Harlan Coben - Por siempre jamás

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Will Klein tiene su héroe: su hermano mayor Ken. Una noche de calor agobiante aparece en el sótano de la casa de los Klein una joven, antiguo amor de Will, asesinada y violada.
El principal sospechoso es Ken.
Ante la abrumadora evidencia en contra suya, Ken desaparece.
Una década después de la desaparición, Will se ve mezclado en un inquietante misterio. Está convencido de que Ken está tratando de ponerse en contacto con él y de la existencia de un terrible secreto por el que alguien está decidido a matar porque no se desvele.

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Se me salían los ojos de las órbitas. Me llevé las manos a la garganta pero fue inútil. Intenté clavarle las uñas en el antebrazo, pero era duro como la caoba. Sentí que aumentaba de un modo insoportable la presión en mi cabeza y me agité impotente sin que él dejara de apretar. Sentía el cráneo a punto de estallar. Entonces oí la voz:

– Hola, Will, muchacho.

Esa voz.

Reconocí inmediatamente aquella voz. No la había oído…, Dios mío, ¿cuánto tiempo hacía…? Diez o quince años quizá; desde la muerte de Julie, desde luego. Pero hay sonidos, voces sobre todo, que el córtex cerebral conserva grabados en una zona especial, en la sección de supervivencia por así decir, y que cuando se oyen, las fibras sensoras se tensan, sienten el peligro.

Me soltó el cuello de repente y me desplomé desmadejado y jadeante, tratando de librarme de algo imaginario que me atragantaba. Él se dejó rodar de costado y se echó a reír.

– Will, chico, veo que me adoras.

Me di la vuelta, retrocedí arrastrándome sobre la espalda y mis ojos confirmaron lo que había percibido mi oído. No me lo podía creer. Estaba cambiado, pero no había duda.

– ¿Eres John? -pregunté-. ¿John Asselta?

Me dirigió aquella sonrisa ambigua y sentí que retrocedía en el tiempo y afloraba en mi ser aquel miedo, el miedo que no había sentido desde la adolescencia. El Espectro -así lo llamaban todos aunque nadie tenía valor para decírselo a la cara- siempre me había infundido ese pavor, y creo que no sólo a mí porque todos le tenían miedo; pero, en mi caso, yo contaba con la atenuante de ser el hermano pequeño de Ken. Para El Espectro, eso bastaba.

Yo siempre he sido un debilucho que rehuía la confrontación física; hay quien dice que con ello soy más prudente y maduro, pero no es cierto. La verdad es que soy cobarde, me aterra la violencia; quizá sea normal, por aquello del instinto de conservación, pero a mí me sigue avergonzando. Mi hermano, que, curiosamente, era el mejor amigo de El Espectro, poseía la envidiable agresividad que diferencia a los ambiciosos de los grandes; en su manera de jugar al tenis, por ejemplo, se parecía al joven John McEnroe por aquella tenacidad agresiva capaz de comerse el mundo, incansable y extremada. Ken se pegaba ya desde niño con los demás hasta matarse y, si les podía, encima los pateaba. Yo nunca fui así.

Me levanté como pude, mientras Asselta se incorporaba de un salto abriendo los brazos como un espíritu que abandona la tumba.

– ¿No hay un abrazo para tu viejo amigo, Will, muchacho?

Se acercó y sin darme tiempo a reaccionar me dio un apretujen. Era bastante bajo, lo que contrastaba extrañamente con su torso tan largo y sus brazos tan cortos. Noté su mejilla contra mi pecho.

– Cuánto tiempo -dijo.

Yo no sabía qué decir, ni por dónde empezar.

– ¿Cómo has entrado?

– ¿Cómo? -replicó soltándome-. Ah, estaba abierta la puerta. Perdona que te sorprendiera de ese modo, pero… -Me sonrió y se encogió de hombros-. No has cambiado nada, Will, muchacho. Tienes buen aspecto.

– No habrías debido…

Ladeó la cabeza y recordé su peculiar modo de repartir golpes a diestro y siniestro. John Asselta era compañero de clase de Ken y estaba dos cursos por delante de mí en el instituto de Livingston, donde fue capitán del equipo de lucha libre y dos años seguidos campeón de pesos ligeros del condado de Essex; probablemente habría podido ser campeón estatal, pero lo descalificaron por descoyuntar a propósito un hombro al adversario. Era su tercera falta. Aún recuerdo los gritos de dolor del otro contendiente, la reacción de repulsa de parte del público al ver aquel brazo desarticulado y la sonrisita de Asselta mientras lo retiraban en camilla.

