Busqué a Tanya con la mirada pero ya no estaba.
Anunciaron que había algo para comer en la cantina y fuimos despacio hacia allí. Vi a la madre de Sheila en un rincón, aferrando entre sus manos un bolsito; parecía agotada, como si la vitalidad se le hubiera escapado por una herida abierta. Me acerqué a ella.
– ¿Usted es Will? -preguntó.
– Sí.
– Yo soy Edna Rogers.
No nos abrazamos, ni nos dimos un beso en las mejillas ni nos estrechamos la mano.
– ¿Dónde podemos hablar? -añadió.
La conduje pasillo adelante hacia la escalera. Cuadrados comprendió que queríamos estar solos y se plantó allí para que nadie nos siguiera. Cruzamos por delante del nuevo servicio médico, las consultas de psiquiatría y los cuartos de tratamiento para drogadictos. Muchas de las jóvenes que se han escapado de casa y llegan al centro de acogida acaban de dar a luz o están embarazadas, y allí procuramos darles tratamiento. Entre los jóvenes que acogemos, muchos tienen problemas mentales graves, a quienes procuramos ayudar, y no son menos, desde luego, los que sufren incontables problemas a causa de las drogas y tampoco regateamos esfuerzos.
Encontramos un cuarto libre y entramos. Cerré la puerta.
– Ha sido un acto precioso -dijo la señora Rogers vuelta de espaldas.
Asentí con la cabeza.
– No tenía ni idea -dijo meneando la cabeza- de que Sheila hubiese superado así su pasado. Me hubiera gustado verlo. Ojalá me hubiese llamado para decírmelo.
Yo no sabía qué decir.
– Sheila nunca me hizo sentirme orgullosa de ella mientras estuvo viva -añadió Edna Rogers hurgando en el bolso casi con furia y sacando un pañuelo con el que se sonó con fuerza. Luego volvió a guardarlo-. Sé que le parecerá cruel. Era una niña preciosa y ejemplar en la escuela elemental, pero luego -desvió la mirada y se encogió de hombros- cambió. Se volvió hosca, se quejaba de todo y siempre estaba de mal humor; me robaba dinero del bolso y se escapaba constantemente de casa. No tenía amigas, los chicos la aburrían y no quería estudiar, odiaba tener que vivir en Masón. Luego, un buen día dejó la escuela y se fue de casa para no volver.
Me miró como si esperase una respuesta por mi parte.
– ¿Nunca más la vio? -pregunté.
– Nunca.
– No lo entiendo -dije-. ¿Qué sucedió?
– ¿Quiere decir qué es lo que la hizo marcharse definitivamente?
– Sí.
– Piensa que hubo un acontecimiento concreto determinante, ¿verdad? -En ese momento alzó la voz en tono desafiante-. Que su padre abusó de ella o que yo le pegaba, algo que lo explique por qué es lo que suele suceder: simple y claro, causa y efecto. Pues no hubo nada de eso. Nosotros, como padres, no éramos perfectos, ni mucho menos, pero no fue culpa nuestra.
– No pretendía insinuar…
– No me diga qué pretendía insinuar.
Echaba fuego por los ojos y frunció los labios mirándome con insolencia. Opté por cambiar de tema.
– ¿Sheila no la llamaba nunca? -pregunté.
– Sí.
– ¿A menudo?
– La última vez fue hace tres años.
Calló aguardando a que yo volviera a preguntar.
– ¿Desde dónde la llamó?
– No me lo dijo.
– ¿Qué es lo que contó?
Esta vez, Edna Rogers tardó un buen rato en contestar. Comenzó a dar vueltas por el cuarto mirando las camas y las cómodas; mulló una almohada y la colocó debidamente sobre la sábana.
– Sheila me llamaba cada seis meses aproximadamente; solía estar colocada o borracha o puesta, como se diga. Se ponía sentimental y las dos llorábamos, y me decía cosas terribles.
– ¿Como qué?
Meneó la cabeza.
– Eso que dijo antes abajo ese hombre del tatuaje en la frente, de que os habíais enamorado, ¿es cierto?
– Sí.
Se irguió y me miró con los labios insinuando tal vez una sonrisa.
