Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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Ken Klein era el fogoso jugador de tenis; John Asselta, el psicópata pendenciero, y McGuane, el muchacho encantador presidente del consejo de alumnos. Miró los rostros de aquella fotografía: eran simplemente los de tres simpáticos estudiantes sin peculiaridad alguna. Cuando unos años atrás unos chicos como aquéllos llevaron a cabo la matanza en el colegio Columbine, McGuane había observado con fascinación la reacción de los medios de comunicación. El mundo buscaba excusas cómodas. Los chicos eran marginados, niños atormentados y maltratados, hijos de padres ausentes y acostumbrados a videojuegos violentos. Pero McGuane sabía que todas aquellas razones no contaban. Cierto que los tiempos habían cambiado, pero podía haberse tratado de ellos mismos -Ken, John y McGuane- porque en el fondo nada importa que vivas con desahogo económico, tus padres te den cariño, que no te metas con nadie o que simplemente te esfuerces por destacar entre la masa.

Algunas personas sienten esa furia.

Se abrió la puerta del despacho y entraron Joe Pistillo y su joven ayudante. McGuane sonrió y guardó la fotografía.

– Bah, Javert, ¿aún me persigue por robar un pan? -dijo saludando a Pistillo.

– Sí, claro -replicó el hombre del FBI-. Ése es usted, McGuane. El inocente acosado.

McGuane fijó la atención en la mujer.

– Joe, ¿cómo se las arregla para estar siempre tan bien acompañado?

– Le presento a la agente especial Claudia Fisher.

– Encantado -dijo McGuane-. Siéntense, por favor.

– Preferimos quedarnos de pie.

McGuane se encogió de hombros y se sentó en su sillón.

– Bien, ¿qué lo trae hoy por aquí?

– Está en un mal momento, McGuane.

– ¿Ah, sí?

– Muy malo.

– ¿Y ha venido a ayudarme? Qué emoción.

Pistillo lanzó un bufido.

– Hace tiempo que voy detrás de usted.

– Sí, lo sé, pero soy veleidoso. Le sugiero una cosa: la próxima vez me envía un ramo de flores, me abre la puerta, me cede el paso. A los hombres nos gusta que nos galanteen.

Pistillo apoyó los puños en la mesa.

– En el fondo me complacería aguardar tranquilamente sentado para ver cómo lo despedazan vivo. -Tragó saliva y trató de controlarse-. Pero algo más profundo en mi ser me pide verlo pudriéndose entre rejas por sus delitos.

McGuane se volvió hacia Claudia Fisher.

– Resulta muy atractivo cuando habla en ese tono tan duro, ¿no cree?

– ¿Sabe a quién hemos encontrado, McGuane?

– ¿A Hoffa? [1]Ya era hora.

– A Fred Tanner.

– ¿A quién?

– No se haga el disimulado -replicó Pistillo con una sonrisita-. Es uno de sus matones.

– Creo que pertenece a mi departamento de seguridad.

– Pues lo hemos encontrado.

– No sabía que se hubiera perdido.

– Muy gracioso.

– Creía que estaba de vacaciones, agente Pistillo.

– De vacaciones permanentes. Lo hemos encontrado en el río Passaic.

– Qué insalubre -comentó McGuane torciendo el gesto.

– Con dos balazos en la cabeza. Hemos encontrado también a un tal Peter Appel; estrangulado. Era un tirador de élite retirado del ejército.

– No somos nada.

«Uno solo estrangulado -pensó McGuane-. A El Espectro le habrá fastidiado tener que disparar al otro.»

– Sí, en fin, veamos -añadió Pistillo-. Tenemos estos dos muertos más los otros dos de Nuevo México, lo que suma cuatro.

– Y lo ha calculado sin contar con los dedos. Agente Pistillo, no le pagan lo que merece.

– ¿No tiene nada que decirme?

– Sí, mucho -replicó McGuane-. Lo confieso: yo los maté. ¿Satisfecho?

Pistillo se inclinó sobre la mesa acercando su rostro al de McGuane.

– Está a punto de hundirse, McGuane -dijo.

– Y usted ha comido sopa de cebolla.