Mi padre decía que El Espectro tenía complejo de Napoleón, pero a mí me parecía una explicación muy simplista. No sé lo que era, El Espectro necesitaba demostrarse algo a sí mismo, poseía un cromosoma Y extra o, sencillamente, era el hijo de puta más grande del mundo.

En cualquier caso, se trataba de un psicópata.

No había duda. Le complacía hacer daño a la gente y un aura destructiva rodeaba todos sus actos. Incluso los deportistas mayores que él lo rehuían y nadie lo miraba a los ojos ni se cruzaba en su camino porque sabían que él lo tomaba como una provocación y que golpeaba sin previo aviso, exponiéndote a que te rompiera la nariz, te diera una patada en los testículos o intentara sacarte los ojos o sacudirte cuando estabas de espaldas.

Cuando yo hacía segundo año, El Espectro le provocó una conmoción cerebral a Milt Saperstein. Saperstein era un timorato de primer curso que tenía un bolsillo con protector para tinta de bolígrafo y que cometió la imprudencia de apoyarse en su taquilla. Primero, en los vestuarios, le sonrió y lo despidió con una palmadita en el hombro, pero aquel mismo día, más tarde, cuando Saperstein salía de una clase, echó a correr detrás de él, le pasó a traición el brazo por el cuello, lo tiró al suelo y le pateó la cabeza riéndose. Tuvieron que llevarlo a urgencias a St. Barnabas.

Nadie vio nada.

Según se contaba, a la edad de catorce años El Espectro mató al perro de un vecino metiéndole petardos por el ano. Pero, con mucho, el peor rumor que circulaba era el de que a la tierna edad de diez años apuñaló con un cuchillo de cocina a un chico llamado Daniel Skinner. Por lo visto, Skinner, que era dos años mayor que él, le pegó y El Espectro se vengó con una puñalada en el corazón. Se decía también que había pasado una temporada en el reformatorio y que lo habían sometido a terapia sin ningún resultado. Ken decía que él no sabía nada de eso y, cuando en cierta ocasión le pregunté a mi padre, él tampoco lo confirmó ni lo negó.

Intenté olvidar el pasado.

– ¿Qué quieres, John?

Nunca había entendido la amistad entre mi hermano y él, que tampoco a mis padres les hacía gracia, a pesar de que con las personas mayores El Espectro era encantador. Su cutis casi albino -de ahí el apodo- modelaba unos rasgos delicados, y casi resultaba guapito con aquellas pestañas pobladas y el hoyuelo en la barbilla. Me contaron que después de graduarse se alistó en el ejército y que, por lo visto, había formado parte de un comando secreto de operaciones especiales o de los Boinas Verdes, pero esto tampoco me lo confirmó nadie.

El Espectro volvió a ladear la cabeza.

– ¿Dónde está Ken? -preguntó con aquella voz sedosa amenazadora.

No contesté.

– He estado fuera una buena temporada, Will, muchacho

– ¿Haciendo qué? -pregunté.

Volvió a sonreírme.

– Y ahora que he vuelto me han entrado ganas de ver a mi buen amigo.

No sabía qué decir, pero de pronto me vino al pensamiento la noche de la víspera y aquel rato que estuve en la terraza: quien me observaba desde el otro extremo de la calle era El Espectro.

– Bien, Will, muchacho, ¿dónde puedo encontrarlo?

– No lo sé.

– ¿Cómo dices? -replicó haciendo pantalla con la mano en el oído.

– Yo no sé dónde está.

– No es posible. Tú eres su hermano, a quien tanto quería.

– ¿Qué es lo que quieres, John?

– Escúchame -replicó mostrándome otra vez los dientes-, ¿qué es lo que sucedió con ese bombón del instituto, Julie Miller? ¿No estabais muy enrollados?

Lo miré fijamente y mantuvo su sonrisa. Sabía que estaba tomándome el pelo. Él y Julie habían sido amigos; curiosamente, bastante amigos. Julie decía que había visto algo en él, algo oculto bajo su psicosis agresiva. En cierta ocasión, yo había comentado en broma que era como si ella le hubiera sacado una espina de la pata. No sabía a qué atenerme; pensé en salir corriendo, pero sabía que de poco me serviría. También sabía que no era oponente para él.

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