Finalmente, la gente comenzó a entrar en la iglesia; me sorprendió la concurrencia, pero la verdad es que todos los que habían hecho acto de presencia era por deferencia a sus padres y no por Sheila, que hacía mucho tiempo que no vivía allí. Edna Rogers se acercó a mí y me agarró del brazo, alzó la cabeza decidida y forzó una sonrisa. Yo no sabía qué pensar de aquella mujer.
Entramos al fin en la iglesia, que llenaban los murmullos y comentarios sobre lo «guapa» que estaba Sheila y que «no parecía muerta», una afirmación que a mí me resulta realmente siniestra. No soy religioso, pero si voy a un funeral me inclino a adoptar la actitud habitual entre nosotros los judíos, que damos el adiós a nuestros difuntos y los enterramos cuanto antes en un ataúd cerrado.
No me gustan los ataúdes descubiertos.
No me gustan por razones evidentes. Contemplar un cadáver, un cuerpo que carece de fluidos vitales, que ha perdido su energía, y se expone embalsamado, bien vestido, maquillado, como una figura de cera del museo de madame Tussaud o algo peor, tan real que casi espera uno que respire o que se incorpore de pronto, me resulta espantoso. Pero, por otro lado, ¿qué clase de imagen perdura en los dolientes que ven un cadáver que parece un salmón ahumado? ¿Me apetecía a mí conservar un último recuerdo de aquella Sheila que yacía con los ojos cerrados en una caja bien acolchada y hermética de caoba? ¿Por qué acolchan de esa manera los féretros? Cuando me incorporé al final de la cola del brazo de Edna Rogers para contemplar sus despojos, estos pensamientos abrumadores pesaban insoportablemente sobre mí.
Pero era un formalismo inevitable; la señora Rogers me apretó del brazo quizá más de lo debido y al acercarnos noté que le fallaban las piernas. La sostuve y ella volvió a sonreírme, esta vez con auténtica dulzura.
– Yo la quería -musitó-. Una madre nunca deja de querer a sus hijos.
Asentí con la cabeza sin atreverme a hablar y avanzamos un paso más, como cuando se va a embarcar en avión, y se me antojó que no me habría extrañado oír una voz que anunciara: «Los deudos a partir de la fila veinticinco pueden mirar el cadáver». Qué idea más tonta, me dije; pero dejé vagar mi imaginación por distanciarme de todo aquello.
Cuadrados cerraba la cola, detrás de nosotros. Yo mantenía la vista a un lado, pero a medida que nos aproximábamos me fue venciendo de nuevo la irracional esperanza. Creo que es algo corriente porque me sucedió también en el entierro de mi madre y me vino el pensamiento de que quizá todo fuera un error, una equivocación garrafal y que, al mirar aquel féretro, estaría vacío o no sería Sheila la muerta. Quizá por eso hay quienes prefieren los ataúdes descubiertos, pues dejan ver la irremediable realidad. Yo estaba al lado de mi madre cuando murió y fui testigo de su último suspiro y, sin embargo, aquel mismo día me acerqué al féretro para cerciorarme, por si Dios había cambiado de parecer.
Es un fenómeno que debe darse en mucha gente, pues no aceptar la realidad forma parte del proceso del duelo y uno se aferra a la esperanza. Era lo que a mí me sucedía en aquel momento: imploraba a una entidad en la que no creo, rogando un milagro en virtud del cual, de alguna manera, las huellas dactilares, el FBI, los padres de Sheila y todos aquellos amigos y familiares fueran un tremendo error y Sheila estuviera viva y no hubiera muerto a manos de unos asesinos que la dejaron tirada en una cuneta.
Naturalmente, no sucedió nada de eso.
No exactamente.
Cuando Edna Rogers y yo llegamos junto al féretro, miré sacando fuerzas de flaqueza y fue como si el suelo se hundiera bajo mis pies. Me precipité en un pozo sin fin.
– Qué bien la han arreglado, ¿verdad? -susurró la señora Rogers apretándome el brazo y rompiendo a llorar.
Pero yo estaba en otro sitio, muy lejos de ella. Mirando aquel rostro hasta que la verdad se abrió paso en mi cerebro.
