Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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– ¿Cómo sabía, entonces, que eran las cinco?

– No sé, porque tengo un reloj interno. ¿Podemos pasar a otra cosa?

Asintió con la cabeza y se acomodó en el asiento.

– La señorita Rogers le dejó una nota, ¿correcto?

– Sí.

– ¿Dónde dejó la nota?

– ¿En qué sitio del apartamento, quiere decir?

– Sí.

– ¿Qué puede importar?

– Por favor -replicó con su mejor sonrisa paternalista.

– En la encimera de la cocina -dije-. Una encimera de fórmica, por si le sirve de algo.

– ¿Qué decía exactamente la nota?

– Eso es algo íntimo.

– Señor Klein…

Lancé un suspiro. No tenía por qué negarme.

– Decía que siempre me querría.

– ¿Y qué más?

– Nada más.

– ¿Sólo que siempre lo querría?

– Sí.

– ¿Conserva la nota?

– Sí.

– ¿Puedo verla?

– ¿Quiere decirme por qué estoy aquí?

Pistillo se reclinó en su sillón.

– Después de salir de casa de su padre, ¿fue con la señorita Rogers directamente a su apartamento?

– Pero ¿a qué viene esto? -repliqué sorprendido.

– Fueron al entierro de su madre, ¿correcto?

– Sí.

– Y luego usted y Sheila Rogers volvieron a su apartamento. Eso es lo que nos dijo, ¿no es así?

– Eso es lo que les dije.

– ¿Y es la verdad?

– Sí.

– ¿No se detuvieron por el camino?

– No.

– ¿Tiene testigos?

– ¿Testigos de que no nos detuvimos?

– De que volvieron al apartamento y estuvieron allí el resto del día.

– ¿Por qué tendría que haber testigos de eso?

– Por favor, señor Klein.

– No sé si alguien podrá atestiguarlo o no.

– ¿Hablaron con alguien?

– No.

– ¿Los vio algún vecino?

– No lo sé -contesté mirando por encima del hombro a Claudia Fisher-. ¿Por qué no indagan entre el vecindario? ¿No son ustedes célebres por sus métodos de indagación?

– ¿Por qué estaba Sheila Rogers en Nuevo México?

– No lo sabía -contesté sorprendido mirando a uno y otro.

– ¿No le dijo que iba allí?

– No sabía nada.

– ¿Y usted, señor Klein?

– Yo, ¿qué?

– ¿Conoce a alguien en Nuevo México?

– Ni siquiera sé cómo se va a Santa Fe.

– San José -corrigió Pistillo sonriente-. Tenemos una lista de las últimas llamadas que ha recibido.

– Qué bien.

– La tecnología moderna -comentó Pistillo encogiéndose imperceptiblemente de hombros.

– ¿Eso es legal? ¿Han grabado mis conversaciones?

– Tenemos un permiso judicial.

– Sí, claro. ¿Qué quieren saber?

Claudia Fisher hizo un movimiento por primera vez y me tendió una hoja de papel. Miré lo que parecía ser una fotocopia de una factura telefónica: había un número que no conocía subrayado en amarillo.

– Recibió en su domicilio una llamada desde un teléfono público de Paradise Hills, Nuevo México, la noche antes del entierro de su madre. ¿De quién era esa llamada? -inquirió aproximándose más.

Miré de nuevo el número realmente sorprendido. Habían llamado a las seis y cuarto de la tarde y era una conversación de ocho minutos. No sabía qué sucedía, pero no me gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Levanté la vista.

– ¿Debería tener un abogado?

Pistillo se quedó algo parado e intercambió una mirada con Claudia Fisher.

– Puede pedir un abogado -dijo con cierta prevención.

– Quiero que esté presente Cuadrados.

– Él no es abogado.

– No importa. No sé qué demonios sucede, pero no me gusta este interrogatorio. He venido porque creí que tenía algo de qué informarme y, por el contrario, me veo sometido a interrogatorio.

– ¿Interrogatorio? -replicó Pistillo abriendo las manos-. Estamos simplemente charlando.