– ¿Sabe -añadió Pistillo sin despegar la cara de la de McGuane- que ha muerto también Sheila Rogers?

– ¿Quién?

Pistillo se apartó de la mesa.

– Claro, tampoco la conoce. No trabaja para usted.

– Tengo mucha gente trabajando para mí. Soy un hombre de negocios.

– Vámonos -dijo Pistillo mirando a Fisher.

– ¿Se marchan ya?

– Llevo mucho tiempo aguardando este momento -añadió Pistillo-. La venganza, como dicen, es un plato que se sirve frío.

– Como la vichyssoise.

Pistillo le respondió con otra sonrisa sarcástica.

– Que tenga un buen día, McGuane -dijo.

Salieron. McGuane permaneció sentado diez minutos sin moverse. ¿A qué obedecería aquella visita? Sencillo. Querían ponerlo nervioso. Lo subestimaban. Pulsó el número tres, la línea de seguridad sometida a comprobación diaria por si estaba intervenida; dudó al marcar el número. ¿Lo interpretaría como pánico por su parte?

Sopesó los pros y los contras y decidió correr ese riesgo.

El Espectro contestó al primer timbrazo con un melodioso «¿diga?».

– ¿Dónde estás?

– Acabo de llegar en avión de Las Vegas.

– ¿Has averiguado algo?

– Ya lo creo.

– Te escucho.

– Además de ellos dos, había una tercera persona en el coche -dijo El Espectro.

– ¿Quién? -preguntó McGuane revolviéndose en el asiento.

– Una niña pequeña -dijo El Espectro- de unos once o doce años.

27

Katy y yo estábamos en la calle cuando llegó Cuadrados. Ella se inclinó y me besó en la mejilla. Cuadrados enarcó una ceja mirándome, pero yo fruncí el ceño.

– Pensé que ibas a quedarte a dormir en el sofá -dije a Katy.

Katy había estado abstraída desde la llegada del castillo.

– Volveré mañana -contestó.

– ¿No vas a contarme qué sucede?

– Tengo que hacer algunas averiguaciones -respondió hundiendo las manos en los bolsillos y encogiéndose de hombros.

– ¿Sobre qué?

Negó con la cabeza y no insistí. Me dirigió una sonrisita mientras se alejaba y subí a la furgoneta.

– ¿Ésta quién es? -preguntó Cuadrados.

Se lo expliqué en el camino hacia la periferia. Llevábamos docenas de bocadillos y mantas. Cuadrados los repartía a los chicos. Los bocadillos y las mantas funcionaban para romper el hielo, como el truco de la desaparecida Angie; pero, aunque no diese resultado, al menos los menesterosos tenían algo que comer y con qué abrigarse. Había visto a Cuadrados hacer maravillas con aquel género. En la primera ocasión siempre había alguno que rehusaba la ayuda, que incluso se mostraba hostil, pero Cuadrados no se enfadaba y volvía a pasar noche tras noche porque estaba convencido de que la clave era la insistencia, hacerlos ver que estábamos a su disposición en cualquier momento y que no se les abandonaba en ninguna circunstancia.

Al cabo de unas cuantas noches, aquel chico o chica reacio aceptaba el bocadillo, otro día cogía la manta y a continuación aguardaba ya al paso de la furgoneta.

Estiré el brazo y cogí un sándwich del montón.

– ¿Te toca trabajar esta noche otra vez?

Agachó la cabeza y me miró por encima de las gafas de sol.

– Qué va, es que tengo mucha hambre -respondió con sorna.

– Cuadrados -dije al cabo de un rato-, ¿cuánto tiempo piensas seguir esquivando a Wanda?

Cambió de emisora y sonó You're so Vain de Carly Simón, que él acompañó cantando.

– ¿Recuerdas esta canción? -preguntó.

Asentí con la cabeza.

– ¿Era verdad el rumor de que era una alusión a Warren Beatty?

– No lo sé -contesté.

– Quiero preguntarte una cosa, Will -dijo al cabo de un rato sin apartar la vista de la calle. Aguardé-. ¿Te sorprendió mucho saber que Sheila tenía una hija?

– Mucho.

– ¿Y te sorprendería mucho saber que yo tuve un hijo?

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