– Así que Sheila se acostaba con su jefe -comentó en un tonillo siniestro.
Edna Rogers frunció algo más aquella extraña sonrisa y fue como si se convirtiese en otra persona.
– Ella trabajaba como voluntaria -repliqué.
– Claro, ¿y qué es exactamente lo que hacía voluntariamente por ti, Will?
Sentí un escalofrío en la espalda.
– ¿Aún quiere seguir juzgándome? -añadió.
– Creo que es mejor que se vaya.
– No puede aceptar la verdad, ¿no es así? Cree que yo soy una especie de monstruo que dejé a mi hija abandonada sin motivo.
– A mí no me corresponde decirlo.
– Sheila era mala. Mentía, robaba…
– Creo que ahora empiezo a entenderlo -dije.
– Entender, ¿qué?
– Por qué se fue.
Parpadeó y volvió a mirarme furiosa.
– Usted no la conocía y sigue sin conocerla.
– ¿Acaso no ha oído usted nada de lo que han dicho de ella en el acto?
– Lo he oído -replicó Edna Rogers en tono más conciliador-. Pero yo esa Sheila no la he conocido, nunca se mostró así conmigo. La Sheila que yo conocía…
– Con el debido respeto, no estoy de ánimo para escuchar cómo sigue hablando mal de ella.
Edna Rogers se detuvo. Cerró los ojos y fue a sentarse en el borde de una cama, y en el cuarto reinó un silencio absoluto.
– No he venido a eso -dijo.
– ¿A qué, entonces?
– En primer lugar, quería oír algo agradable.
– Lo ha oído -repliqué.
– Sí, en efecto -añadió asintiendo con la cabeza.
– ¿Qué otra cosa quiere?
Edna Rogers se puso en pie y se acercó a mí; contuve el impulso de apartarme cuando me miró a los ojos.
– He venido a por Carly.
Aguardé pero, al ver que no añadía nada más, dije:
– Mencionó usted ese nombre cuando hablamos por teléfono.
– Sí.
– No conocía a ninguna Carly y sigo sin conocerla.
Esgrimió de nuevo aquella sonrisa aviesa y cruel.
– Will, ¿no me estará usted mintiendo?
Me estremecí.
– No.
– ¿No le mencionó nunca Sheila el nombre de Carly?
– No.
– ¿Está seguro?
– Sí. ¿Quién es?
– Carly es la hija de Sheila.
Me quedé sin habla y Edna Rogers lo advirtió complacida.
– Su encantadora voluntaria nunca le dijo que tenía una hija, ¿eh?
No contesté.
– Carly tiene doce años y, desde luego, ignoro quién es el padre. Y no creo que Sheila lo supiera tampoco.
– No lo entiendo -dije.
Ella sacó una foto del bolso y me la tendió. Era una instantánea de las que toman en los hospitales a los recién nacidos: un bebé envuelto en una manta con los ojos cerrados. Le di la vuelta y vi escrito a mano «Carly» y la fecha de nacimiento.
La cabeza me daba vueltas.
– La última vez que me llamó Sheila fue cuando Carly cumplió nueve años -dijo- y hablé con ella; quiero decir con la niña.
– ¿Dónde está ahora?
– No lo sé -contestó Edna Rogers-. Por eso he venido, Will. Quiero encontrar a mi nieta.
Cuando volví a casa aturdido me encontré a Katy Miller sentada en la puerta del apartamento con la mochila entre las piernas.
– Llamé pero… -dijo poniéndose en pie.
Asentí con la cabeza.
– Es que mis padres… -añadió-. No puedo estar en esa casa un día más. Pensé que podría dormir aquí en el sofá.
– No es el mejor momento -dije.
– Ah.
Metí la llave en la cerradura.
– Resulta que he estado intentando atar cabos como dijimos para averiguar quién pudo matar a Julie, ¿sabes? Y se me ocurrió pensar que tú sabrías algo de la vida de Julie después de vuestra ruptura.
Entramos en el apartamento y nos quedamos los dos de pie.
– Creo que no es momento…
Katy por fin advirtió mi estado.
– ¿Por qué? ¿Qué sucede?
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