Oí sonar un teléfono a mi espalda. Claudia Fisher cogió su móvil como si fuera un sheriff del Oeste y se lo acercó al oído, diciendo: «Fisher». Escuchó un minuto y cortó la comunicación sin despedirse. A continuación confirmó algo a Pistillo con una inclinación de cabeza.

– Estoy harto de esta situación -dije levantándome.

– Siéntese, señor Klein.

– Estoy harto de sus tonterías, Pistillo; estoy cansado de…

– Acabamos de recibir una llamada… -dijo muy serio.

– ¿Qué pasa con esa llamada?

– Siéntese, Will.

Se había dirigido a mí por mi nombre de pila. No me gustó oírlo. Me quedé de pie aguardando.

– Estábamos a la espera de la confirmación ocular -dijo.

– ¿De qué?

No me contestó.

– Hemos hecho venir en avión a los padres de Sheila desde Idaho y ellos lo han confirmado, aunque ya lo sabíamos por las huellas.

Su expresión se dulcificó y sentí que no me sostenían las piernas, mas conseguí permanecer erguido. Me miró apesadumbrado y yo comencé a asentir con la cabeza; pero sabía que no había modo de evitar el golpe.

– Lo siento, Will -dijo Pistillo-. Sheila Rogers ha muerto.

21

La resistencia a aceptar la verdad es sorprendente.

Aunque sentía una agobiante contracción de estómago, aunque tuviera un núcleo de hielo interno cuyo frío me helaba desde el interior, aunque las lágrimas pugnaban por brotar, logré distanciarme. Asentí con la cabeza y me concentré en los detalles que Pistillo me facilitó. La habían encontrado tirada en la cuneta de una carretera de Nebraska; la habían asesinado «de un modo muy brutal», según sus propias palabras; no llevaba encima ningún documento de identificación, pero se habían comprobado sus huellas dactilares y habían hecho venir a sus padres en avión desde Idaho para identificar oficialmente el cadáver. Asentí de nuevo en silencio.

No me senté ni lloré. Me quedé totalmente inmóvil. Dentro de mí sentía que algo adquiría consistencia y crecía presionándome el tórax e impidiéndome respirar. Sus palabras resonaban muy lejanas, a través de un filtro o debajo del agua, y me vino a la imaginación una escena concreta: Sheila leyendo en el sofá sentada sobre las piernas con las mangas del jersey dadas de sí. Vi claramente su rostro, cómo movía el dedo para pasar página, cómo entornaba los ojos al leer ciertos párrafos, cómo levantaba la vista y sonreía al darse cuenta de que yo la miraba.

Sheila estaba muerta.

Yo seguía con ella en el apartamento, aferrándome a algo irreal, tratando de retener algo inexistente. Las palabras de Pistillo me sacaron de mi ensoñación.

– Tendría que haber colaborado con nosotros, Will.

– ¿Cómo? -repliqué como quien despierta. -Si nos hubiera dicho la verdad, tal vez habríamos podido salvarla.

Lo único que recuerdo a continuación es que estaba en la furgoneta.

Cuadrados alternaba los puñetazos sobre el volante con juramentos de venganza. Nunca lo había visto tan fuera de sí. Mi reacción había sido totalmente opuesta, como si me hubieran dejado sin energía. Miré por la ventanilla. Seguía resistiéndome a admitir la realidad, pero comenzaba a notarla como un martillo que golpea las paredes, y pensé cuánto tiempo resistirían el ataque.

– Lo cogeremos -dijo Cuadrados.

De momento no le di importancia.

Aparcamos en doble fila delante de mi casa y él bajó de un salto.

– No hace falta que me acompañes -dije.

– Sí, voy a subir contigo. Quiero enseñarte una cosa -replicó.

Asentí aturdido.

Al entrar en el apartamento, Cuadrados sacó una pistola del bolsillo y miró en las habitaciones. No había nadie y me tendió el arma.

– Cierra con llave y, si vuelve ese mamón horrendo, le pegas un tiro.

– No necesito esto -dije.

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