Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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Lo miré.

– Tú no entiendes la situación, Will.

– Me gustaría entenderla.

– Cada cosa a su tiempo.

Aquella noche, el tráfico era increíblemente escaso. Se apagó la voz de Carly Simón y Bob Dylan pidió a su chica que tuviera un poco de paciencia hasta que su amor creciera. Era una súplica tan desesperada… Me encanta esa canción.

Entramos en la autopista norte del río Harlem y, al pasar por delante de un grupo de chicos guarecidos debajo de un puente, Cuadrados paró la furgoneta.

– Trabajo a la vista -dijo.

– ¿Te ayudo?

Él negó con la cabeza.

– No tardaré mucho.

– ¿Vas a darles bocadillos?

Cuadrados reflexionó.

– No. Tengo algo mejor.

– ¿Qué?

– Tarjetas de teléfono -dijo tendiéndome una-. TeleReach nos ha donado más de mil, los críos se las rifan.

Así era: en cuanto las vieron se le echaron encima como moscas. Confiad en Cuadrados. Miré aquellos rostros sucios tratando de ver individuos diferenciados con deseos, sueños y esperanzas. Los críos no aguantan mucho en la calle, y no me refiero a los riesgos físicos, que suelen superar, sino a su alma, la conciencia de sí mismos, que es lo que se destruye y, cuando la destrucción alcanza cierto límite, su suerte está echada.

Sheila se había salvado antes de llegar a ese límite.

Y entonces la habían asesinado.

Deseché ese pensamiento. En aquel momento no tenía tiempo para pensar en ello. Debía centrarme en la tarea que había emprendido con dedicación, seguir actuando. La actividad mantiene a raya el dolor, te estimula, te desentumece.

Hacerlo por ella, por sensiblero que suene.

Cuadrados volvió al cabo de unos minutos.

– Vamos allá -dijo.

– No me has dicho dónde.

– A la esquina de la Calle 128 con la Segunda Avenida, donde he quedado con Raquel.

– ¿Para ver qué?

– Una posible pista -respondió sonriendo.

Salimos de la autopista y pasamos por delante de una serie de casas en construcción. Dos manzanas antes de llegar atisbé a Raquel, lo que no tiene mérito dada su estatura y su vestimenta, una combinación explosiva. Cuadrados frenó a su lado y frunció el ceño.

– ¿Qué pasa? -preguntó Raquel.

– ¿Zapatos rosa con un vestido verde?

– Son coral y turquesa -replicó Raquel- y hacen juego con el bolso magenta.

Cuadrados se encogió de hombros y aparcó frente a un escaparate en el que había un letrero descolorido que decía FARMACIA GOLDBERG. Nada más bajar de la furgoneta, Raquel me arropó en un abrazo. Apestaba a Aqua Velva y no pude por menos de pensar que, efectivamente, algo tenía del hombre Aqua Velva.

– Lo siento muchísimo -dijo.

– Gracias.

Cuando me soltó respiré con alivio. Estaba llorando. Las lágrimas le corrían el maquillaje diluyendo la máscara y sedimentando el color en su barba desigual, de forma que su cara parecía una vela derretida.

– Abe y Sadie os están esperando -dijo.

Cuadrados asintió con la cabeza, abrió la puerta de la farmacia y entramos uno detrás del otro; al cruzar el umbral sonó un ding-dong y noté un olor que me trajo al recuerdo un ambientador en forma de cerezo colgado del retrovisor de un coche. Había estanterías hasta el techo llenas a rebosar de vendas, desodorantes, champús y medicamentos para la tos, todo revuelto.

De la trastienda salió un viejo con gafas de media luna que colgaban de una cadenita, con camisa blanca y chaleco de lana; su pelo blanco era tan largo y frondoso que parecía la peluca empolvada de los jueces ingleses, y sus pobladas cejas le daban aspecto de búho.

– ¡Hombre, el señor Cuadrados!

Se dieron un abrazo y el anciano le propinó varias palmadas en la espalda.

– Tienes buen aspecto -dijo el hombre.

– Tú también, Abe.

– Sadie -gritó-. Sadie, está aquí el señor Cuadrados.

– ¿Quién?

– El del yoga con un tatuaje.

