferencia de los antiguos televisores.

Edna Rogers continuó fumando con sus ojos duros sin una lágrima.

– No sabía si darían con el camino -comentó.

– Aquí estoy.

– ¿Ha sabido algo de Carly? -inquirió.

– No -mentí en cierto modo-. ¿Y usted?

Negó con la cabeza.

– La policía no indaga como es debido. Dicen que no hay constancia de que Sheila tuviese una hija. Para mí, que ni creen que exista.

A continuación balbució cosas imprecisas pero Cuadrados la interrumpió para dar el pésame al mismo tiempo que se acercaba más gente, en su mayor parte hombres con traje; escuché y comprendí que eran casi todos compañeros de trabajo del padre de Sheila en una fábrica de cerraduras para garajes. Me pareció extraño, pero en aquel momento apenas le di importancia. Estreché varias manos de gente cuyo nombre no recuerdo. El padre de Sheila era alto y bien parecido; me saludó con un fuerte abrazo y se apartó con sus compañeros. Sheila tenía un hermano y una hermana, dos jóvenes hoscos y distantes.

Permanecimos fuera de la iglesia como si temiéramos iniciar la ceremonia y la gente se dividió en grupos. Los más jóvenes lo hicieron con la hermana y el hermano de Sheila; el padre se situó en el centro de un semicírculo de hombres trajeados, todos con una enorme corbata, manos en los bolsillos y cabeza gacha, mientras que las mujeres formaron otro grupo junto a la entrada.

Cuadrados atraía la atención, pero estaba acostumbrado. No se había cambiado los vaqueros polvorientos aunque había añadido una chaqueta azul con corbata gris. Comentó con una sonrisa que, si se hubiera puesto un traje, Sheila no lo habría reconocido.

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