Efectivamente, Sheila Rogers estaba muerta. Sin ningún género de duda.
Pero la mujer que yo amaba, la mujer con quien yo había vivido, a quien había abrazado y con quien quería casarme, no era Sheila Rogers.
No me desmayé, pero estuve a punto.
Todo me daba vueltas y tuve una especie de cortocircuito visual que me hizo perder el equilibrio y por poco caigo encima de Sheila Rogers, una mujer a quien no había visto en mi vida y a quien tan bien conocía. Una mano me sostuvo por el brazo. Era Cuadrados; vi que estaba muy serio y pálido y, al cruzarse nuestras miradas, él asintió casi imperceptiblemente con la cabeza.
No había sido mi imaginación ni un espejismo. Él también lo había visto.
Nos quedamos hasta el final. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Sentado en aquel banco, mudo, era incapaz de apartar mis ojos del cadáver de la desconocida; estaba conmocionado y temblaba, pero a nadie le extrañaba. Al fin y al cabo, era un funeral.
Después de dar sepultura a Sheila Rogers, su madre nos invitó a ir a su casa, pero nosotros nos disculpamos diciendo que perderíamos el avión. Subimos al coche de alquiler, Cuadrados lo puso en marcha y hasta que no estuvimos lejos no lo paró para que yo diera rienda suelta a mi emoción.
– A ver si pensamos lo mismo -dijo Cuadrados.
Yo asentí con la cabeza, ya casi sobrepuesto. De nuevo tenía que reprimirme, esta vez la posible euforia. No me centré en la nueva perspectiva que abría el hecho. Sólo en pequeños detalles. En minucias. Fijé la atención en un solo árbol porque era imposible ver todo el bosque.
– Todo cuanto hemos averiguado sobre Sheila -dijo Cuadrados-, su huida, los años que estuvo haciendo la calle, lo de las drogas, la habitación que compartía con tu ex novia, sus huellas dactilares en casa de tu hermano…, todo eso…
– Es aplicable a la desconocida que acaban de enterrar -añadí.
– Por consiguiente, la Sheila que conocemos, quien creíamos que era Sheila…
– No hizo ninguna de esas cosas y no era la persona que creíamos.
– Un buen montaje -dijo Cuadrados reflexivo.
– Desde luego -añadí casi sonriente.
En el avión, Cuadrados dijo:
– Si nuestra Sheila no ha muerto, es que está viva.
Lo miré.
– Oye, hay gente que paga una pasta por tener acceso a mi sabiduría -añadió.
– Y pensar que a mí me sale gratis.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Donna White -contesté cruzando los brazos.
– ¿El nombre falso que le procuraron los Goldberg?
– Exacto. ¿La agencia sólo hizo una verificación en ciertas líneas aéreas?
Cuadrados asintió con la cabeza.
– Según la hipótesis de que había volado hacia el oeste.
– ¿Puedes decir a la agencia que amplíe la investigación?
– Claro.
Nos sirvieron el «tentempié». Mi cerebro no cesaba de funcionar. Aquel vuelo me estaba viniendo muy bien porque me daba tiempo para pensar. Desgraciadamente, a la par, me hacía volver a la realidad y considerar las repercusiones. Dejé a un lado aquel pensamiento. No quería nubarrones que enturbiaran mis razonamientos, al menos de momento, que sabía tan poco. Bueno, no era tan poco.
– Ahora se explican muchas cosas -dije.
– ¿Por ejemplo?
– Tanto secretismo y que no quisiera hacerse fotos, que tuviera tan pocas pertenencias, que no quisiera hablar de su pasado.
Cuadrados asintió con la cabeza.
– En cierta ocasión, Sheila -me detuve porque seguramente no era ése su nombre- se fue de la lengua y me dijo que se había criado en una granja, cuando en realidad el padre de la verdadera Sheila Rogers trabaja en una fábrica de cerraduras para garajes. Aparte de que se resistía a llamar a sus padres porque…, bueno, sencillamente, porque no eran sus padres. Yo pensé que los detestaba porque la habían maltratado.
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