– ¿En la frente?

– Ése.

Yo meneé la cabeza y me incliné hacia Cuadrados.

– ¿Es que hay alguien que no conozcas?

– Encantador que es uno -replicó él encogiéndose de hombros.

Sadie, una anciana tan bajita que difícilmente alcanzaría a ver dos metros de altura aunque fuera Raquel en aquellos taconazos, salió de detrás del mostrador.

– Estás muy delgado -dijo mirando a Cuadrados con el ceño fruncido.

– Déjalo en paz -dijo Abe.

– Calla, calla. ¿Comes como es debido?

– Claro que sí -contestó Cuadrados.

– Estás en los huesos; en los huesos.

– Sadie, ¿quieres dejarlo en paz?

– Tú calla -replicó ella con voz de misterio-. Tengo kugel, ¿quieres un plato?

– Quizá después. Gracias -respondió Cuadrados.

– Lo pondré a calentar.

– Muy bien, gracias. Os presento a mi amigo Will Klein -dijo Cuadrados volviéndose hacia mí.

Los dos viejos me miraron entristecidos.

– ¿Es el novio?

– Sí.

– No sé -añadió Abe.

– Puedes hablar con toda confianza -insistió Cuadrados.

– Sí, puede que sí, puede que no. Lo nuestro es como secreto de confesión; tú lo sabes. Y ella insistió mucho en que no dijésemos nada en ninguna circunstancia.

– Lo sé.

– ¿Qué bien haremos si hablamos?

– Me hago cargo.

– Si hablamos pueden matarnos.

– No se enterará nadie. Os doy mi palabra.

Los dos viejos cruzaron una mirada.

– Sabemos que Raquel -dijo el hombre- es buen chico. O chica, no sé; a veces me hago un lío.

– Necesitamos vuestra ayuda -añadió Cuadrados acercándose a la pareja.

Sadie cogió la mano de su esposo en un gesto tan íntimo que me dieron ganas de apartar la mirada.

– Era una chica tan guapa, Abe…

– Y muy simpática -añadió él suspirando y mirándome.

En ese momento sonó otra vez el ding-dong al abrirse la puerta y entró un negro desaliñado.

– Vengo de parte de Tyrone -dijo.

– Ven, yo te atiendo -dijo Sadie acercándose a él.

Abe no dejaba de mirarme, y yo, que no entendía nada, me volví hacia Cuadrados.

Cuadrados se quitó las gafas de sol.

– Por favor, Abe -dijo-, es importante.

– De acuerdo -dijo Abe levantando una mano-. De acuerdo; no pongáis esa cara. Pasad, por favor -añadió con un gesto.

Levantó la trampilla del mostrador y pasamos a la trastienda dejando atrás las pastillas, los frascos, las bolsas de recetas, los morteros y los mazos, y él abrió una puerta que daba paso al sótano y encendió la luz.

– Aquí es donde se cuece todo -comentó.

No se veía bien, pero había un ordenador, una impresora y una cámara digital. Era todo. Miré al viejo y a Cuadrados.

– ¿Quiere alguien decirme de qué estamos hablando?

– Nuestro negocio es muy sencillo -dijo Abe-. No conservamos archivos ni nada, así que si la policía se incauta del ordenador no importa porque no averiguarán nada. Los archivos los tengo aquí -añadió señalando su frente-. Aunque algunos últimamente se van perdiendo, ¿no es cierto, Cuadrados?

Cuadrados le sonrió.

– ¿Sigue sin entender nada? -dijo Abe al ver mi cara de sorpresa.

– Sigo sin entender nada.

– Se trata de documentos de identidad falsos -dijo él.

– Ah.

– Pero no de los que utilizan los menores de edad para beber.

– No, claro.

– ¿Sabe algo sobre el tema? -preguntó bajando la voz.

– No mucho.

– Yo me refiero a los que se necesitan para desaparecer, para huir y comenzar una nueva vida. ¿Alguien tiene problemas? Paf, yo lo hago desaparecer. Como un prestidigitador. Cuando uno necesita irse, irse de verdad, no acude a una agencia de viajes; viene aquí.

– Entiendo -dije-. ¿Y utilizan mucho sus -no sabía qué palabra emplear- servicios?

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